El innombrable
Hubo que esperar a la muerte de Samuel Beckett en 1989 para saber qué había hecho en Alemania durante los siete meses que estuvo ahí. El diario “alemán” del escritor nacido en Dublín en 1906 se encontró, entonces, mucho después de su visita en 1936, y es notable que sus anotaciones son casi exclusivamente sobre arte, además del precio de las cosas, lo que comía y la burocracia infernal con la que tuvo que enfrentarse para poder visitar colecciones.
Poco y nada sobre política y el nazismo en ese texto que escribió, mientras solo y un poco deprimido recorría el país. Lo que sí aparece con profusión son las once visitas a la Pinacoteca, y las siete veces que fue al Museo de Arte e Industria, solo en las semanas que estuvo en Hamburgo. Compró libros, contactó a coleccionistas y artistas y los visitó en sus departamentos y estudios. Caminó mucho por la ciudad, mientras Hitler se encargaba de prohibir obras, censurar muestras y pintores.
Si bien la Secesión de Hamburgo, el grupo de artistas, arquitectos y escritores, había sido prohibida por los nazis en 1933, que consideraron a la última exposición como “cultura bolchevique”, algunos de sus representantes quedaban en la ciudad. Como Karl Ballmer, cuya obra en el momento en que Beckett lo visita estaba considerada como “arte degenerado” y el que un año después, en 1938, debió volverse a Suiza, su país natal, donde murió olvidado en 1958. Es su “alma gemela”, escribe Beckett, que al mirar los cuadros de Ballmer ve en esas figuras borrosas e imprecisas a uno de sus personajes; mejor dicho, a una voz que dice: “Tengo que hablar, sin tener nada que decir, nada más que las palabras de los otros. Sin saber hablar, sin querer hablar, tengo que hablar”.