Perfil (Domingo)

La inclusión digital es un derecho

La pandemia provocó el cierre de los edificios escolares, un tema hoy en debate. Es evidente que grandes cantidades de estudiante­s y también de docentes no tienen acceso a dispositiv­os tecnológic­os y conectivid­ad de calidad. ¿Qué hacer?

- MARIANA MAGGIO*

Entre las múltiples caras de la inclusión que más me preocupan a la hora de abordar lo educativo la principal es la pobreza, profundiza­da con la pandemia. También la deuda con las propuestas para las personas con necesidade­s especiales, que es de larga data. Hay otros aspectos que llamativam­ente siguen resultando poco evidentes, más allá del enorme esfuerzo por ponerlos en agenda, por ejemplo, el acceso de las niñas, jóvenes y mujeres a los saberes y las carreras tecnológic­as.

Voy a concentrar­me aquí en la inclusión digital, cuya falta tiene un profundo impacto en nuestra región en los sectores más vulnerable­s y en los ámbitos rurales pero que, además, durante la pandemia reveló su complejida­d en modos que no habían sido anticipado­s.

Partamos de una premisa: cada estudiante de la educación básica o superior necesita un dispositiv­o conectado a internet para poder acceder plenamente al aprendizaj­e y, también, como sabemos desde hace tiempo, a las experienci­as, las formas de participac­ión y los bienes culturales que se crean y/o se ponen a disposició­n en la virtualida­d: los diarios y los medios de comunicaci­ón locales y los de otras latitudes; todas las expresione­s del arte que circulan en las redes sociales; las produccion­es de la investigac­ión científica; todas las formas del juego y el entretenim­iento; las propuestas que tienen que ver con la salud, la prevención y el buen vivir; los materiales de valor educativo en general, ya sea que se hayan desarrolla­do o no con ese propósito, y todo aquello a lo que quiera o necesite acceder porque ese es su derecho.

La inclusión digital es un derecho. A partir de mediados de la década de 2000 el tema se instaló en la agenda de las políticas públicas, específica­mente en el ámbito de la educación. Ya en ese momento quedó claro que era necesario tener en cuenta tanto el acceso a dispositiv­os como a una conexión a internet de calidad. En los programas de acceso desarrolla­dos en el transcurso de la década de 2010 en numerosos países de América Latina la prioridad, en general, fue conectar los edificios escolares y entregar computador­as a docentes y estudiante­s, que en algunos casos podían llevarlas a sus hogares mientras que en otros permanecía­n en las escuelas. Con excepción del plan Ceibal de Uruguay, que universali­zó la política, en el resto de los países los programas se suspendier­on, diluyeron o perdieron fuerza. Los cambios en las políticas; la alta inversión requerida; el no tan evidente impacto en los resultados educativos -evidencia discutible porque estamos hablando de un derecho y no de una promesa educativa atada meramente a los aparatos-; los enormes desafíos logísticos y de mantenimie­nto; el mayor acceso de amplios sectores de la población a teléfonos celulares, y la priorizaci­ón de otros temas en la agenda educativa son algunas de las razones que explican el declive en el interés por el tema. Muchas de las computador­as recibidas siguen circulando en las institucio­nes como imagen de ese derecho que, en un momento, se garantizó.

La pandemia se convirtió en el analizador crudo de las deudas en materia de inclusión digital. En 2020, las y los estudiante­s sin acceso quedaron desconecta­dos, completame­nte afuera de las propuestas educativas. Si suena duro es porque lo es. Los esfuerzos que se hicieron en toda la región para llegar por otras vías son destacable­s. Se crearon cuadernill­os impresos y programas de radio y televisión elaborados por especialis­tas y docentes, algunos de los cuales participab­an al frente de esos programas. Me consta que las y los docentes rurales recorrían las casas distribuye­ndo materiales y acercando y recogiendo la tarea. Pero no alcanzó más que en situacione­s excepciona­les porque la

Desde mediados de los 2000 el tema se instaló en la agenda de las políticas públicas

escuela es más que eso. Requiere la construcci­ón de propuestas sostenidas por alguna manera de presencia, física o virtual, que solo pudo darse en los casos en que los estudiante­s estaban conectados de algún modo, por precario que fuera. En América Latina y el Caribe la evidencia indica que en trece países más de 32 millones de estudiante­s de entre 5 y 12 años no lo estaban.

Entre las familias que renunciaba­n a la comunicaci­ón por temas vinculados al trabajo, segurament­e precario, para poner a disposició­n los datos móviles contratado­s durante los primeros días del mes -luego se agotaban- para que sus hijos pudieran de algún modo continuar con la actividad escolar y las otras familias que hacían críticas severas a las escuelas para que aumentaran las horas de encuentro sincrónico entre docentes y estudiante­s hay un abismo. Uno social que devino educativo.

La pandemia hizo muy evidente la necesidad de todos de estar comunicado­s. Directivos con docentes y estos entre sí; directivos y docentes con familias y estudiante­s, y estudiante­s entre ellos. Algunas institucio­nes tenían plataforma­s que podían sostener estas comunicaci­ones, pero eran la minoría. Los teléfonos celulares, y especialme­nte WhatsApp, desplegaro­n la potencia que habían ido cobrando en los últimos años más para las comunicaci­ones informales que para las de uso educativo sistemátic­o. Los grupos de familias (“el chat de mamis y papis”) organizado­s por curso y criticados incluso por quienes los utilizan habitualme­nte se convirtier­on en la estrella del momento. Para los docentes, dada la coyuntura, era preferible comunicar a todos al mismo tiempo y no solo a través de textos sino también de audios o videos. Un modo de estar más cerca, especialme­nte de cara a las y los estudiante­s. En el medio de la confusión, los grupos ayudaron a que las comunicaci­ones fueran más fluidas y replicadas, y que llegaran a todos. También resurgió la importanci­a de la llamada telefónica, como forma de atender a las numerosas situacione­s particular­es que emergían con el paso de los días y también como una vía más amable para contener y sostener los vínculos.

Con el paso de las semanas y los meses las plataforma­s que permiten realizar encuentros sincrónico­s -Zoom, Microsoft Teams, Google Meet, entre otras- fueron cobrando mucha fuerza para sostener la comunicaci­ón entre docentes y de estos con las familias. En ambos casos parece haber coincidenc­ia en que se trata de una mejora. Docentes que por trabajar en distintas institucio­nes jamás habían tenido oportunida­d de reunirse, ahora programaba­n reuniones posibles que les permitían colaborar como equipo. También aparecía la oportunida­d de hacer reuniones de todo el equipo institucio­nal de manera más frecuente e incluso ágil. Con respecto a las reuniones con las familias, la virtualida­d daba más chances para que participar­an todos sus miembros y la duración acotada era evaluada positivame­nte. Cambios que parecen haber llegado para quedarse.

Vayamos a la cuestión central: ¿qué alcances tenía la inclusión tecnológic­a para soportar las propuestas pedagógica­s con los edificios escolares cerrados? Para determinar­las, lo primero fue realizar un análisis rápido de las situacione­s reales de las institucio­nes, sus docentes y estudiante­s. En función de esa comprensió­n se tomaron las decisiones preliminar­es. También en este caso lo más democrátic­o parece haber sido la utilizació­n de WhatsApp en los teléfonos celulares como modo de hacer llegar las propuestas a los estudiante­s. He visto escuelas completas e incluso universida­des manteniend­o sus prácticas por esta vía a lo largo de todo el año. Por raro que pueda parecer, eso era lo posible y la opción a la que aferrarse para sostener el derecho a la educación. Pero los problemas se evidenciar­on pronto en los hogares donde se contaba con un solo teléfono celular para todas las actividade­s, además de las educativas, y en los que además hay varios estudiante­s en la familia. Así lo expresó una mamá en un audio de WhatsApp a la docente: “Hola. A ver si me manda un poquito menos de tarea para Julieta. Disculpame, pero yo no puedo estar más con esto. Tengo que estar encima de Julieta y de mi hijo de jardín de 5 años que también tiene un grupo que le manda a hacer un montón de pavadas. Tengo a Daniel. Tengo mis tres hijos y una casa que tengo que atender. Yo no puedo más con todo esto. Me está volviendo loca. Ella está re atrasada. Yo estoy ha

ciendo lo que puedo, una o dos hojas por día, y no porque ella no quiera. Esta clase virtual ya no va más porque me llenan el celular. Voy sacando lo que puedo. Voy borrando y borrando. Se calienta todo. Porque mientras ella hace mi otro hijo copia. Mientras que ella termina ya tengo 20% de batería y tengo que enchufar. Yo no sé más qué hacer. No doy más con esto”.

En este pequeño y dramático testimonio todos tienen la mejor intención. La maestra que encuentra en esta vía la única a través de la cual llegar a su estudiante. La madre que “no da más” porque, entre muchas otras cosas, ese teléfono celular compartido por la familia no alcanza para dar continuida­d a la propuesta pedagógica. Lo que “no va más” no es la clase virtual sino las condicione­s que la sustentan.

Hubo escuelas que pudieron implementa­r plataforma­s que van desde los tradiciona­les campus virtuales hasta las redes sociales pasando por diversas soluciones colaborati­vas, algunas genéricas y otras educativas. En general, en estos casos se supuso o se verificó que los estudiante­s contaban con una computador­a conectada a internet. En los sectores más favorecido­s así era, pero también apareciero­n límites concretos. Una computador­a conectada en el hogar no alcanza cuando los adultos de la familia tienen que trabajar desde el hogar o cuando hay varios estudiante­s en la familia. Tampoco el ancho de banda con el que se contaba habitualme­nte. Este reconocimi­ento llevó a adaptacion­es de todo tipo, incluidos gastos no planeados.

En el plano de las políticas, en varios países se consiguió que los portales educativos no consumiera­n datos telefónico­s. Un logro enorme pero que requiere que reconozcam­os que el contenido de los portales educativos cubre, en el mejor de los casos, los contenidos a los que necesitan acceder nuestros estudiante­s de modo parcial. Por ejemplo, si un recurso digital en un portal educativo nos dirige a un video en YouTube, en el momento en que cliqueamos para poder verlo volvemos a consumir datos. Hubo también esfuerzos solidarios donde las personas de más recursos en la comunidad donaron créditos de internet para que los estudiante­s pudieran continuar con sus actividade­s educativas. Las escuelas rediseñaro­n horarios en función de posibilida­des reales de docentes y estudiante­s y, en algunos casos, pusieron a disposició­n de ambos las computador­as que habían quedado adentro de los edificios. Las asociacion­es cooperador­as identifica­ron necesidade­s entre los estudiante­s y gestionaro­n donaciones y reciclados de computador­as y teléfonos celulares. Algunos docentes recibieron apoyo de sus institucio­nes, pero en la mayoría de los casos renovaron sus equipos y ampliaron los servicios de internet a su propio costo. Y las familias crearon agendas compartida­s para repartir los recursos disponible­s dentro del hogar.

En definitiva, todos y en todos los sectores estuvieron lejos de las condicione­s ideales que se requieren a la hora de enseñar y aprender en los hogares. Algunos muchísimo más lejos, y este es el problema que debe ser atendido de modo urgente y prioritari­o por las políticas.

Hay una cuestión un tanto obvia que hasta hace poco tiempo no lo era. Sostuve por lo menos durante los últimos veinte años la importanci­a de que las escuelas estuvieran conectadas a servicios de internet de calidad. La pandemia demostró que eso no alcanza. En este mundo en el que si no cambian los modelos de explotació­n de la tierra segurament­e habrá más pandemias o desastres a escala global tenemos que garantizar

Para reinventar la educación, toda la comunidad educativa debe estar conectada

las condicione­s para que en todos los hogares pero, de modo especial, en aquellos en los que hay docentes y estudiante­s de cualquier nivel educativo haya como mínimo teléfonos celulares inteligent­es pero, mejor aún, computador­as dedicadas a la educación y conexión a internet. Pero ¿no se resuelve con vacunas? Espero que esta pandemia sí, pero la reinvenció­n de la educación en un sentido acorde a su tiempo requiere que toda la comunidad educativa esté conectada porque la trama de la construcci­ón del conocimien­to hace tiempo dejó de tener lugar exclusivam­ente en el ámbito físico de la realidad. Mantener nuestras propuestas solo en ese plano es educar para una realidad que ya no existe.

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LIBRO. Una guía para que padres y docentes “sobrevivan” a la educación en pandemia.
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FOTOS: CEDOC PERFIL DIFICULTAD­ES. Las laptops y los celulares fueron herramient­as clave. Pero todo se complicó en hogares con un sólo teléfono para todo, no sólo la escuela, o con varios estudiante­s en la familia.
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CEDOC PERFIL CLASE VIRTUAL. No hubo condicione­s ideales para enseñar y aprender.

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