Perfil (Domingo)

Me caigo y me levanto

- GUILLERMO PIRO

La redacción estaba tal cual. Dos pilastras de madera conducían al salón, la extensa llanura, decoración solemne etcétera. Cortinados metálicos eclipsaban el resplandor intenso del mediodía. Un afiche extendido sobre una de las columnas recordaba el horario de la próxima asamblea. Fuertes luces y profundas sombras recortaban las figuras de los obreros. Un etéreo túnel anaranjado conducía a la caja blindada del gran anfitrión. Ya nadie quería escuchar viejas historias de guerra: todo el terror llegaba de los castañeteo­s. Percheros, hasta el tope de sacos e impermeabl­es, y paraguas plegables, y corbatas de saldo (llevaban prendidas las etiquetas). Un murete oscuro, cargado, ribeteado por macizos ficus enanos. Porciones de vértebras y fibras y costillas y carne se retorcían detrás de los escritorio­s. El violento paisaje se veía borroso bajo la enramada húmeda, densa además. Caras arrugadas, cuerpos preñados por las tensiones diagonales y el tedio, haciendo esfuerzos desesperad­os por respirar (caras-cuerpo). La grava asfáltica seguía resquebraj­ada por la mitad. Algunos habían perdido un ojo y hasta tres dedos de una misma mano. Otros dejaban ver sus misérrimos muñones. El traqueteo constante del teclado, las palmadas sordas con cada abrazo, carcajadas alborotada­s, el sonido latoso de los teléfonos en flor. Se percibía el intenso olor del almizcle. Sobre uno de los escritorio­s laterales había un antiguo balde de hojalata con una botella plástica dentro. El sendero apaisado jalonado por dos hileras de escritorio­s de fórmica berreta. Alejandro se sintió ligero, acaso, como si flotara de hecho. En la ribera de la monumental oficina del jefe lo atendió X, la secretaria polirubro. Espesa cabellera rojiza, ojos marrones opacos, párpados flexibles ligerament­e caídos, blusa oscura; llevaba por falda un trozo de pana gris, con graciosos grabados pardos. Estaba allí desde siempre. Detrás del ventanal, el jefe, sujeto que bebía café en cantidades industrial­es, aborrecía el fitness y los yogures light, abusaba del pastillero y era al único a quien se le estaba permitido fumar, en el baño, con la sola condición de que no dejara rastros de colillas ni de cenizas a la vista fina del resto de la tropa.

(El sueño me tironeó al sobresalto; instantes después volví a trenzarlo.)

Corrió para desaparece­r. Sobre el césped mojado, entre los campos cenagosos, senderos de asfalto, por la orilla marchita, a la vista de árboles desnudos, con ambición soberana. Atravesó el mercado y su gentío, corrió por las vías muertas del subterráne­o. Una persistent­e llovizna alejaba al mar de transeúnte­s que asiduament­e recorría la zona. La calma, el silencio y una presencia fuliginosa envolvían el entorno. Los hombres-bolsa transpirad­os (aturdidos) gritaban y cantaban el resultado, gritaban y cantaban. Una enfermera paseaba a un anciano en silla de ruedas por los senderos de rosales recién podados. Al final del camino, un racimo de piedras y por sobre éstas, el inmenso cartel de Coca-Cola que daba crédito a la megalomaní­a de la empresa: “Podemos cambiar el mundo”. La atmósfera límpida permitía contemplar un amplio riacho, tanto más extendido por el corte reciente de pastos, aires y nubes colchón. Un muchacho dejaba ver sus fauces en la orilla, aguardaba entonces el momento exacto del pique para tirar de la caña y dar con el desayuno: un simpático pescado marfil. Detrás del frondoso bosque de coníferas alzaba sus músculos de piedra la colosal estación central, con los faroles sudados. No somos más que instrument­os, construyó mentalment­e Alejandro. Tenía los labios secos, pero las manos gruesas curiosamen­te húmedas. Cruzó la calle larga y desembocó en la entrada reducida de un quiosco 24hs.

ALEJANDRO BELLOTTI

nVolví a ver Volando alto, la película de Dexter Fletcher de 2016 sobre Eddie “el Águila” Edwards, un joven británico que alcanzó la fama internacio­nal durante los Juegos Olímpicos de Calgary de 1988 como el primer británico en participar en el salto de esquí. Eddie no tuvo éxito en el sentido tradiciona­l de la palabra: llegó último, pero se ganó el cariño de todos gracias a iguales dotes de testarudez, irracional­idad, picardía, coraje y carisma. Es una típica comedia dramática, de esas que me gustan, en la que los perdedores ganan (Eddie perdió, ya lo sé, pero en su Cheltenham natal fue recibido como un héroe).

Entonces recordé un documental sobre otro saltador de esquí, El gran éxtasis del tallador de madera Steiner, de Werner Herzog (1974), que no tiene nada de comedia dramática, o que más bien no tiene nada de comedia y todo de drama. Walter Steiner es un campeón de salto en esquí suizo que en sus ratos libres se dedica a esculpir madera. Steiner se parece en varias cosas a Edwards: es monomaníac­o, no parece tenerle miedo a la muerte y sabe dominar el aislamient­o. Lo que vuelve a la película de Herzog dramática es sencillame­nte lo que desfila delante de nuestros ojos. Y además cierta capacidad alegórica de Steiner que permite extraer una enseñanza más edificante que el simple “cualquiera puede lograrlo” que dice y repite Eddie Edwards hasta el hartazgo: nadie necesita ver una película para saber eso.

Y asi terminé viendo una breve entrevista que el skater Ian Michna le hizo a Werner Herzog un par de semanas atrás. Michna leyó un libro de entrevista­s a Herzog y allí encontró una corta serie de frases que le hicieron pensar que Herzog era un skater: “Toma siempre la iniciativa”, “No es un error pasar una noche en prisión si esto significa haber filmado la escena que te servía”, “No te revuelques en tus problemas, la desesperac­ión debería ser algo privado y breve”, “Aprende a vivir con tus errores”, y otros consejos iluminados y poco moderados que a cualquiera de nosotros le parecería que están dirigidos a los tuiteros, pero en los que Michna creyó ver un manifiesto skater.

La charla es breve, dura apenas cuatro minutos, lo que basta para que Herzog dé cuenta de su amor por la prueba y el error en el skate: “Los veo practicand­o un cierto salto o deslizarse por una baranda de una escalera y lo hacen unas veinticinc­o veces y fallan. Lo hacen sesenta veces y fallan, y está bien, ustedes aceptan el error y no se rinden hasta que finalmente logran hacer bien el salto o deslizarse por la baranda y caer parados”.

Pero los puntos de contacto no terminan allí. Saqué un libro de la biblioteca y por accidente otro libro cayó al suelo. Era Doctor Zhivago, de Pasternak. La casualidad quiso que cayera abierto en una página, y como de un modo muy infantil creo en las señales, las leí. En determinad­o momento Pasternak dice: “No me gusta la gente perfecta, que nunca ha tropezado o caído. Su virtud carece de vida y no vale mucho. La vida no les ha revelado su belleza”.

El gran éxtasis del tallador de madera Steiner aumentaba su efecto con la música de Popol Vuh, un grupo musical alemán que existió entre 1969 y 2001. A Michna también debe de haberle gustado, porque en un momento le pregunta a Herzog: “Supongamos que hicieran un film sobre el skateboard­ing: ¿qué música elegirías?”, a lo que Herzog responde: “Lo primero que me viene a la cabeza es el coro de una iglesia ortodoxa rusa, porque genera una sensación de espacio y sacralidad”.

Espero que Michna y Herzog hagan algo juntos que dure más de cuatro minutos.

atravesó el mercado y su gentío, corrió por las vías muertas del subterráne­o. una persistent­e llovizna alejaba al mar de transeúnte­s que asiduament­e recorría la zona.

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IAN MICHNA.
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