El mundo es un pañuelo
no sé si es porque no quiero que termine el verano, pero me aferro a la vagancia. Anoto citas en la agenda de la computadora, pero después no la consulto, las olvido o las recuerdo demasiado tarde. Aun la rutina de escribir esta columna cada quince días se me olvida. Me despierto el miércoles a la madrugada y digo: ¡no mandé la columna! El suplemento cierra el jueves pero me gusta enviarla un par de días antes para que Marta Toledo tenga tiempo para dibujar. Siempre que me atraso pienso en ella. ¿Le costará tanto como a mí, a veces, escribir? ¿O sea: dibujar? ¿O las imágenes vendrán a su cabeza enseguida mientras va leyendo lo que escribí? Ahora, por ejemplo, si yo fuera ella y el texto me llegara más tarde de lo habitual, me dibujaría a mí misma, o sea: yo Marta, tratando de ilustrar contrarreloj. Con una expresión concentrada y un poco fastidiada.
Hace años que trabajamos juntas y no la conozco a Marta. ¿Se habrá dibujado alguna vez en una escena grupal de las que ilustraron estos apuntes? Es decir: otros apuntes pero de esta sección. En cierto modo su trabajo se parece al de la traducción: poner en imagen lo que alguien escribió.
Y hablando de traducciones y de olvidos y de mi vagancia, ayer me pasó algo curioso. La hija de mi marido me mandó un wathsapp a la mañana: “Anoche soñé con vos. Me contabas que las hijas de una escritora italiana muy famosa habían leído tu libro y se lo recomendaban a su madre y la escritora famosísima quería conocerte. Y mi papá tenía un barquito e íbamos a pasar ahí el finde, jaja”. Me dio gracia el mensaje pero inmediatamente me vino a la memoria un mail de la traductora al italiano de No es un río que hacía más de una semana me había escrito con algunas consultas sobre palabras o giros que no terminaba de comprender. Busqué el mail, respondí todas sus dudas y le escribí: “Querida Giulia, te pido mil disculpas pero me había olvidado completamente de tu correo. Por suerte anoche viniste y me hablaste en los sueños de otra persona. Todo muy a tono con la novela”.
Disfruto mucho cuando llegan los correos de los traductores. Y yo misma también tengo que traducirles la palabra en cuestión pero con otras palabras en mi propio idioma. Me hacen reflexionar sobre las palabras de nuestra lengua, cómo explicarlas a un extranjero pero usando la misma lengua. Quizá parecido a cómo le explicamos a un niño el significado de una palabra nueva. En este sentido me gusta mucho la palabra “lenguaraz”, el que interpreta a otro en su lengua. Interpretar me gusta más que traducir.
Después de escribirle a Giulia me llegó un mail de Samuel Titan, el traductor al portugués, también lidiando con la misma novela. Samuel vivió algunos años en Buenos Aires y ha ido y venido muchísimas veces así que conoce bien el castellano. Nos hemos visto aquí y también en San Pablo varias veces. Aunque nos conocimos en Lisboa, los dos invitados a un festival. Él estaba traduciendo El viento que arrasa entonces. Ahora me pregunta por dos cosas: “¿Qué es un quitilipi? ¿un felino?”. Y si “tirar el espinel” significa tal cosa. Tirar el espinel, en la novela, es literal. Le cuento qué es un espinel y le mando una imagen que saqué de internet. Después me responde divertido: con tirar el espinel, me dice, se había ido para el lado del lunfardo.
Cuando tradujo El viento que arrasa recuerdo que la mayor dificultad fue en ponernos de acuerdo en qué tipos de zapatos usaba Lenny. Los zapatos tenían taco, pero los dos veíamos zapatos completamente distintos.
SELVA ALMADA
nHay una idea llamada “de los seis grados de separación” que intenta probar –y prueba– que cualquier persona puede estar conectado a cualquier otra a través de una cadena de conocidos que no tiene más de cinco intermediarios. De ese modo, en solo cinco saltos puedo llegar a tener una persona en común con un actor de Hollywood inalcanzable y envidiable, lo que no deja de ser una razón para estar alegres. Pero es más difícil dar con una persona sin que medien esos seis grados de separación, es decir, llegar a ella sin intermediario alguno, gracias a la mera pesquisa. A Laura Hall le tomó catorce años.
Perplex City es un juego lanzado en 2006 por la empresa británica Mind Candy. El juego oficialmente concluyó en 2008, pero algunos apasionados siguieron jugando, tratando de descifrar algunos enigmas que aún quedaban sin resolver. El último de estos enigmas giraba en torno a la foto de un muchacho japonés que aparecía en una de las cartas del juego, la 256. Era una selfie, y a espaldas de ese personaje había un río y una casa, acompañada por la frase en japonés: “Encuéntrame. Mi nombre es Satoshi”.
En los juegos de realidad alternativa, internet y el mundo real se cruzan: los jugadores acumulaban una serie de datos útiles (direcciones de mail, números de teléfono, sitios y blogs ligados al juego) para hacer progresos. Perplex City se basaba en un mazo de cartas, la mayoría de las cuales contenía un indicio, con distintos grados de dificultad, que conducía a encontrar un objeto, el Receda Cube, algo así como la búsqueda del tesoro pero mucho más sofisticado. En la historia del juego, un personaje, Violet Kiteway, lo había robado de la Academy Museum de Perplex City y luego lo había enterrado en un lugar desconocido. El ganador se llevaba 100 mil libras esterlinas, y terminó en 2007 con el descubrimiento del Receda Cube enterrado en un bosque cerca de Corby, una pequeña ciudad inglesa.
Pero una carta, absolutamente irrelevante para la misión del juego, había quedado sin resolver. A lo largo de estos catorce años surgieron varios sitios web para intercambiar información sobre Satoshi. Poco a poco se hicieron avances. Por ejemplo, se descubrió que la foto había sido sacada en un pequeño pueblo de Francia, en Kaysersberg, en el corazón de Alsacia. Pero luego de muchos falsos testimonios y pistas equivocadas, la community había perdido las esperanzas. Los desarrolladores del juego supieron de esta pesquisa y trataron de ayudar: Satoshi sabía que formaba parte de un juego y tenía instrucciones precisas acerca de cómo manejarse en el caso de que fuera localizado.
Uno a uno los participantes fueron abandonando, menos Laura Hall. Laura vajó a Kaysersberg, se fotografió en el sitio exacto en que Satoshi había sacado su selfie y habló del enigma en un video de YouTube. Un programador alemán, Tom-Lucas Säger, vio ese video, y usando un software muy sofisticado de reconocimiento facial en el que estaba trabajando, encontró un indicio de Satoshi en la web: una foto grupal, donde el presunto Satoshi levantaba un vaso de cerveza. La foto era de 2018 y había sido publicada en el sitio de una empresa japonesa que se ocupa de la frabricación de plásticos. Investigando, Säger pudo confirmar que la persona en cuestión era Satoshi Shimojima, director de la Tsukada Riken Industry.
Säger contactó a Laura, quien a su vez le escribió a Satoshi. Satoshi, que había accedido en 2006 al pedido de un amigo para usar una foto suya en un juego, se había olvidado del asunto. “Lo siento –dijo–, me había olvidado por completo de ese juego, ignoraba que alguien aún me estuviese buscando. Tenía que decirle algo a la persona que me encontrara, pero... ¡maldición! No recuerdo qué era. En cualquier caso el de la carta soy yo. Has resuelto el enigma”. Amo los finales felices.
Disfruto mucho cuando llegan los correos de los traductores. Y yo misma también tengo que traducirles la palabra en cuestión pero con otras palabras en mi propio idioma.
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