Perfil (Domingo)

EL mecanismo Guebel

- OMAR GENOVESE

Con una obra sólida y en constante ebullición, daniel Guebel es uno de los protagonis­tas más prolíficos de la literatura argentina contemporá­nea. autor de novelas, cuentos, piezas teatrales y guiones cinematogr­áficos, es, además, depositari­o de los principale­s premios nacionales y cuenta, sobre todo, con una comunidad de lectores fieles que celebran cada una de sus publicacio­nes. para ellos, en esta entrevista adelantamo­s sus próximos libros: un ensayo y dos novelas.

En las últimas cuatro décadas, Daniel Guebel dio a conocer un texto por año en promedio. Incursionó en novela, cuento, teatro y guiones de cine. En 1990 obtuvo los premios Emecé de novela y el segundo puesto en el Municipal de Literatura por La perla del emperador. En 2017, por El absoluto, obtuvo el Premio Literario Academia Argentina de Letras Género Narrativa (2014-2016) y el Premio Nacional de Literatura, categoría Novela, al año siguiente. Hoy existen tres publicacio­nes de Guebel por llegar: “Cómo se (me) escribiero­n mis primeros veinticuat­ro libros, ensayo autobiográ­fico literario para la colección Lectores de Ampersand; El sacrificio, novela que transcurre en la URSS durante el período stalinista, este año o el próximo en Eterna Cadencia; y

Paranoia, novela compuesta de tres relatos entrelazad­os, donde discurren los tormentos amorosos, psíquicos y políticos de aquí a la China”.

Durante esta trayectori­a, los vientos sobre el campo cultural fueron crudos, erosionand­o el oficio de escritor hasta un hoy donde la lectura aparece como anomalía social: lo digital no avanzó sobre el libro sino sobre los lectores. En el salto entre dos siglos, Guebel llevó a cabo una obra cuya matriz ofrece conocimien­tos –generosa sabiduría– en un mecanismo que hace de cada libro una obra única. Y en el centro de ellos habita cierto combustibl­e, la gema que impulsa, el enigma de Rosebud. El efecto: cada novela resulta deriva de cierta distorsión de otra suya, de esta manera la última, Un

crimen japonés, tal vez sea precursora de la primera. Hablamos con él sobre estas y otras paradojas.

—¿Qué novela te dio ganas de empezar a escribir?

—Ninguna en particular, que yo recuerde. Lo primero que leí fueron revistitas de historieta­s.

—En las historieta­s predomina el habla popular, el chiste, la ironía, pequeñas cápsulas de lenguaje. Y cuando construís los diálogos eso aparece. ¿Cómo ocurre?

—Puede que en las historieta­s locales predominar­a la avivada y el habla popular, pero las primeras lecturas que hice pertenecía­n a la historieta de traducción mexicana, las del universo de los héroes y superhéroe­s dotados de poderes, con sus propias diferencia­s y sus propias onomatopey­as. Superman, el hombre de hierro, tiraba más a lo épico y a lo especulati­vo, la fortaleza de la soledad, el mundo bizarro, Kriptón encerrado en una botella; Batman era a la vez cómico y siniestro, con toques pop que se intensific­aron en la serie televisiva; los héroes de poderes reducidos estilo Flash o Atom tenían un lenguaje puramente instrument­al, en mi recuerdo. Yo quería ser Linterna Verde con mayor autonomía, y El Hombre Elástico (ya estaba dispuesto a ser el amante perfecto para las distintas demandas femeninas). Después aparecen, en superposic­ión pero sin matrimonio, Patoruzito, Isidorito, exacerbaci­ones cómicas de la gauchesca, la tilinguerí­a y la oligarquía (Patoruzito, el indio bueno y millonario; Isidoro, el vividor y pícaro playboy; el pundonoros­o Coronel Cañones, milico anacrónico y estrella del superyó), y la estupidez hagiográfi­ca de Billiken. Todo eso, primeras instancias de lectura, combinadas con las historieta­s de las contratapa­s de los diarios: Lindor Covas, el cimarrón; la terrible Ayesha y el puente de fuego…

—¿Y la tradición literaria argentina, cómo gravita, qué es lo que considerás incorporad­o a tu

“Debo aceptar que no soy mi escritor favorito. Trabajo para lograrlo, a veces creo que lo conseguí, aunque a la larga siempre me mantengo inmune a mis propios encantos.”

escritura y qué se filtra por debajo de ella? Y en esto, ¿qué fue valorado y qué no, qué fallas de lectura ocurrieron allí?

—Hay que citar lo que desapareci­ó, porque ahora parece como un continente perdido. En casa se recibían los libros de Eudeba, y recuerdo, es una memoria viva, El gaucho Martín Fierro en tamaño extra grande e ilustrado por Carlos Alonso. Ahí tal vez está todo lo que puedo pensar como incorporad­o. La voz, que es un efecto de lectura que suena al oído, de Martín Fierro, sentencios­o y quejoso, el narrador que siempre se va yendo, y por otra parte la del Viejo Vizcacha, una voz distinta, que prefigura la de Juan Perón. Esa es mi tradición literaria argentina de origen. El resto (el Fausto criollo, Moreira), viene después, se va sumando. No sé si algo de eso se filtra en lo que escribo. Parecés tener una teoría que no formulaste. Podría formular una teoría absurda, se me acaba de ocurrir. Soy un hijo bastardo y extraviado de José Hernández (que de gauchos sabía apenas más que yo). En mis libros circula la melancólic­a voz quejosa de Martín Fierro y la ironía y el humor del Viejo Vizcacha. Por lo menos, algo de eso habrá en La

vida por Perón y en La carne de Evita, mis libros “peronistas”.

—Me pierdo en teorías inútiles. La que viene al caso es orillera porque esa melancolía en “Un crimen japonés” también es tanguera. Hay bulín, pasión de la naifa, lagrimeo del personaje, Tanaka, por el abandono. Es como si te hubieran “tangueado” los nipones del año 1300 de manera premonitor­ia.

—Sí, Yutaka Tanaka tranquilam­ente podría cantar la primera estrofa de Percanta, como una especie de Julio Sosa ponja. “Percanta que me amuraste/En lo mejor de mi vida/Dejándome el alma herida/Y espina en el corazón/Sabiendo que te quería/Que vos eras mi alegría/Y mi sueño abrasador/Para mí ya no hay consuelo/Y por eso me encurdelo/Pa’olvidarme de tu amor”. De hecho, cuando chico yo esperaba que mis padres se fueran a dormir y encendía a un volumen bajísimo el Wincofón y lo escuchaba. Sosa, el Varón del Tango, era mi favorito, no el nasal y gangoso de Gardel.

—¿Cuál fue tu primera escena de escritura, la condición en que hiciste abstracció­n de todo para escribir y al terminar surgió la certeza: soy escritor? ¿Y en cuál dudaste de todo?

—Supe que era escritor apenas aprendí a leer, no necesité escribir nada. Claro que empecé a dudar cuando empecé a escribir. Porque entre lo que uno leyó y lo que uno escribe hay una diferencia, que en el fondo establece uno mismo. La idiota competenci­a por la primacía universal, etcétera. En mi caso, y por mucho que quiera apreciarme, y que no tengo más remedio que hacerlo porque soy la persona más cercana a mí mismo, debo aceptar que no soy mi escritor favorito. Trabajo para lograrlo, a veces creo que lo conseguí, aunque a la larga siempre me mantengo bastante inmune a mis propios encantos y a la vez sorprendid­o de que nadie más que yo caiga rendido ante ellos.

—Vayamos a la literatura universal, ¿qué autores y libros son los que están presentes en tu lectura y escritura como recuerdo recurrente, aquellos que te producen fascinació­n? ¿Algún texto de estos sirve de bálsamo en la relectura?

—A Borges lo visito bastante seguido. Después, en salteado acronológi­co, frecuento de memoria a Cervantes, Petronio, Sterne, Henry James, Stendhal, Flaubert... Y Mika Waltari. El anteaño pasado tuve, de pronto, una terrible nostalgia de Benjamin Constant y corrí a la biblioteca a leer la semblanza que escribió sobre él Chitarroni en sus

Siluetas, y después me compré su Cuaderno rojo (que no había leído) y escribí una novela constantin­esca. No podría haber escrito Un crimen japonés si no hubiese leído y releído La historia secreta del señor de Musashi, de Junichiro Tanizaki. La novela que estoy escribiend­o ahora (casi como siempre, sobre un asunto del que ignoraba todo) debe buena parte de su malevolenc­ia a la lección de intriga epistolar de Las relaciones peligrosas, de Choderlos de Laclos.

—En tus libros es evidente la curiosidad por todo tipo de saber. Si hacemos un mapa de tal inquietud, es una búsqueda entre enciclopéd­ica, sociológic­a y política, o casi entomológi­ca.

—Sí, por supuesto, la curiosidad por saber cómo funciona algo, cuál es su mecanismo y con qué se relaciona. Cuanto más ignoro del asunto, mejor para empezar. Después, sí, hago algunas búsquedas. Me asombra bastante que me salgan libros “de investigac­ión”, pero al mismo tiempo es comprensib­le, porque soy un ignorante funcional, una especie de bestia ávida. Quiero aprender sobre lo que no sé, pero no para saberlo, sino para usarlo. Y esto está relacionad­o (de

nuevo) con la infancia. Cuando decidí o supe que era escritor, pasé de buen alumno a pésimo, no aprendí nada, absolutame­nte nada, desde segundo grado y hasta los cinco años que hice al pedo en la facultad. O aprendía sin saber. Solo era consciente de escribir y de leer literatura. Pero en algún momento esa desidia o esa pérdida de tiempo me llevaron a “reponer el saber”, aprender de nuevo en mi escritura. Doy un solo ejemplo: cuando escribí mi segunda novela, La perla del emperador, trabajé las descripcio­nes, los paisajes, el exotismo y la morosidad de ciertos momentos narrativos que no había sabido apreciar cuando devoraba la saga de Sandokán, en la que, por la pasión del folletín y la aventura, salteaba esos momentos y consumía solo la acción. Por supuesto, el asunto se vuelve más complicado cuando me siento a escribir El absoluto o Un crimen japonés. El saber no es anterior y está olvidado, sino que tengo que ir por zonas que ignoro. Esas zonas se expanden por pura lógica novelesca, derivativa y asociativa. Son libros muy distintos, claro, y los saberes que requiriero­n también lo son.

—¿Cómo surgen y se expanden estos saberes? ¿Cómo funciona el mecanismo Guebel con ese objetivo?

—La expansión, me parece, es el punto central. Tengo la sospecha de que el proceso de la escritura es homólogo, a pequeña escala, del funcionami­ento cardíaco, sístole y diástole, y a escala cosmológic­a del funcionami­ento de la expansión inicial y contracció­n final del universo. Claro que en la literatura pueden aparecer los dos movimiento­s, o parece que lo hicieran, a la vez. Uno como procedimie­nto y otro como enunciació­n de ese procedimie­nto. Digámoslo más fácil. Cuando el viejo hijo de mil putas de Borges, maestro absoluto, escribe ese bólido extraterre­stre, Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, pone en evidencia que puede condensar en pocas páginas una de las novelas más complejas del mundo: la filosofía idealista, con sus mapas y su sistema orográfico y su lenguaje y su moneda y su arte y su política. Pero a la vez, nosotros transitamo­s un proceso de lectura que es completame­nte derivativo y expansivo, la lectura y comprensió­n de ese texto pertenece al orden de los años, con revelacion­es parciales y sucesivas, no se lee de una vez. O, para dar otro ejemplo con el mismo autor: El jardín de senderos

que se bifurcan. Cuando Borges se refiere al Laberinto que hace años escribió el honorable Ts’ui Pën, narra la expansión interminab­le y complement­aria y contradict­oria de una novela que es una serie infinita, tal como Leibniz nos cuenta que Dios nos entregó el mejor de los mundos posibles luego de manejar una serie infinita de mundos que no son el nuestro, y que tal vez son apenas un grado menos

“Cuando decidí o supe que era escritor, pasé de buen alumno a pésimo, no aprendí nada desde segundo grado”

buenos. Y ahora vamos a mí. Hace unas décadas, en esa búsqueda sobre lo que no conozco y no me resulta fácil acceder, yo revisaba las librerías de viejo de Corrientes y cada tanto me compraba algunos libros de filosofía de los que por lo general, por carencia de aprendizaj­e del sentido de los términos de esos discursos altamente especializ­ados, y de sus relaciones, solo leía sus prólogos, y preferente­mente aquellos que no explicaban la filosofía del autor sino que contaban su biografía. Había excepcione­s. Los presocráti­cos, más poéticos y proféticos, con la dicha de los movimiento­s iniciales del pensamient­o, me eran muy cercanos. Bien. Una vez, en una de esas búsquedas, compré a un precio muy convenient­e un libro de tapa azul cuyo título inextricab­le me despertó, más que curiosidad, excitación. Era la Monadologí­a, del ya citado Leibniz. Como siempre, no pasé del prólogo, y aún hoy creo que no leí ni una página de esa obra del autor, pero el prólogo dijo lo que yo estaba buscando. Mónadas eternas que flotan

como átomos incontable­s en el aire quieto. Para Leibniz, por lo que sé, esas mónadas no entraban en contacto, no tenían ventanas. Pero yo ya había derivado y asociado con esas burbujas, esas pompas de jabón o detergente que soplan los niños en los aros de metal y que brillan y se expanden hasta alcanzar su forma, pero antes de alcanzarla nacen unas de otras, se van desprendie­ndo y se expanden, y duran lo que duran y después revientan. Y yo pensé: “Esa es mi forma y así quiero escribir”. Y es lo que estoy haciendo. Y otra cosa: tal vez el universo se parezca más a mis mónadas, que son una monada, que a las de Leibniz, porque ahora se piensa en universos múltiples, colindante­s, interpenet­rantes, cuyas formas no terminamos de capturar y que nosotros habitamos en una fugacidad abismal, sin darnos cuenta.

—Aquí Laclos y Borges producen la infamia. Pero en acción, construyen­do un destino donde ambición, deseo, esa cosa irrefrenab­le, evocan cierta fabulación que implican esas burbujas mononas que representa­n la deriva de la deriva en la narración. Tu “forma” es una especie de narración infinita.

—Completame­nte de acuerdo. El sueño perfecto de la narración infinita. Después, se hace lo que se puede y no hay nada hecho que se pueda comprar… Por supuesto, mis lecturas son muy distintas de las de Borges. Es cierto que Laclos convirtió en arte la infamia y la miserabili­dad, por goce privado o por voluntad de “denuncia”. En cambio, en Borges, la infamia está puesta como antítesis del mérito ético del valor físico. Es lo que menos me interesa de él, toda esa pavada genealógic­a de tatarabuel­os suyos que pelearon y perdieron gloriosame­nte, esa ensaimada de cuchillero­s y de cuchillos que pelean solos. Como todo tótem, Borges despierta amor y rencor. Cuando escribo una novela, también le estoy diciendo: “Ah, vos no podías escribir una novela, ¿no? Bueno, yo sí”. Claro que él, enterrado en Ginebra y con vos ídem, también podría contestarm­e: “¿Pero vos leíste mis cuentos y leíste los tuyos, pibe?”.

—Es notable el uso de distintos géneros. La crónica histórica, el policial, el misterio, lo fantástico, no compiten entre sí, más bien son cómplices. ¿Cómo es que todos concurren y entrelazan cierta armonía en

las novelas? ¿Cuál sería el criterio y la finalidad de esto? ¿El género único fracasó como recurso para la escritura?

—Un crimen japonés se llamaba originaria­mente Shibari porque la imaginé como un sistema de entrelazam­ientos y ataduras que envolvía al joven señor feudal Yutaka Tanaka en una serie de enigmas que no podía resolver (el enigma mayor que significan las mujeres, el motivo del asesinato de su padre y la identidad del criminal, los secretos de la política, el arte de la guerra, el misterio de los autómatas, el sueño de la inmortalid­ad, la identidad personal y el sentido de su propia vida; en suma, su propio destino), tal vez es coherente con ese sistema que no busqué, sino que se me impuso, de un entrelazam­iento que no obrara solo sobre el protagonis­ta sino que también abarcara y envolviera los géneros literarios. No es que el género único haya fracasado, porque los libros de mayor circulació­n, por lo general, responden a géneros cristaliza­dos como la novela de amor, la novela de aprendizaj­e, la novela policial, la novela de terror... libros donde el lector encuentra de antemano lo que fue a buscar, donde se satisface en la reiteració­n tópica del género principal y goza de la variación del detalle narrativo y de las particular­idades en el tono que le impone cada autor. Así que diría que, contra la ilusión radical de las vanguardia­s, lo único que triunfa es la repetición, y a los que buscamos nuevos caminos o estamos condenados a explorarlo­s… que nos parta un rayo. En cuanto a mí, ese enlazamien­to puede haber sido llevado a un extremo (sedoso, como una cuerda que ata a la amada) en

Un crimen japonés, pero la verdad es que siempre mis novelas empiezan “pareciendo” algo y después se convierten en otra cosa. De la comedia al drama, del amor al género psicológic­o y de allí al fantástico. Mi impresión es que trabajo sobre la base de combinacio­nes de elementos cuyas recetas no conozco de antemano y cuyas combinacio­nes posibles se me ofrecen durante la escritura.

—La irrupción de la invención y el equívoco en las tramas produce sorpresa y luego la aceptación del lector, esto causa un efecto extraño, ¿ocurre que en algún punto el texto se te escapa de las manos? O al escribir, ¿llegás a un punto en que el texto genera su propia gravedad?

—Personalme­nte, no veo el sentido de escribir un libro si el libro no se transforma en el camino y no me transforma a mí y a lo que creo que es la literatura y cómo se escribe. Eso, supongo, es lo que vos llamás “generar su propia gravedad”. Siempre

el libro se escapa de las manos, cuanto más lejos de la intención inicial, mejor. Si no, ¿para qué escribirlo?

—En “El caso Voynich” está lo intraducib­le, que también lleva a lo incomprens­ible. ¿Existe también algo que sea innombrabl­e, inenarrabl­e? ¿Enfrentast­e algún tipo de imposibili­dad hasta abandonar algún proyecto?

—En el mejor de los momentos, la escritura de un libro excede nuestra propia inteligenc­ia. Más de una vez, releyendo o corrigiend­o, me encontré con algún párrafo que no entendía. ¡Claro que es posible que lo haya levantado de alguna parte y no lo recordaba! La aspiración de máxima es siempre lo inaccesibl­e, lo irreductib­le, lo inenarrabl­e. Como escalar el Everest o construir un monumento solitario, una cosa monstruosa, extraordin­aria. Por supuesto, después hacemos lo que podemos y también queremos la belleza, el cincelado, la forma suave. Por eso escribo novelas, para no perderme nada de aquello a lo que puedo acceder, o más bien a lo que sueño que podría alcanzar.

—En “Un crimen japonés”, el funcionami­ento corrupto de la corte emula la prebenda argentina. Y así algo del Renacimien­to aparece en la Antigüedad, como los autómatas. Entonces, ¿en qué momento está escribiend­o Guebel? ¿Esta última novela la escribiste antes o después de la primera? ¿“Enana blanca” no es la segunda? ¡Al publicar alteraste la cronología!

—Sí, la literatura como cinta de Moebius. Un circuito infinito, un retroceso infinito hacia el punto de origen, una salida hacia cualquier parte. La literatura como Los autos locos, en viaje hacia ninguna parte. Valga la aclaración: ya había autómatas en la antigua Grecia…

—También se les llama autómatas a las estatuas de algunos dioses más antiguos, pero ahí se escondían los sacerdotes para impresiona­r a los creyentes. ¿El escritor es el sacerdote oculto detrás de un artilugio?

—Sí, claro. Los sacerdotes de Amón se escondían dentro de las estatuas huecas de bronce para que el eco de su voz rebotara y los fieles creyeran en sus profecías. Sí, como los de Amón, un sacerdote que produce milagros ficticios en la mente del lector, con los escarabaji­tos de las letras.

“Mi impresión es que trabajo sobre la base de combinacio­nes de elementos cuyas recetas no conozco de antemano.”

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Al referirse a sus lecturas habituales, dice: “A Borges lo visito bastante seguido. Después, en
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ALEJANDRA DEL CASTELLO TEATRO. Escrita por Guebel, Dos cirujas se estrenó en el CCRRRojas.
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EXPERIENCI­AS.
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ARTEFACTO. Apenas un puñado de títulos que nutren su vasta obra. Un crimen japonés es su última novela. INICIOS.
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salteado a-cronológic­o, frecuento de memoria a Cervantes, Petronio, Stendhal y Flaubert.
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El acercamien­to de Guebel a la literatura fue a través de historieta­s que consumía durante su infancia: de Patoruzito a Batman y Flash.
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