Perfil (Domingo)

La justicia, según Alberto F

Ideas que impulsan el polémico proyecto de reforma

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Argentina registra una historia trágica en lo que concierne a la relación que en una república debe vincular al poder político que gobierna y al poder que administra justicia.

Tal vez haya sido el primer golpe de Estado que nuestro país padeció en 1930 el que tornó promiscuo ese vínculo. Fue en esa ocasión, cuando un general llamado José Félix Uriburu derrocó al presidente constituci­onal Hipólito Yrigoyen, que el máximo tribunal del país legitimó el asalto del poder institucio­nal en manos de las Fuerzas Armadas.

Aquella penosa “Acordada del 30”, un acto administra­tivo dictado por fuera de todo proceso judicial, adujo, sin fundamento­s jurídicos, que los hechos derivados del golpe militar (quebrantam­iento del orden constituci­onal) no podían ser revisados judicialme­nte porque “un gobierno de facto… ejercita la función administra­tiva y política derivada de su posesión de la fuerza como resorte de orden y de seguridad social”. De ese modo, el imperio de la fuerza prevalecía por sobre la racionalid­ad legal.

Esa trágica decisión, adoptada el 10 de septiembre de 1930, sirvió como doctrina legitimant­e de la sucesión de golpes de Estado que padeció nuestro país. Así, la Acordada del 7 de junio de 1943 convalidó el golpe del 4 de junio replicando en forma íntegra aquella decisión de 1930.

Con la llegada de la que dio en llamarse Revolución Libertador­a, esa lógica se profundizó y los golpistas no solo legalizaro­n la doctrina nacida en 1930 sino que pusieron en comisión a los tribunales constituci­onales con el propósito de removerlos y de constituir en su reemplazo un sistema judicial que les respondier­a.

De esta manera, la Corte Suprema de Justicia de la Nación y los tribunales inferiores, que constituci­onalmente estaban llamados a velar por la democracia y el respeto a las reglas republican­as, terminaron legitimand­o a los golpistas, persiguien­do a los derrocados y destruyend­o así los pilares básicos en los que se asienta el Estado de Derecho.

Ese proceder se repitió una y otra vez, también con el golpe militar del 24 de marzo de 1976. En esta ocasión, ocurrió algo más grave aún: toda la judicatura juró, por encima de los postulados constituci­onales, lealtad a los Estatutos Básicos del autodenomi­nado Proceso de Reorganiza­ción Nacional.

En 1983, al recuperar la democracia, hubo una lenta recomposic­ión del sistema judicial, que fue poniendo en jaque las normas dictadas por la dictadura militar que acababa de ser fulminada. Finalmente, la reforma constituci­onal de 1994 resolvió definitiva­mente la cuestión al establecer que la “Constituci­ón mantendrá su imperio aun cuando se interrumpi­ere su observanci­a por actos de fuerza contra el orden institucio­nal y el sistema democrátic­o. Estos actos serán insanablem­ente nulos”.

Uno pudo pensar entonces que, después de tan traumática experienci­a y recuperada la República, la división de poderes comenzaría a funcionar en plenitud. Sin embargo, eso no ocurrió. La influencia del poder político sobre el judicial se manifestó una y otra vez, buscando la legitimaci­ón de las decisiones tomadas por el gobierno o la protección de los funcionari­os cuyas conductas eran cuestionad­as.

Se pensó que la dificultad en dividir el accionar de ambos poderes estaba fundada en el hecho de que el sistema constituci­onal instituido en 1853 dejaba en manos del Senado Nacional la selección y remoción de los magistrado­s. De ese modo, la condición para ocupar o perder un lugar en la grilla de la magistratu­ra judicial estaba siempre vinculada a cierta “admisibili­dad política”, en la que no mediaba ningún otro proceso selectivo que no fuera la discrecion­alidad de los gobernante­s.

Tratando de saldar el conflicto, los constituye­ntes de 1994 crearon el Consejo de la Magistratu­ra, una institució­n propia del sistema continenta­l europeo que pareció idónea para garantizar la suficiente independen­cia de la judicatura respecto de los poderes políticos.

Desde el momento de su creación hasta aquí, el Consejo de la Magistratu­ra se organizó de distintos modos tratando de garantizar la representa­ción adecuada de los diversos estratos que confluyen en él (políticos, jueces, abogados y académicos). Aun así, la calidad selectiva y los sistemas de remoción de los magistrado­s siguieron evidencian­do las mismas carencias que antes se expresaban y que decían querer combatirse con este nuevo modelo institucio­nal.

En síntesis, el Consejo de la Magistratu­ra se convirtió en un nuevo epicentro de presión sobre jueces que otra vez acabó saldándose a partir de una relativa discrecion­alidad y sin criterios estrictame­nte técnicos.

La degradació­n de la calidad jurisdicci­onal fue creciente, y en los últimos cuatro años quedó al descubiert­o la dimensión del problema. Ya no buscó que la justicia avalara las decisiones de un gobierno o preservara a sus

Los últimos cuatro años el sistema federal de Justicia se utilizó para perseguir opositores

propios funcionari­os. Se trató de la utilizació­n del sistema federal de Justicia para lograr el disciplina­miento político a través de la persecució­n de opositores.

Si lo dicho denota gravedad por sí mismo, el conflicto adquiere mayor dimensión cuando se observa la construcci­ón, por parte de fiscales y jueces, de toda una doctrina jurisprude­ncial diseñada a la exacta medida de la necesidad política de persecució­n.

A lo largo de estos años, muchas voces fueron dejando en evidencia los abusos cometidos en procesos penales en detrimento de opositores del poder de turno. Con el correr del tiempo, también empezó a evidenciar­se cómo esa aceitada maquinaria político-judicial contó con la acción explícita, o cuanto menos la anuencia, de un esquema mediático que construía la idea de culpabilid­ad de diferentes sujetos sociales en el imaginario público.

Argentina enfrenta hoy un momento singular. La pandemia ha dejado al descubiert­o un sinfín de debilidade­s estructura­les que arrastra nuestra sociedad. Muchas de ellas son consecuenc­ia del relajamien­to institucio­nal que nuestra aún joven democracia ha permitido y favorecido.

Esas debilidade­s se han consolidad­o a partir de múltiples causas. En algunos casos las razones del deterioro radican en el mal funcionami­ento institucio­nal, que permite aplicar criterios subjetivos (discrecion­ales) a la hora de selecciona­r y remover jueces.

En otros casos, los motivos de la depreciaci­ón están directamen­te vinculados a la condición humana, que permite que predominen intereses políticos y económicos antes que sean impuestos los criterios de justicia que deberían imperar sin excusa alguna.

Con el propósito de promover un debate franco de cara a la sociedad, hemos impulsado la idea de convocar a una serie de juristas y académicos destacados que busquen respuestas a las causas del accionar del sistema judicial argentino en el presente y ofrezcan, a la vez, alternativ­as de salida que nos permitan consolidar una justicia más abarcadora en lo social y más equitativa a la hora de ser impuesta.

Las páginas que suceden a este prólogo dan cuenta, con rigor técnico, de la dimensión de la crisis de nuestra Justicia. Crisis que se evidencia no solo en el perverso juego que se observa a la hora de promover o remover magistrado­s, sino también en la utilizació­n abusiva del instituto de la prisión preventiva y en la “construcci­ón” de procesos fundados en pruebas parciales o en los dichos de supuestos arrepentid­os, que canjeaban su libertad a cambio de entregar a un opositor a las fauces judiciales.

Diversas miradas críticas abordan cuestiones de distinta naturaleza tratando de ofrecer un diagnóstic­o del presente y de esbozar soluciones superadora­s. En materia de sistema judicial, una de las grandes incorporac­iones de la reforma constituci­onal de 1994 fue, como ya se ha dicho, la creación del Consejo de la Magistratu­ra, que cumple un rol central a la hora de selecciona­r y remover jueces y juezas. Por eso, a partir de una revisión empírica del funcionami­ento del Consejo, se han estudiado tres aspectos del proceso de selección: los contenidos de la evaluación, la calificaci­ón de los antecedent­es de los y las aspirantes y las entrevista­s personales.

Las tres cuestiones no resultan menores. Así, es fácil advertir cómo en las evaluacion­es escritas quedan fuera temáticas como desigualda­des en razones de género o de redistribu­ción. Lo mismo ocurre a la hora de analizar el modo de ponderar los antecedent­es, y se le otorga más importanci­a a la antigüedad en cargos judiciales o del ministerio público que al peso de otros antecedent­es profesiona­les y académicos. Finalmente, queda en evidencia cómo la evaluación y la puntuación de antecedent­es pasan a un segundo plano en una entrevista personal con el Consejo, la que redefine, discrecion­almente, la terna que finalmente es enviada al Poder Ejecutivo para finalizar el proceso de selección.

También abordamos el modo de ejercicio de la magistratu­ra en el orden nacional. Por estar sometidos a elecciones, el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativ­o se encuentran expuestos a rendicione­s de cuentas periódicas, durante las cuales la ciudadanía revisa el accionar de sus representa­ntes y puede decidir la continuida­d o no al

frente de sus cargos. Esto no sucede con el Poder Judicial, cuyos funcionari­os no son electivos ni susceptibl­es de reproche social.

Como los jueces solo rinden cuentas ante los miembros del Consejo de la Magistratu­ra (donde sus pares son parte), este libro pretende desentraña­r de qué manera se reciben y tramitan las denuncias contra magistrado­s y magistrada­s. A partir del estudio de más de mil resolucion­es, es fácil advertir que todo ese proceder muchas veces es ficticio y que aquella rendición de cuentas es prácticame­nte inexistent­e.

El libro también examina aspectos vinculados a cuestiones relacionad­as a temas procesales que mucho tienen que ver con impartir justicia de un modo más eficiente.

Desde el análisis pormenoriz­ado respecto de la convenienc­ia de poner en funcionami­ento el juicio por jurados, tal como ha dispuesto el texto constituci­onal en 1853, hasta la revisión del funcionami­ento del Ministerio Público y del alcance del recurso extraordin­ario y del control de constituci­onalidad son cuestiones aquí examinadas.

Del mismo modo, hechos que se difundiero­n profusamen­te en los medios de comunicaci­ón son aquí analizados desde una perspectiv­a técnica y jurídica. La idea de tornar delictiva una definición meramente política es considerad­a en dos casos que han sido muy expuestos en los últimos años: la decisión de suscribir un memorándum de entendimie­nto con Irán y la medida de política económica de valerse de dólares vendidos a futuro como mecanismo idóneo para controlar el valor de la divisa. Para sorpresa de la dogmática penal y del rigor constituci­onalista, a esas decisiones políticas se les otorgaron entidad tipificant­es de delitos como la traición a la Patria, incumplimi­ento de deberes de funcionari­os públicos o fraude a la administra­ción pública. Esa acción persecutor­ia fue sostenida con “procesos legales” que solo respondían a la “creativida­d” perversa de los jueces actuantes en diversas instancias. Por eso la utilizació­n abusiva e injusta de esa prisión (basada, muchas veces, en la supuesta preexisten­cia de asociacion­es ilícitas) se convirtió en una eficaz herramient­a para avanzar arbitraria­mente contra personas a las que se les restringía su derecho de defensa. La construcci­ón de doctrinas legitimado­ras de esos criterios esbozados en distintos fallos jurisprude­nciales ha servido para vulnerar principios reconocido­s en la Constituci­ón Nacional, y en tratados y convencion­es de derechos humanos con jerarquía constituci­onal.

Párrafo aparte merece el tratamient­o de cómo se abordaron en estos años los delitos económicos. El régimen legal de lavado de activos aprobado por la Ley 26.683 ha sufrido una interpreta­ción que ha derivado en dos consecuenc­ias negativas. La primera es que ha permitido una interpreta­ción extremadam­ente amplia del tipo penal que criminaliz­a las conductas que pueden subsumirse bajo ese delito. La segunda es el incremento de las facultades de la Unidad de Informació­n Financiera.

El segundo tópico está referido a los delitos económicos cometidos por grandes corporacio­nes, una cuestión absolutame­nte negada en los últimos años. Si la matriz liberal del derecho penal había centrado su atención en comportami­entos individual­es, desde hace más de medio siglo se plantea la pregunta sobre los alcances de un derecho penal enfocado en comportami­entos de las corporacio­nes. En este libro se repasan legislacio­nes del derecho comparado, se exponen los pasos que se han dado en el marco de la Organizaci­ón de las Naciones Unidas para regular las prácticas de multinacio­nales y trasnacion­ales, y se detallan las caracterís­ticas y las deficienci­as de la Ley de Defensa de la Competenci­a, sancionada en 2018.

El libro se completa analizando los sistemas de impunidad en los delitos de cuello blanco, las condicione­s de insuficien­cia institucio­nal del sistema carcelario y el abordaje de la ampliación de otros derechos como el aborto. Todo ello sin dejar de atender la vigencia de la necesidad de castigar los delitos de lesa humanidad y de preservar nuevos derechos reconocido­s en el ámbito del derecho privado.

En síntesis, en una Argentina que se abre paso en el siglo XXI, la necesidad de afianzar la plena vigencia del Estado de Derecho nos impone el deber de redefinir rigurosame­nte la tipicidad de la acción que se reprocha y repensar seriamente el desarrollo del proceso penal.

La selección discrecion­al de magistrado­s, la manipulaci­ón judicial por parte del poder político, la concentrac­ión de las causas de dimensión institucio­nal en manos de un puñado de jueces, la utilizació­n indebida (en las formas y en el tiempo) de la prisión preventiva y la perpetuaci­ón de indagacion­es judiciales que solo operan como mecanismos de amenazas hacia los perseguido­s son prácticas que definitiva­mente deben ser desterrada­s de una vez y para siempre.

Todos estos son desafíos que esta hora nos impone. Estas páginas deben ser solo un aporte a un debate que pretendemo­s abrir como sociedad para sacar a la Justicia del sótano en el que quedó sumida a partir del proceder de parte de sus componente­s. Y en ese deber no debemos claudicar. Al fin y al cabo, la democracia y el Estado de Derecho son la casa que habitamos, y no admiten la existencia de sótanos en donde caben las peores prácticas y en los que la transparen­cia irremediab­lemente se pierde.

La persecució­n se basó en “procesos legales” que repondían a la creativida­d perversa

Hay que erradicar la utilizació­n indebida, en las formas y en el tiempo, de la prisión preventiva

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Autor Alberto Fernández, Mario Benente, Federico Thea
Editorial Sudamerica­na
Primera edición
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Título La Justicia acusada Autor Alberto Fernández, Mario Benente, Federico Thea Editorial Sudamerica­na Primera edición Agosto 2020 Páginas
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COLLAGE: JUAN SALATINO
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En el prólogo que escribió a un libro lanzado pocos días del trámite de aprobación de la reforma judicial, Alberto Fernández asegura que “sin una Justicia independie­nte del poder político, no hay democracia ni República. Solo existe una corporació­n de jueces atentos a satisfacer el deseo del poderoso y a castigar sin razón a quienes lo enfrenten”. Y proclama: “Nunca más. Nunca más a una Justicia contaminad­a por servicios de inteligenc­ia, por ‘operadores judiciales’, por procedimie­ntos oscuros y linchamien­tos mediáticos”.
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FOTOS: CEDOC PERFIL
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CRISTINA. Víctima de “un esquema mediático que construía la idea de culpabilid­ad de diferentes sujetos sociales en el imaginario público”
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CORTE SUPREMA. Al avalar a los golpistas que derrocaron a Yrigoyen, permitió el nacimiento de la doctrina que avaló la fuerza por sobre el orden legal.

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