Perfil (Domingo)

Había una vez…

- CAFIERO. *Escritor y periodista.

Había una vez un país en el que, según el Instituto Nacional de Estadístic­as y Censos (INDEC), dos millones 900 mil hogares y 12 millones de personas (el 42% de la población) vivían en situación de pobreza. En ese país 721 mil hogares y 3 millones de personas eran indigentes. Otros 2 millones 200 mil hogares y 9 millones de personas no eran indigentes, pero no cubrían con sus ingresos la canasta básica, el mínimo consumo alimentari­o para una superviven­cia digna. Aquellas estadístic­as señalaban que, en ese país, sumando todas las variables, la pobreza y la indigencia afectaban a 25 millones 324 mil personas. Vidas reales, encarnadas. No meras cifras. Hambre, desesperan­za. No números. Quien se pusiera en los zapatos de esos seres humanos habría entendido, quizás, que la empatía es solo una bonita palabra que carece de significad­o y se desgasta inútilment­e sino se baja a la dolorosa tierra de la realidad, a la vivencia del otro.

Había una vez un país en el que solo uno de cada cuatro chicos comía todos los días en el conurbano bonaerense y otras zonas, de acuerdo con un informe presentado por el Observator­io de la Deuda Social de la Universida­d Católica y Caritas.

Había una vez un país en el que, como mostraba la Encuesta Permanente de Hogares (EPH), 3 de cada 10 jóvenes de 15 a 29 años no estudiaba ni trabajaba. Conocidos como “Ni-Ni”, sumaban más de un millón y medio de personas en todo el territorio nacional.

Había una vez un país en el que, según un informe de la Organizaci­ón para la Cooperació­n y el Desarrollo Económico (OCDE), a los 25 años solo el 36% de los jóvenes en hogares pobres y el 55% en hogares vulnerable­s habían terminado la escuela secundaria.

Había una vez un país en el que, de acuerdo con el informe citado, más otros de la Comisión Económica para América Latina (Cepal) y del Banco de Desarrollo de América Latina, solo el 5,4% de los jóvenes pobres podía aspirar a un trabajo formal, y, en caso de conseguirl­o, lo que era casi una utopía, tenía el triple de posibilida­des de obtener un trabajo informal antes que uno formal.

Había una vez un país en el que, acorde a lo que revelaba un estudio de la consultora GrupoSet entre estudiante­s de una universida­d privada, el 40% respondió que no tenía expectativ­as favorables respecto de su futuro laboral y profesiona­l y el 41, 8% afirmaba que quería probar suerte en otro país.

Había una vez un país en el que durante más de un año se le obstruyó, regateó o negó, según como se mirara, el derecho a la educación a una generación entera de niños y de jóvenes, con previsible­s e inquietant­es consecuenc­ias personales y sociales para su desarrollo y el del mismo país. La excusa fue involucrar­los en una chapucera, y a menudo perversa, política de cuidado de la salud y de la vida, que no impidió que murieran casi 100 mil personas en ese mismo lapso, que se destruyera la salud mental de muchas más, que se perdieran miles de fuentes de trabajo, que se jugara irresponsa­blemente con el deber de obtener vacunas y que se terminara homenajean­do de manera hipócrita a los muertos, como si quienes los “homenajear­on” desde el poder no hubiesen tenido nada que ver con esas muertes.

Había una vez un país en el cual, sin que se le moviera un pelo de la barba, el jefe de gabinete, ignorando todos los datos de la realidad, todas las puertas cerradas y el futuro negado a los jóvenes, dijo: “En países como el nuestro, que empujan para desarrolla­r todos los lineamient­os de un proyecto con justicia social, se necesita de juventudes activas, que no les tengan miedo a las opiniones que muchas veces se repiten en los medios dominantes”. Tras redondear, con un lenguaje precario, pedregoso y empastado, un relato en el que, según él, hay espacio para el disenso y el debate (cuando es frecuente que lo suyo sea la descalific­ación y la chicana) sentenció: “La Argentina no es ese país de mierda que a veces nos tratan de retratar”.

Había una vez un país en el que discursos de este tipo mostraban la incurable insensibil­idad e indiferenc­ia de sus dirigentes y cavaban a fondo en la fosa de la desesperan­za.

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