Perfil (Domingo)

El pelotero de Brooklyn

- POR QUINTíN

Tengo un libro que se llama Mi vida, cuyo autor es Elia Kazan (1909-2003). Escritor, director de cine y de teatro, actor, cofundador del Actor’s Studio, Kazan fue un gran nombre de Hollywood y de Broadway. El libro tiene casi mil páginas, muchas dedicadas a justificar un hecho de su vida: en 1952 testificó frente al Comité de Actividade­s Antiameric­anas de la Cámara de Representa­ntes que algunos de sus colegas eran comunistas (él mismo lo había sido por un breve período). El episodio condicionó toda su vida posterior. Cuando en 1999 le otorgaron un Oscar a su trayectori­a, buena parte de la concurrenc­ia se negó a aplaudir mientras fuera de la sala un piquete se dedicaba a denunciar al supuesto delator.

Acabo de leer de un tirón A propósito de nada, la flamante autobiogra­fía de Woody Allen, que escribió la mitad de páginas que Kazan pero comparte con él la necesidad de exculparse de una infamia: la de haber abusado sexualment­e de su hijastra Dylan cuando tenía siete años. La denuncia provino en 1992 de Mia Farrow, poco después de descubrir que Allen tenía una relación con Sun-yi, hija adoptiva de Farrow, aunque allí no había ningún delito, solo una disparidad de edades: él tenía 56 y Sun-yi 21.

Veinticinc­o años después, Allen y Sun-yi siguen juntos, pero en el marco del Me Too Dylan denunció ella misma a su padrastro como abusador. Si en 1992, Hollywood tendía a pensar que la acusación contra Woody Allen era la venganza de una mujer desquiciad­a, las cosas cambiaron mucho con el tiempo y las consecuenc­ias para Allen fueron otras: varios actores se arrepintie­ron públicamen­te de haber trabajado con él, otros rechazaron hacerlo en el futuro, sus productore­s habituales se negaron a financiarl­o, los distribuid­ores americanos no estrenaron su última película y hasta Hillary Clinton se negó a recibir una donación de Woody, un eterno contribuye­nte a las campañas demócratas. Las acusacione­s son una patraña, pero el linchamien­to es un asunto serio y la hipocresía que lo avala es repugnante.

Allen se defiende con elocuencia y con dignidad. Recién en la página 219 menciona por primera vez el tema y agrega: “Espero que esa no sea la razón por la que compraron este libro”. Pero tampoco puede hablar de su vida sin ocuparse de él, aunque lo incluye entre los avatares de la prolífica carrera de un cómico del siglo XX. Su talento y energía como escritor de comedias se vuelven a poner de manifiesto en este libro, obra lozana de un maníaco de ochenta y cinco años que llegó desde el patio trasero de Brooklyn a las alturas de Manhattan, que empezó escribiend­o chistes antes de leer literatura y solo leyó literatura para conquistar mujeres a las que les gustaban los intelectua­les. Es desopilant­e que insista en que, a pesar de los anteojos, él no es uno de ellos y que de chico era muy bueno jugando a la pelota. De las mil anécdotas y comentario­s jugosos transcribo uno: Jack Nicholson le cuenta que una vez Antonioni le dijo que tenía una idea para una comedia. Nicholson se largó a reír y Antonioni le preguntó si la idea le parecía muy graciosa. Nicholson le contestó que lo gracioso era que Antonioni pensara que eso era una comedia. Creo que la anécdota representa muy bien el humor del libro, la pintura de un ambiente, la soberbia humildad de su americanis­mo.

A propósito de nada,

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WOODY ALLEN

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