El tiempo y el río
Delphine De Vigan ha escrito una novela sobre los límites, y lo ha hecho en el estrecho istmo en que se conforma el límite del lenguaje, el del deterioro de la memoria y el consecuente del olvido, el del reconocimiento y la resignación ante la propia vejez o la de alguien demasiado querido. El que demarca la decrepitud y la decadencia.
Aunque, leída de otro modo, Las gratitudes es también una elegía, un homenaje a la persona o al personaje que ha sido, y que aún es por lo que ha sido Michka Seld; esa balbuceante anciana en la que se ha convertido aquella mujer inteligente y humanitaria, capaz de cuidar y acoger en su casa a la pequeña Marie cuando su madre se ausentaba, y salvarla del abandono, de la soledad, arropándola en su gran piso vacío, un piso en París sin esposo ni hijos.
De esto hablamos. De Michka, severa correctora en una importante revista, y de la ahora joven Marie, devenida en asistente del geriátrico donde aquella reside, y su hija de abrigo trabaja como asistente. Y lo hace en contra horario y sin conocerlo (sino a través del confuso relato de Michka) con el joven logopeda del instituto de nombre Jérôme. “Las gratitudes” responde a su propio ritmo y transcurre en un tono menor, casi un susurro.
El bajo continuo propio de la declinación de los sentidos, de la bruma y la distorsión de los recuerdos, de la trabajosa construcción de vocablos inexistentes, pero finalmente comprensibles. La compasión sin lástima, el misterio de padecer junto a otro, es lo que justificaría leer asimismo Las gratitudes como una novela de amor. Un amor desde el reconocimiento y la correspondencia. La destreza narrativa de la autora se apropia de un tema que la literatura de ficción parecería haber olvidado, y lo hace con sutileza, de un modo casi invisible: el tiempo. Y el tiempo implica la obviedad de la progresión y el devenir –a excepción hecha del genial Joseph Conrad,
La destreza narrativa de la autora se apropia de un tema que la literatura de ficción parecería haber olvidado, y lo hace con sutileza, de un modo casi invisible: el tiempo.
que aludió a él como el “horror” de lo sucesivo–, la de la inevitabilidad del transcurso imparable de hechos y de las consecuencias que apareja ese triste sino, experiencia devastadora, y lamentablemente tan humana.
La memoria y el cuerpo de Michka se tornan cada vez más frágiles y evanescentes. Las voces de Marie y Jérôme se alternan para describir no sólo el derrumbe de Michka, la intemperie de vivir sin poder expresarse sino con palabras que se difuminan y, de a ratos, se apagan y pierden, puesto ¿Qué queda de nosotros cuando todo se ha perdido?: ¿el miedo? O ni siquiera el miedo, sino tan solo una silueta del miedo, su imagen espectral.
“Envejecer es aprender a perder”, piensa o pronuncia en voz baja Michka. Sin embargo Michka insiste ante Marie y Jérôme para que publiquen un anuncio en el diario. Conserva una deuda de gratitud con quienes, siendo una pequeña judía, la cobijaron y salvaron de los nazis. Retiene sus nombres: Nicole y Henri, el de una calle, dos años: 1942-1945. Años en los que sobrevivió a la muerte de sus padres en las cámaras de Auschwitz.