Bajo el volcán
“Una nube negra y terrible, desgarrada por llamas serpenteantes de fuego, se abría en amplios destellos de fuego: parecían llamaradas, pero eran más luminosas. Después de poco tiempo esa nube se bajó hacia la tierra y cubrió el mar. Escuché los gemidos de las mujeres, los gritos de los jóvenes, el clamor de los hombres: unos buscaban a sus padres, otros a sus hijos”. Así describe Plinio el Joven la erupción del Vesubio el 24 de agosto de 79 en una carta que le escribe a su amigo Tácito.
Irónicamente, al día siguiente de la Vulcanalia, festividad anual de la Roma Antigua para rendirle culto al dios del fuego Vulcano, Pompeya y Herculano fueron sepultadas por las dos fases en las que se desarrolló la erupción. A su vez, esta catástrofe no sólo es una de las más famosas de la historia ni la primera de las varias decenas de veces que el Vesubio mostró su furia.
Es, también, un capítulo de la historia del arte.
Porque pintores italianos e ingleses pasaron largas temporadas en la zona, si no es que nacieron allí, pintando esos paisajes y haciéndose muy populares. A su vez, el volcán representa una escena de paisaje pero también una reflexión estética y filosófica: para Longino, un pensador griego, lo sublime era una belleza extrema hasta el punto de causar dolor. Kant distingue lo bello, que lleva a la contemplación reposada, de lo sublime que es extremo, agita al espíritu y necesita de la cultura para su experimentación.
En la carta a Tácito, Plinio el Joven no sólo le cuenta su visión privilegiada de testigo ocular del primer rugido del volcán sino la decisión de su tío, Plinio el Viejo que, como hombre culto y curioso, decidió verlo más de cerca, desde la costa de Miseno, y morir en el intento. Alguien que intuyó lo absolutamente grande en ese preciso momento.n