Perfil (Domingo)

NOTA DE TAPA

El Che

- GONZALO SANTOS

Alo largo de la historia uno puede encontrar muchas familias cuyos miembros se dedicaron a un mismo arte. Lo que en cambio no se ha dado con mucha frecuencia es que todos tengan un talento más o menos similar. En general, y retomando esa vieja tipología de Ezra Pound, suele haber un padregenio, un padre-maestro –o madres también, no se exalten–, y luego hijos que, a lo sumo, devienen epígonos más o menos respetable­s de ese progenitor. Cuesta encontrar un caso como el de los Breccia, donde cada uno haya inaugurado un estilo tan propio. Es una de las tantas peculiarid­ades de esta familia. Si bien el más célebre fue Alberto, Alberto el viejo, que en los 60 –y sobre todo a partir de Mort Cinder– revolucion­ó la historieta a nivel mundial, los tres hijos también fueron alcanzando distintas cumbres. En los 80, por ejemplo, Patricia Breccia fue una de las primeras en construir personajes femeninos con carnadura. En un género donde las mujeres solían cumplir roles estereotip­ados, en cierto modo ornamental­es, sus intervenci­ones siempre fueron disruptiva­s: una especie de feminismo avant la lettre que, entre otras cosas, venía a recordar que las mujeres también pueden tener conflictos existencia­les y que unas piernas con celulitis también pueden ser parte de una viñeta.

En el caso de Cristina, la hija del medio, sus intereses tuvieron que ver más con el dibujo infantil, género –o lo que fuese– desde donde también supo dejar su impronta sin condescend­er jamás con ese imperativo tan frecuente de tratar a los chicos como tontos. Sus ilustracio­nes fueron publicadas durante varias décadas en revistas locales como Billiken o Anteojito, pero también en revistas europeas prestigios­as, como Alter o Comic Art.

Enrique Breccia, por su parte –que es en quien me voy a detener en esta nota–, es el que mejor dominó el dibujo desde el punto de vista técnico. El que ha podido hacer cosas que nadie más, ni siquiera Alberto, podía hacer. En Argentina publicó varias historieta­s en Fierro, en Superhumor, pero el grueso de su obra se dio a conocer en el exterior, tal vez por eso de que algunos artistas no pueden ser profetas en su tierra. Empezó publicando con seudónimo para la compañía Fleetway de Inglaterra (ver recuadro) y con el tiempo se fue haciendo lugar en varios mercados difíciles, como el francés, donde publicó Centinelas,

una serie hermosa, o el norteameri­cano, cuando todavía no cualquiera llegaba a dibujar para Marvel o DC Comics.

Lo más interesant­e en él, sin embargo, no son sus dibujos sino su vida. Recuerdo que eso fue lo que me dijo la primera vez que hablamos, a principios de 2017. Por entonces mi proyecto era escribir una especie de “biografía coral” de la familia y lo había contactado para hacerle una serie de entrevista­s vía WhatsApp, dado que él estaba residiendo en Spoleto, un pequeño pueblito al sur de Roma, en Italia. La idea era charlar un poco de todo, pero enseguida hubo un tema que se impuso, la relación con su padre, y una frase que me dejó en estado de perplejida­d durante varios días.

—Mi viejo era un vampiro –me dijo.

Por supuesto, le pregunté varias veces a qué se refería con eso y, aunque las respuestas no eran muy claras, pude inferir que tenía que ver con la autoría de algunas obras. Obras por cierto muy importante­s en el mapa de la historieta mundial, entre ellas Mort Cinder y esa versión experiment­al de El Eternauta que hacen con Oesterheld en 1969 para la revista Gente.

Al final, ambos terminamos por acordar que se trataba de uno de esos temas sensibles que siempre conviene hablar personalme­nte. Así fue que junté algunos ahorros y viajé. Me alojé en el hotel más barato que había y lo entrevisté durante siete días, un par de horas cada tarde. El testimonio me produjo tal impacto que al poco tiempo terminé por recalcular el proyecto inicial. El libro ya no debía ser sobre todos los Breccia –aunque algo de eso hay, al principio–, sino sobre la relación entre él y su padre, cuyo recuerdo lo siente como “un yunque atado a las pelotas”, me dijo esa primera tarde de invierno, y la metáfora, entendí después, no solo tiene que ver con que está cansado de que, aún hoy, algunos lo sigan consideran­do un figlio d´arte, como se suele decir, sino también con que piensa que el apellido le cerró más puertas de las que le abrió, y que incluso a veces era el propio Alberto el que lo hacía.

—(…) después de empezás a laburar para Inglaterra, para la Fleetway: hacés la serie Spy 13. ¿Cómo fue eso? Tengo entendido que firmabas con el seudónimo de Norberto Buscaglia, tu cuñado. —El agente que tenía mi viejo, Piero Dami, que era un tipo de acá de Milán, viajó a la Argentina para verlo a él, y yo aproveché y dije: voy a hacer una muestra a ver si me puedo meter ahí, porque recién había nacido mi primer hijo, Martín, y me estaba cagando de hambre como el mejor: el laburo de Billiken no me alcanzaba para nada. Entonces le hice siete páginas de Robinson Crusoe, me acuerdo: siete en blanco y negro y siete a color, que era un flor de laburo. Y se las mostré al tano, y el tano me dice: “Vos dedicate a otra cosa porque para esto no naciste; estudiá violín”. Yo pensé que me estaba jodiendo, de verdad. “Y menos en contraste con tu padre”, me dice, “vos no le llegás ni a la altura de los talones”. “Está bien”, le digo, “yo no le quiero llegar a la altura de nada, yo quiero ver si esto puede andar o no, dejemos a mi viejo afuera,

—Al menos una vez por año viajaba a Europa. No siempre cinco meses, pero sí un mes, dos meses. Y entonces acá aprovechab­a, ya que estaba, y les decía a los editores: “Ojo con mi hijo Enrique porque es un tipo conflictiv­o, violento, hace juicios. Mejor no tratar con él”. Entonces, cuando llegué acá fui a buscar laburo y me esquivaban, ¿viste?

El vínculo estaba, evidenteme­nte, atravesado por una especie de competenci­a cuyo origen Enrique sitúa a fines de la década del 60, cuando y al estudio de violín, que no me gusta. ¿Puede andar o no?”. “No, de ninguna manera. Yo no puedo presentar esto en Fleetway”. Entonces dije: a este tano hijo de puta lo voy a cagar. E hice cuatro páginas con un estilo diferente, completame­nte diferente, firmado como Norberto Buscaglia. Y un día se lo presento y le digo: “Mirá, ya que te vengo a despedir, te muestro esto que me dio un gran amigo, a ver si él puede conseguir el laburo”. “Ah, dice, ¿ves, Enrique? Esto es la historieta. Esto sí es la historieta” [Risas]. Pero así como te lo estoy contando. Yo no lo podía creer. “Qué suerte”, le digo, “qué contento se va a poner Buscaglia, justo en este momento no tiene trabajo”. “Ah, mejor”, dice. “Llego a Italia y de inmediato le mando seis guiones”. Y así lo hizo. Mandó seis guiones, los hice inmediatam­ente y estuve laburando siete años para la Fleetway, firmando como Norberto Buscaglia.

—¿Y cómo cobrabas?

—Tenía que ser alguien de mi confianza, como era Norberto, y que fuera real. Porque las esterlinas llegaban a nombre de Norberto, que después las cambiaba en el mercado negro. Eso terminó en el 76 e inmediatam­ente Carlos [Trillo] me propone hacer Alvar Mayor. Entonces hago algunas muestras, qué sé yo, se las llevo a Scutti, le gustan mucho y se las muestra a su socio, que era el enlace con la Eura, con la Skorpio italiana; pero un día me llama por teléfono y me dice: “Enrique, me hiciste quedar como el culo, esas cosas no se hacen; me hiciste cagar a pedo por Zerboni y por toda la dirección de Eura, porque es un plagio lo que hiciste”. Le digo: “¿Plagio de qué?”. “Y plagiaste a Norberto Buscaglia”, me dice. “¿Cómo que plagié a Norberto Buscaglia?”, le digo yo. Entonces me llama a la oficina y me muestra las páginas mías junto a las de Fleetway. “¿Ves?”, me dice. Y yo le digo: “Lo que pasa es que Norberto Buscaglia soy yo”. Pero no me creyó. Y tuve que dibujar adelante de él. Le digo: “Corré un cacho el escritorio y pedí un papel y un coso que te lo dibujo acá, pelotudo. Sos editor, no sabés una mierda”. Le digo: “¿Quiénes son los editores en Argentina? No existen”. Y le hice un coso, y dice: “No, disculpame”. “Sí, te disculpo”, le digo, “pero seguís siendo un boludo. Tenés todas mis disculpas pero seguís siendo un pelotudo marca cañón”. Bueno, y ahí empezó. O sea, al principio o firmaba mi viejo o firmaba Buscaglia, pero yo, durante añares, durante todo el inicio de mi carrera profesiona­l, yo no existía... Yo era un fantasma. n

 ??  ?? Alberto, Miguel, Ñata y Humberto, los cuatro hermanos Breccia de la primera generación; Enrique Breccia junto a Herminio Iglesias;
Alberto, Miguel, Ñata y Humberto, los cuatro hermanos Breccia de la primera generación; Enrique Breccia junto a Herminio Iglesias;
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FOTOS INÉDITAS.
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 ??  ?? ENCUENTRO EN ITALIA. Gonzalo Santos y Enrique Breccia.
ENCUENTRO EN ITALIA. Gonzalo Santos y Enrique Breccia.

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