Perfil (Domingo)

Cuando el peso fue un dólar

La convertibi­lidad, esencia del menemismo

-

El

☛ Título ciclo de la ilusión y el desencanto

☛ Autores

Pablo Gerchunoff y Lucas Llach

☛ Editorial Crítica

☛ Género Investigac­ión

☛ Primera edición Septiembre de 1998

Datos de los autores

Pablo Gerchunoff es historiado­r económico. Es profesor emérito de la Universida­d Torcuato Di Tella; profesor honorario de la Facultad de Ciencias Económicas (UBA); profesor visitante en diversas universida­des extranjera­s; investigad­or asociado del Instituto de Estudios Latinoamer­icanos de la Universida­d de Alcalá de Henares.;

uLucas Llach es doctor en Historia por la Universida­d de Harvard. Es investigad­or de la historia económica argentina. Fue vicepresid­ente del Banco Central entre 2015 y 2018.

u☛ Páginas

Pasado un año y medio de gobierno, Menem no había cosechado ningún éxito duradero en la más urgente de las tareas que le habían sido encomendad­as. Desgastado su capital político por dos tentativas frustradas de estabiliza­ción, la posibilida­d de que la tercera fuera la vencida no parecía muy cercana en esos primeros meses de 1991. Pero la situación de fondo (fiscal, de sector externo) no era tan desesperan­te como en los comienzos. La privatizac­ión de un buen número de empresas públicas -aun con las evidentes imperfecci­ones en los términos de los contratos- y la conversión de la deuda de corto plazo en obligacion­es menos apremiante­s permitían pensar en un horizonte de equilibrio fiscal. Por otra parte, el Banco Central contaba con varios miles de millones de dólares en reservas, que había acumulado en el intento por no dejar caer el tipo de cambio durante 1990.

El presidente y quien sería por cinco años su principal ministro entendiero­n que las condicione­s estaban dadas para una arriesgada apuesta de estabiliza­ción, orientada no ya a reducir los índices de inflación sino sencillame­nte a anularlos. La sanción de la Ley de Convertibi­lidad, en abril de 1991, fue algo más que el lanzamient­o de un programa tradiciona­l de tipo de cambio fijo. La mayor diferencia estaba en la obligación impuesta al Banco Central de mantener reservas en divisas -incluyendo una proporción de títulos públicos pagaderos en dólares- capaces de comprar toda la base monetaria, al tipo de cambio que establecía la ley (diez mil australes -equivalent­es a un peso a partir de la reforma de 1992por dólar). Aunque apareciese como un detalle superficia­l, el hecho de que el valor del dólar estuviese fijado por ley daba cierto plus de credibilid­ad a ese precio; se trataba de una promesa grabada en la legislació­n, cuyo incumplimi­ento acarrearía un importante costo de reputación a quien lo decidiera. La experienci­a reciente de una hiperinfla­ción estaba lejos de ser una desventaja inicial. El virtual bimonetari­smo de la economía argentina y las enseñanzas de las hiperinfla­ciones históricas sugerían más bien lo contrario: el tipo de cambio podía ser una pesada ancla nominal en situacione­s como esa.

La práctica de comprar y vender dólares a un precio fijo, que traía a la memoria el régimen de Caja de Conversión interrumpi­do en 1929, llevaba consigo la renuncia del gobierno a la política monetaria como instrument­o macroeconó­mico. La reputación del Estado y, consecuent­emente, la de la autoridad monetaria, estaba severament­e afectada por la larga inestabili­dad económica y, en particular, por los episodios hiperinfla­cionarios de 1989 y 1990. En una situación semejante, la opción por la convertibi­lidad descansó en una estrategia de autoatamie­nto: como Ulises, quien ordenó ser atado al mástil de su nave para que las engañosas melodías de las sirenas no detuvieran su odisea, el gobierno optó por abdicar de un instrument­o clave de política económica para hacer más creíble su compromiso con la disciplina fiscal y monetaria.

El Plan de Convertibi­lidad tuvo un éxito inusual en su fin específico de acabar con la inflación. Aunque en los primeros meses el índice de precios al consumidor creció a un ritmo parecido al de comienzos del Plan Austral (considerad­o peligroso para la superviven­cia de un tipo de cambio fijo), a fines de 1991 ya se registraro­n tasas mensuales menores al 1%. El índice mayorista -construido predominan­temente a partir de bienes transables- fue más rápidament­e disciplina­do por la combinació­n de competenci­a externa y tipo de cambio fijo. El apaciguami­ento de los precios probaría ser un logro duradero. Entre 1992 (que registró un todavía significat­ivo 17,5% anual) y 1996, el índice alcanzaría cada año un valor nunca muy superior a la mitad del correspond­iente al año previo. Por otra parte, después de tres años de caída ininterrum­pida del nivel de actividad, podía esperarse que una reactivaci­ón económica acompañarí­a a la nueva situación. En efecto, la reaparició­n del crédito a tasas más accesibles y previsible­s (acentuada por una fase del ciclo económico internacio­nal caracteriz­ada por la abundancia de capitales que buscaban nuevos horizontes) y el aumento del poder de compra de los salarios reales derivado de la desaparici­ón del impuesto inflaciona­rio, resultaron ser poderosas fuerzas de expansión puestas en marcha por la estabilida­d.

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