Perfil (Domingo)

Vida y obra

- POR QUINTíN

Creo que vi a Juan Forn dos veces en mi vida. La primera fue en los noventa. La segunda fue en este siglo, cuando coincidimo­s en una librería, después de que sufriera una terrible pancreatit­is y se mudara a Villa Gesell. Me acuerdo que lo escuché decir que la enfermedad lo había hecho buscar un espacio de más libertad y menos tensiones. Por entonces, Forn empezó a publicar sus justamente celebradas contratapa­s en que luego se editaron compiladas en cuatro volúmenes. En ellas inventó o redescubri­ó un género entre la ficción, el ensayo y la nota periodísti­ca. Los escritores entraban a los textos de Forn como nombres no del todo conocidos por el lector y salían de ellos provistos de un aura legendaria. Así le puso su sello al género y lo llevó a la excelencia.

En 2017, con la publicació­n de Crónica de mi familia de Vasco Pratolini, Forn comenzó a dirigir para Editorial Tusquets la colección Rara avis, dedicada al rescate de obras y autores inclasific­ables. El estilo de sus prólogos se acercaba mucho al de las contratapa­s: había que convencer al lector de que el libro que tenía en sus manos era no solo raro y único, sino también imprescind­ible. El último volumen de la colección, Moscú feliz de Andréi Platónov, apareció unos meses antes de la temprana muerte de Forn y puede servir como un perfecto ejemplo de lo que Forn se proponía y lograba en sus retratos. Platónov (1899-1951), posiblemen­te el más excéntrico, original y desconcert­ante de los autores soviéticos, se prestaba singularme­nte para ser incluido en la colección. Como Bulgákov (que nació y murió diez años antes), Platónov fue víctima de la siniestra arbitrarie­dad de Stalin: no fue expresamen­te un disidente, pero fue perseguido y castigado con la imposibili­dad de publicar sus obras. A diferencia de Bulgákov, Platónov era de origen proletario y abrazó desde un comienzo la causa de la Revolución. Su fama fue no solo póstuma sino tardía, porque el grueso de su obra empezó a publicarse cuarenta años después de su muerte. Pero Platónov es de esos que escribe cada día mejor y muchos escritores lo consideran como el más grande prosista en lengua rusa del siglo XX, la síntesis de toda la literatura rusa del pasado y el faro de la que vendrá.

Basta leer Moscú feliz para descubrir la singularid­ad de Platónov, la fórmula imposible de una obra que perseguía el ideal socialista destruyend­o a su paso todo lo que este implicaba. Escribe Platónov: “Moscú Chestnova [la protagonis­ta de la novela se llama así] tenía razón: el amor no era comunista y la pasión era triste”. Solo con esa frase, que da vuelta el realismo socialista, hay para resmas de perplejida­d. La escritura de Platónov es tan distinta y tan rica, su vida tan novelesca y trágica que Forn no podía errarle, aunque haga intervenir la ficción en el prólogo: sus retratos son relatos. Aunque no sea cierto, es más interesant­e decir que la obra que condenó a Platónov ante Stalin fue Moscú feliz o que nunca se publicó un libro suyo en vida. Es irresistib­le aunque dudoso que haya terminado trabajando de barrendero y viviendo en el sótano del edificio de la Unión de escritores. Pero la idea de Forn es subrayar el carácter especial de la vida y la obra del retratado. Sería bueno que alguien mostrara lo mismo en quien los pintaba. Forn se merece un Forn.

Su fama fue póstuma y tardía, porque el grueso de su obra empezó a publicarse cuarenta años después de su muerte.

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ANDRéI PLATóNOV

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