'Mort Cinder'
hacen Vida del Che con guión de Oesterheld. “Esa fue mi primera historieta y creo que la mejor que hice, y mi viejo cuando la vio no podía creerlo, literalmente, en cierta medida lo noqueé con esas 35 páginas”.
Después de eso, según cuenta, empezó a sentir un “ninguneo” que, por momentos, asumía la forma de una “vampirización”. Alberto le encargaba dibujos para tales o cuales publicaciones –libros de la editorial Difusión, por ejemplo– y luego los firmaba él. También, y entre otras cosas, dice que lo puso a hacer varios fondos y bocetos de esa obra cumbre de la historieta mundial que es Mort Cinder (ver recuadro).
Por supuesto, estamos hablando de una época donde esa modalidad de trabajo no era tan inusual. Los dibujantes, a veces, solían pedir fondos a otros dibujantes. Enrique, en ese sentido, no reclama la autoría de Mort Cinder, aunque sí le hubiera gustado
—(...) Pero laburaba tu viejo... En ese momento hacía ¿no?
—Claro, laburaba de profesor en IDA y hacía
Mort Cinder. Cuando él se iba de casa me dejaba encargos de Mort Cinder. Por ejemplo, haceme el fondo de este cuadro, de este, este, este, y bocetame el resto de lo que quede en la historieta, y yo se lo hacía completo.
—¿Hacías el boceto?
—El boceto y muchas veces también el original. Ahora vamos a ver un coso y yo te muestro exactamente cuáles son las cosas hechas a lápiz y tinta por mí, de Mort Cinder. De El Eternauta ni hablemos... Pero yo se lo hacía con todo cariño, por esta lealtad que te digo. —Pero él nunca mencionó eso.
—¿Y cómo va a mencionar eso?
—Me acuerdo de que en varias entrevistas él cuenta que estudiaba con la luz, que se quedaba horas... —Está bien: estudiaba con la luz y todo eso. Pero los fondos... ¿Vos te acordás de la primera, Los ojos de plomo? —Sí. —A ver si está acá, carajo.
Enrique se levanta; se lo ve nervioso, fastidioso. A los pocos segundos vuelve con una edición francesa reciente de Mort Cinder, que deja sobre la mesa. Yo justo estaba por salir a fumar, pero me dice que me deje de joder y me alcanza un plato. Abre el libro y empieza a señalar algunas viñetas del episodio de Los ojos de plomo: “Esto es mío, esto es mío, esto es mío, esto es mío, esto es completamente mío, esto es completamente mío”. Después va hacia el episodio de las Termópilas y lo mismo: “Todo esto, las armas, porque no tenía la más puta idea de cómo se agarraba el arco, cómo se tiraba una lanza, todo eso se lo hice yo”, dice, y la situación se repite con el episodio de la Torre de Babel, que es en el que cuenta que más trabajó. En algunos casos Alberto le dejaba las figuras y él hacía lo demás.
—¿Pero no se laburaba un poco así en esa época?
—Sí, bueno, macanudo. Yo no digo que me haga aparecer en el libro porque el laburo es de él, pero al menos comentalo alguna vez, ¿viste? Aunque sea en familia.
—Ese es uno de los reclamos que decías al principio, ¿no? ¿Vos por qué pensás que nunca lo comentó?
—Yo no sé... Sabés que lo fui descubriendo de a pedacitos a mi viejo. Como no salía nada de él, tenía que descubrirlo yo, como si fuera una especie de detective de mi propio padre. Me acuerdo que una vez fuimos juntos a Mataderos. Yo ya vivía en el departamento de Boedo. Y no me acuerdo para qué fuimos... Ah, él tenía que ir al médico. Y lo acompañé y después me dice: “Vamos a la casa de unos viejitos que me conocen desde que yo era chico y que viven por acá cerca”. Bueno, fuimos y lo recibieron con mucha alegría. Eran dos viejitos encantadores, muy viejitos, y de golpe empezó la conversación y me di cuenta... Me di cuenta no: lo contaron ellos. Que él no había sido tripero. No había laburado nunca de tripero. Nunca había metido la mano en salmuera, como dice él.
—¿No laburó en el frigorífico?
—No haciendo ese laburo. —Pero él lo dijo muchas veces.
—Quizá quería fabricarse un mito, qué sé yo. n que el padre reconociera sus intervenciones, que en el caso de El Eternauta (la versión de 1969) fueron por cierto mucho mayores. Hay muchos cuadros dibujados enteramente por él, y lo que nunca pudo comprender es por qué Alberto jamás lo comentó, ni siquiera entre la familia.
El testimonio es, en cierto modo, una especie de catarsis sobre un vínculo del que no había reflexionado mucho con anterioridad a estas entrevistas, dice; pero también constituye un documento valioso sobre una vida, la suya, signada por la violencia –la violencia política, incluso– y por varios tipos de marginalidad que de alguna manera permiten pensarlo como un “artista maldito”. Una categoría por cierto reservada para muy pocos, en buena medida porque para acceder a ella no basta con tener una vida turbulenta y una doxa
sobrecargada de incorrecciones políticas: también, y ante todo, hay que tener una obra sólida, y Enrique, por supuesto, la tiene. De hecho, lo que hizo para “La argentina en pedazos”, esa sección que dirigía Ricardo Piglia en Fierro, es sin duda uno de los puntos álgidos de la historieta argentina de las últimas décadas, y en este punto coincide la mayor parte de los críticos respetables. Por eso llama la atención que luego de eso le haya costado tanto conseguir trabajo en el país; aunque tampoco sorprende demasiado. Se sabe que Argentina no es precisamente un país que se haya caracterizado por cuidar a sus artistas, y espero que este libro, Mi padre y yo
(edita Santiago Arcos), pueda contribuir a hacerle un poco de justicia a su obra.
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