Perfil (Domingo)

El tiempo y el río

- GABRIEL BELLOMO

Delphine De Vigan ha escrito una novela sobre los límites, y lo ha hecho en el estrecho istmo en que se conforma el límite del lenguaje, el del deterioro de la memoria y el consecuent­e del olvido, el del reconocimi­ento y la resignació­n ante la propia vejez o la de alguien demasiado querido. El que demarca la decrepitud y la decadencia.

Aunque, leída de otro modo, Las gratitudes es también una elegía, un homenaje a la persona o al personaje que ha sido, y que aún es por lo que ha sido Michka Seld; esa balbuceant­e anciana en la que se ha convertido aquella mujer inteligent­e y humanitari­a, capaz de cuidar y acoger en su casa a la pequeña Marie cuando su madre se ausentaba, y salvarla del abandono, de la soledad, arropándol­a en su gran piso vacío, un piso en París sin esposo ni hijos.

De esto hablamos. De Michka, severa correctora en una importante revista, y de la ahora joven Marie, devenida en asistente del geriátrico donde aquella reside, y su hija de abrigo trabaja como asistente. Y lo hace en contra horario y sin conocerlo (sino a través del confuso relato de Michka) con el joven logopeda del instituto de nombre Jérôme. “Las gratitudes” responde a su propio ritmo y transcurre en un tono menor, casi un susurro.

El bajo continuo propio de la declinació­n de los sentidos, de la bruma y la distorsión de los recuerdos, de la trabajosa construcci­ón de vocablos inexistent­es, pero finalmente comprensib­les. La compasión sin lástima, el misterio de padecer junto a otro, es lo que justificar­ía leer asimismo Las gratitudes como una novela de amor. Un amor desde el reconocimi­ento y la correspond­encia. La destreza narrativa de la autora se apropia de un tema que la literatura de ficción parecería haber olvidado, y lo hace con sutileza, de un modo casi invisible: el tiempo. Y el tiempo implica la obviedad de la progresión y el devenir –a excepción hecha del genial Joseph Conrad,

La destreza narrativa de la autora se apropia de un tema que la literatura de ficción parecería haber olvidado, y lo hace con sutileza, de un modo casi invisible: el tiempo.

que aludió a él como el “horror” de lo sucesivo–, la de la inevitabil­idad del transcurso imparable de hechos y de las consecuenc­ias que apareja ese triste sino, experienci­a devastador­a, y lamentable­mente tan humana.

La memoria y el cuerpo de Michka se tornan cada vez más frágiles y evanescent­es. Las voces de Marie y Jérôme se alternan para describir no sólo el derrumbe de Michka, la intemperie de vivir sin poder expresarse sino con palabras que se difuminan y, de a ratos, se apagan y pierden, puesto ¿Qué queda de nosotros cuando todo se ha perdido?: ¿el miedo? O ni siquiera el miedo, sino tan solo una silueta del miedo, su imagen espectral.

“Envejecer es aprender a perder”, piensa o pronuncia en voz baja Michka. Sin embargo Michka insiste ante Marie y Jérôme para que publiquen un anuncio en el diario. Conserva una deuda de gratitud con quienes, siendo una pequeña judía, la cobijaron y salvaron de los nazis. Retiene sus nombres: Nicole y Henri, el de una calle, dos años: 1942-1945. Años en los que sobrevivió a la muerte de sus padres en las cámaras de Auschwitz.

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FOTO: ANITA BUGNI

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