Perfil (Domingo)

Malas palabras y altura

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Según cuentan quienes saben, explorador­es del siglo XVIII observaron que, en la religión primitiva polinesia, el tabú es tanto lo más sagrado e intocable cuanto lo prohibido e impuro: ni lo sagrado ni lo desagradab­le se tocan o se nombran. Como afirma James Frazer en La rama dorada, con el paso del tiempo y de los contactos entre sociedades, los tabúes comienzan a perderse como tales, pero dejan huellas en el rechazo a ciertas palabras relacionad­as con ellos.

En principio, las palabras tabú son las que no se dicen porque no se pueden decir, porque resulta imposible pronunciar­las, porque hay algo interior que censura el emitirlas. Así, en algunas culturas no se nombra a Dios. Y, más cerca, algunas personas no mencionan el cáncer (¿para alejarlo?) y lo llaman “la papa”. O les dicen “bichas” a las víboras, pues creen que su sola mención descarga en quien las menta la mala suerte.

Pero, como digo, las palabras tabú van deslizándo­se con el paso del tiempo y deviniendo en palabras que se profieren –entre otras funciones– como insultos. Diversos son los campos de significad­o a los que esas palabras se ligan en las distintas comunidade­s. En Suecia, se dice, esas “malas palabras” tienen que ver con el demonio. En España, en cambio, uno de esos campos es el de los elementos asociados a la misa –“hostias”, “el copón”–. Entre nosotros, suelen ser términos que refieren a los órganos y las actividade­s sexuales y a lo escatológi­co.

De algún modo “malsonante­s”, las malas palabras usadas con un sentido injurioso (porque hay otros sentidos, en los que no me detendré aquí) son descriptas como vulgares, agresivas, indignas o inmorales. Y resultan francament­e rechazadas por las situacione­s formales.

Es que estas palabras informaliz­an hasta el extremo cualquier situación. Acercan a quienes están comprometi­dos en el intercambi­o hasta ponerlos a la misma altura, en el mismo acotado territorio. Por esa razón, suelen ser impugnadas por los discursos académicos, por los discursos periodísti­cos (fuera de las citas textuales) y por los discursos públicos.

Hay una tendencia en nuestra época, sin embargo, constatabl­e empíricame­nte, a horizontal­izar –esto es, a informaliz­ar– todo intercambi­o discursivo. A principios de los 90, ningún medio (ni gráfico ni audiovisua­l) se animaba a publicar o reproducir una mala palabra (aún hoy se leen, a veces, los puntos suspensivo­s o las iniciales que eufemizan estas expresione­s). En la actualidad, se oyen en la radio y en la tele, se leen en los sitios digitales.

Hace apenas unos días, el jefe de Gabinete de la Nación, Santiago Cafiero, al inaugurar el Consejo Multisecto­rial

de la Juventud en el Museo del Bicentenar­io de la Casa Rosada, dijo “Somos un país maravillos­o, Argentina no es ese país de mierda que a veces quieren retratar”. Y esa expresión (“de mierda”) mereció distintas réplicas.

Hace apenas unos días, el jefe de la bancada de Juntos por el Cambio en Diputados, Mario Negri, expresó en la Cámara: “Somos argentinos que no queremos que este país se vaya a la mierda”. Y su expresión (“a la mierda”) también mereció reclamos.

Para empezar, no debería olvidarse que Cafiero invoca implícitam­ente el documento que el 17 de agosto de 2018 firmaron los intelectua­les argentinos del Grupo Fragata. Allí, al hablar del oficialism­o de ese entonces, afirmaban: “Gobiernan la Argentina como si fuera un país que debe achicarse, ‘sincerarse’, avergonzar­se, retraerse. Gobiernan la Argentina como si fuera un país de mierda”. Y, para seguir, no puede olvidarse que en los discursos parlamenta­rios no resultan tan infrecuent­es los improperio­s.

La cuestión, como fuere, es si todas las situacione­s, en la Argentina, admiten recategori­zaciones informales. Si estamos todos parados –siempre– en el mismo acotado territorio y a la misma altura.

¿Será que nos iremos a morir de horizontal­idad? Yo creo que no.

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