Todo lo que se pudre
Los textos de la autora ponen en escena todas las identidades posibles de unos personajes en tránsito para quienes “ser boliviano es una enfermedad mental”
Tierra fresca de su tumba
Giovanna Rivero cuento
Tukson; Para comerte mejor; 98 segundos sin sombra Marciana, $ 650
La obra de Giovanna Rivero –en algún momento elegida uno de los “25 secretos mejor guardados de Latinoamérica”, que afortunadamente no quedó en promesa– es, entre muchas otras cosas, un campo minado en el que estallan todas las líneas que atraviesan su escritura, deconstruyendo lo que la antropología alguna vez llamó sincretismo. En guerra contra el exotismo (un enemigo al que a la literatura latinoamericana post boom le costó mucho vencer), sus textos ponen en escena todas las identidades posibles de unos personajes en tránsito para quienes “ser boliviano es una enfermedad mental”.
Escrito bajo la sombra de la tragedia clásica y de una de las peores tragedias personales, aquella que persigue a los sobrevivientes de un suicidio con preguntas que no tienen respuesta, la oscuridad de sus cuentos se ahonda en busca de esa sombra que diseña los contornos de unos personajes liminares –como el de la loca, la poseída o la borracha– que vienen, entre otras cosas, a despertarnos del sueño de la razón, o de aquellos que, como los muertos vivos, retornan, una y otra vez, para empujarnos al borde de nuestro propio abismo y conectarnos con la tierra como última morada.
En “La mansedumbre”, un secreto inconfesable dentro de una comunidad menonita se transforma en la hipérbole de una ofrenda a la Pachamama hecha por un descendiente originario.
El diálogo, en el segundo cuento, devenido interrogatorio, entre el sobreviviente de un naufragio y la madre de su compañero muerto reconstruye el mítico viaje griego y hace de la venganza el ritual más esperado que una madre anciana en busca de la verdad puede alcanzar.
La fascinación que la cultura oriental, en su delicada perfección, ejerce sobre Occidente describe, en la curva que va del origami –ese universo de papel– al grotesco del espantapájaros, y de la refinada crueldad oriental a un trabajo de hechicería india, las dos caras de una misma pasión por la venganza.
El regreso a la casa familiar de una expatriada con su marido yanqui y sus mellizos desata un aluvión emocional, cuando la tía enajenada revela un tabú familiar en el destino de su hijo, el “ahorcadito”, reflejado en el rostro de uno de los mellizos. Y el cuerpo de la loca, ese terreno que se disputan varias instituciones: la familia, la medicina, la psiquiatría, el patriarcado, la religión, desborda “como el arco del vómito de un hígado en metástasis”, y en el exceso de sus carcajadas demoníacas espanta las culpas por el suicidio del hijo. Los relatos alucinados de lluvias legendarias que el marido de la protagonista registra, grabando los sonidos guturales de la loca (“estábamos malditos”), conforman una suerte de realismo mágico atravesado por el horror de los cuentos de hadas, en los que aquel descubre que la evangelización jesuítica provocó en América “un arte fresco, salvaje, demasiado puro”. Casi una definición de la poética de esta autora.
El largo testimonio de la sanación a través del góspel de una sobreviviente de mil batallas frente a su comunidad religiosa resulta la excusa perfecta para relatar una historia de terror en la que la protagonista y su hermano, como los clásicos huerfanitos, deambulan por los confines del mundo para vivir en una cabaña