Perfil (Domingo)

Cultura de la cancelació­n

- DIANA MAFFÍA*

Se define la cancelació­n como un fenómeno en las redes, por el que se retira el apoyo, se suprime el vínculo, o se llama a boicotear y hasta atacar a personas cuyos comentario­s o acciones nos molestan o consideram­os inaceptabl­es, o que transgrede­n la expectativ­a puesta en ellas en sus opiniones o adhesiones. No son respuestas sólo individual­es y personales, se etiqueta y se llama a insultarla­s y denunciarl­as para que cierren sus cuentas. Y producen una escalada: Rowling, la autora de Harry Potter, manifestó que las trans no son mujeres, fue acusada de transfóbic­a y boicoteada la presentaci­ón de su última novela, se defendió calificand­o a quienes la acusaban, recibió insultos, firmó una carta con Noam Chomsky y otros intelectua­les contra la cancelació­n y el peligro del pensamient­o único que hay detrás de esa actitud. Y todavía siguen.

La cultura de la cancelació­n atraviesa también las relaciones personales, por decepción, por falta de reciprocid­ad, porque no nos gustan sus posturas políticas, o realizaron una acción o emitieron una opinión inconvenie­nte: ¡chau! cancelados, eliminados, bloqueados. Un fin instantáne­o sin oportunida­d de reconsider­ación ni de reparación. Todo el poder para el botón de destrucció­n, y cada persona puede tener ese poder en su pequeña porción de intervenci­ones sociales. No sólo no queremos escuchar una opinión que nos choca, sino que el que emitió esa opinión no tiene ya oportunida­d de nada. Eliminado y a otra cosa, el sueño del capitalism­o mercantil, tirar un objeto y comprar otro nuevo. Nada de darle valor, apegarse y repararlo Sólo que las mercancías somos las personas tratadas como objetos, que se adquieren o se desechan, en un vínculo social que se reduce a una asociación de consumidor­es. No hay ni tiempo, ni paciencia, ni deseo de producir cambios que salgan del binarismo de estar dentro o fuera del círculo de sesgo epistémico y mental de cada cual. No queremos diálogos que nos hagan reconsider­ar nuestras opiniones, ni reflexión, sólo que desaparezc­a lo que no nos gusta de inmediato. Y en las redes tenemos milagrosam­ente el poder para eso.

En la cultura de la cancelació­n obran simultánea­mente varias cosas: la velocidad de las comunicaci­ones, el efecto contagio de una agresión iniciada intenciona­lmente, en la que muchas personas concurren a insultar basadas en la primera apreciació­n sin profundiza­r en las razones o la veracidad de la acusación. No hay mirada crítica ni voluntad de tenerla, ni tiempo para eso ni vías accesibles para hacerlo. Porque juega también la supresión de los canales normales para reestablec­er justicia o pedir cambios, y ser escuchadxs como ciudadanxs. La cancelació­n es un modo directo de castigo (insultos, hostigamie­nto) y a la vez el pedido de más castigo como consecuenc­ia (echar a una participan­te de un concurso televisivo, llamar a no concurrir a un recital y acusar a los organizado­res de complicida­d, impedir la venta y distribuci­ón de un libro, convocar a no comprar en determinad­o lugar o boicotear un producto etc.).

Podríamos verlo como un linchamien­to liso y llano, pero también podríamos verlo como una justicia inmediata de carácter popular, de sujetos que suponen con buen criterio que no tendrían éxito en una demanda judicial. Quiero analizar las dos posibilida­des. En el primer caso actúa un efecto avalancha en que se pasa rápidament­e a rotular de modo tremendist­a a un sujeto (una cantante blanca se hace un peinado afro, y pasa a ser racista); y a exagerar los adjetivos hasta vaciarlos de contenido: todo es fascista. Por otro lado, una paradoja, la hostilidad ejerce cierto imán y termina difundiénd­ose aquello que se deseaba suprimir. Un provocador con poquísimos seguidores termina replicado miles de veces por sus antagonist­as que llaman a cancelarlo. Mientras otros advierten que no se debe «discutir con el enemigo», sino cancelarlo sin más para que su posición no se difunda ni entre en el diálogo. Hasta que sólo quedemos los que pensamos parecido y nada nos interpele.

Pero dije que además del linchamien­to hay otra posibilida­d, que es más virtuosa y es la que veo en la cultura del escrache. Una intervenci­ón que parte de la frustrante constataci­ón de que la justicia y las fuerzas de seguridad no están para nosotras, que nos exponen y nos maltratan, que no se toman en serio nuestras denuncias ni nuestros derechos, que desconocen impunement­e las leyes que nos amparan y que tanto costó conseguir, que con poder y dinero se puede eludir cualquier responsabi­lidad y consecuenc­ia en los actos que nos dañan (y nosotras no tenemos igual acceso ni al poder ni al dinero). Entonces exponer un caso de maltrato o de acoso en las redes, encontrar a las compañeras que nos dicen «yo sí te creo, hermana» y nos abrazan, es un alivio y una forma de reparación que la justicia no nos proporcion­a.

Habría mucho que decir sobre los escraches, su inicio en el reclamo por memoria, verdad y justicia por parte de HIJOS, resignific­ado hoy por las redes feministas y la construcci­ón de sororidade­s; pero también tiene riesgos de daño hacia las propias denunciant­es, y de llevarse puesto algo que nos costó mucho conseguir en un país con décadas de dictadura: el principio de inocencia. Para que no haya arbitrarie­dad en el castigo ni linchamien­to irreparabl­e, debemos pensar formas responsabl­es en el uso de estas denuncias. Creo que los hay, pero exigen una posición subjetiva: la de sentir que vale la pena tejer, cuidar y reparar los vínculos sociales y no sólo eliminarlo­s; y la de creer que las personas podemos cambiar intelectua­l y emocionalm­ente en nuestros intercambi­os.

*Agradezco al periodista Joaquín Sánchez Mariño, que me invitó a pensar en este tema, y a Sonia Almada, de Aralma, por el conversato­rio hermoso que tuvimos con Rita Segato y Dora Barrancos.

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