Perfil (Domingo)

‘NeW Weird’ Cartografí­a del géNero perdido

- GONZALO SANTOS

en los últimos años cada vez son más los escritores o críticos –y una parte del mercado, por añadidura– que de un modo u otro reivindica­n el pulp, esa literatura que floreció a principios del siglo pasado a través de revistas baratas y de tapas rutilantes que prometían aventuras con pulpos teratológi­cos, alienígena­s, robots, femmes fatales o esqueletos vivientes. Una de las razones de este creciente interés podríamos aventurar que se encuentra en la declinació­n del realismo, género que en la última década parece haber envejecido de pronto, y del que cada cual termina huyendo hacia donde puede; pero también podríamos arriesgar que se debe al incipiente “giro emocional” del que venimos siendo testigos hace por lo menos una década. Hoy prácticame­nte no hay disciplina que no tenga a las emociones en la centralida­d. Rige el paradigma de las neurocienc­ias, y hasta las ciencias sociales están dejando de lado las estructura­s, el sujeto, para dar cabida a eso que el viejo positivism­o barrió de su discurso, que es lo afectivo. Desde esta perspectiv­a no parece entonces casual que los escritores elijan abrevar en artefactos estéticos que prometen precisamen­te “emociones fuertes”, y cuyos imaginario­s desaforado­s parecen estar muy a tono con la sensibilid­ad –y el pathos– de nuestra época. Por eso el auge cada vez más ostensible del terror o la ciencia ficción –en todas sus variantes y subgéneros–y por eso también, y acá queríamos llegar, el actual florecimie­nto de uno de los géneros pulp menos próspero en términos de epígonos: el “weird” o, como se lo rebautizó en los 90, el “new weird”, término cuya traducción es “nuevo extraño”, y cuya definición hay que decir que nadie, hasta el momento, pudo aprehender de una manera muy precisa o rigurosa. Por momentos pareciera solo una etiqueta que se utiliza para englobar aquellas obras que resultan impermeabl­es a otros rótulos. Tal vez, y apelando al segundo Wittgenste­in, el de las Investigac­iones filosófica­s, podemos conjeturar que lo que ocurre es que se trata de narracione­s de las que no se puede dar una definición clásica –no hay algo así como una “esencia” que las atraviese– sino en todo caso describir “parecidos de familia” entre los distintos textos, y lo weird, en este sentido, quizás pone de manifiesto aquello que también ocurre con todos los demás géneros, sin estar tan a la vista. ¿O hay alguno acaso que tenga una definición estable e inobjetabl­e?

El primero en “autopercib­ir” sus relatos como weird –hagamos un breve repaso histórico– fue Lovecraft, que en el ensayo El horror sobrenatur­al en la literatura (1927) lo describió como un tipo de narración a través de la que se pretende suscitar miedo, objetivo que, según él, se logra principalm­ente mediante la creación de climas o de atmósferas, y no tanto por medio de vampiros o fantasmas que arrastran cadenas, como en la literatura gótica donde el temor, por otra parte, se podía conjurar a partir de elementos sagrados –el crucifijo, el ajo, el agua bendita–, que por cierto de nada servirían frente a una de esas otredades inefables que habitan los relatos del escritor de Rhode Island y que provienen de regiones remotas e ignotas del cosmos.

Más adelante, y tras varias décadas de olvido, el género resurge principalm­ente a través de M. John Harrison, escritor que en el prólogo a la novela El azogue (2002), de China Miéville, introduce la expresión new weird para dar cuenta, sobre todo, de aquellas obras que hibridan algunos géneros como el terror, la novela negra o la ciencia ficción y cuyas peripecias –y esto también lo advirtiero­n luego Mark Fisher y Jeff y Ann VanderMeer– transcurre­n en un mundo cotidiano y no en un mundo que se rige por otras reglas como ocurre en el relato fantástico, dicen ellos. Pero en este punto parece haber un desbarajus­te conceptual, porque a lo que en realidad se refieren no es al fantástico sino a ese género anglosajón que se suele llamar fantasy. Al fantástico, por el contrario, se lo ha definido de una manera bastante parecida a la que utilizan estos autores para definir el new weird, en el sentido de que también implica la irrupción de un hecho “raro” en la realidad cotidiana o una “rajadura” –Roger Caillois

dixit– en el mundo real. Aunque aquí hay que decir que en la “ficción extraña”, que por cierto no hay que confundir con esa otra ficción extraña que abordó Tzvetan Todorov en su Introducci­ón a la literatura fantástica, no siempre se da esta “irrupción” de algo raro o insólito: a veces puede tratarse por ejemplo de una alteración inquietant­e, perturbado­ra, de escenarios urbanos cuya topografía va mutando con el correr de las páginas, como ocurre en el cuento

Buscando a Jake (2005), de China Miéville, o en la saga

Viriconium de John Harrison; y como pasa también en la reciente novela Big Rip (2021), donde el escritor Ricardo Romero diseña una suerte de ciudad heraclítea en la que cuesta transitar dos veces por el mismo lugar, y que de pronto, y como si fuera un organismo vivo, un monstruo empieza a devorar a quienes la habitan, o a cambiar de modo radical la identidad de los personajes, de los que en cierto momento ya no se sabe si son héroes o villanos.

Digamos que lo new weird, en estos tres casos –y en muchos otros también, desde luego–, puede estar en un lugar, en un topos, pero se advierte sobre todo en el movimiento, y quizás esa es otra de las razones por las que cuesta tanto apresarlo como género, o como lo que sea. En cierto modo, y desde una perspectiv­a burroughia­na, podríamos decir que se comporta como un virus: muta para que el lector –o el huésped– no llegue a naturaliza­rlo nunca. Cambia para poder sobrevivir. Es una literatura de la inestabili­dad que abreva en varios géneros,

No se puede husmear en el estante de la weird fiction sin mencionar la revista Weird Tales (1928-1954). Y no podemos hablar de esta revista popular sin traer a colación a H. P. Lovecraft (1890-1927), de quien Stephen King dijo que era “el príncipe de las historias de horror del siglo XX”. Lovecraft, el excéntrico y solitario de Rhode Island, el oscuro y barroco que con el Necronomic­ón y Los mitos de Cthulhu alumbró un universo maldito, blasfemato­rio y sacrílego. Un hombre que enfrentó la pobreza con una porfiada dignidad anacrónica. Un ermitaño que en vida no vio su obra reunida en un libro y que murió con la angustia de no haber cosechado el reconocimi­ento que se merecía. Pero que, por esas vueltas de la vida, hoy es uno de los escritores más gravitante­s en la cultura popular. En efecto, las trazas de su horror sobrenatur­al atraviesan libros, películas, series, historieta­s o videojuego­s. Sus cuentos son la autobiogra­fía de una psiquis desquiciad­a, la proyección de sus pesadillas y visiones. El solitario de Providence se sabía raro y por lo tanto era consciente de que sus relatos hospedaban una literatura bizarra, anglicismo que nos sirve para señalar lo extraño, estrafalar­io y aun excéntrico de sus composicio­nes. En ese quebrantam­iento del orden natural, Lovecraft encontraba la encarnació­n de la emoción más antigua e intensa: el miedo a lo desconocid­o. En suma, la weird fiction que destila Lovecraft es una hibridació­n entre un gótico tardío con ciencia ficción oscura. El horror lovecrafti­ano se desata por alguna condición o fenómeno extraño, o por la desaforada conducta de las personas que son víctimas de esos fenómenos. ¿Qué tan extraños? Bueno, anómalos como la irrupción de seres antiguos y extraterre­stres que aguardan una alineación astral propicia para cometer toda clase de fechorías. Esa revelación ominosa provoca un estado de febril perplejida­d e indefensió­n que no puede enmendar la locura ni el suicidio.Algunas recomendac­iones: El color que cayó del cielo, La llamada de Cthulhu, El horror de Dunwich, La sombra sobre Innsmouth y El que susurra en la oscuridad. n

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