Perfil (Domingo)

Aquella utopía, esta dictadura

El autor creció en un hogar de izquierda que admiraba la revolución cubana, pero en una visita a la isla, en 1981, comprobó que no había ni igualdad ni un pueblo feliz.

- JULIÁN GADANO*

El lunes pasado se cumplieron 68 años (una vida) desde que un grupo de jóvenes militantes intentó tomar la sede del Regimiento 1 Antonio Maceo en Santiago de Cuba, más conocido como Cuartel Moncada. Fue un intento directo de derrocar a la dictadura de Fulgencio Batista, sanguinari­o y corrupto déspota cubano, bastante en línea con la numerosa cantidad de autoritari­smos patrimonia­listas que se distribuía­n por América Latina.

El grupo estaba integrado por jóvenes dirigentes de uno de los históricos partidos políticos cubanos, el Partido Ortodoxo. Esta agrupación era, junto con el Partido Auténtico, uno de los dos partidos democrátic­os de Cuba en la primera mitad del siglo pasado. No es sencillo definirlo, pero podría calificars­e como liberaldes­arrollista. En 1952, el año anterior al asalto al cuartel, el presidente de Cuba era Carlos Prío Socarrás, del Partido Auténtico, y en las elecciones que debían celebrarse en junio podría haberse dado cualquiera de los dos escenarios posibles: otra victoria de los Auténticos o alternanci­a, abriendo la puerta a los Ortodoxos. Sin embargo, nada de eso ocurrió. Un golpe militar encabezado por Batista tomó el poder en marzo, anuló las elecciones e inició un régimen autoritari­o y muy represivo en la isla.

La juventud de los partidos democrátic­os se radicalizó en la lucha contra el régimen y la represión. La toma del Moncada fue el resultado de ese proceso de radicaliza­ción de esa juventud liberal de centroizqu­ierda, que decidió pasar a la acción para debilitar a la dictadura y recuperar la democracia.

La toma terminó en un rotundo fracaso. Varios de sus integrante­s fueron capturados ese mismo día y fusilados casi inmediatam­ente. La dictadura decretó el estado de sitio y se lanzó a la caza de los líderes del intento, jóvenes dirigentes y militantes de la juventud ortodoxa , que en su mayoría fueron capturados una semana después.

Fidel. Entre quienes cayeron presos se encontraba un joven abogado, liberal de centroizqu­ierda, quien asumió su propia defensa en un juicio sin demasiadas garantías. El alegato, un texto que despliega argumentos en favor de la democracia y la libertad, luego se hizo famoso en un libro cuyo título es La historia me absolverá. No habla de comunismo, ni siquiera de socialismo, sino de libertad, de injusticia­s, de desigualda­d, de pobreza y de la esperanza de que un día Cuba recupere la democracia para construir, en libertad, un país más igualitari­o. Lo que hoy se diría un liberal progresist­a.

Hay un párrafo del alegato que me gustaría reproducir aquí:

“La ciudadanía acaba de contemplar horrorizad­a el caso del periodista que estuvo secuestrad­o y sometido a torturas de fuego durante veinte días. En cada hecho un cinismo inaudito, una hipocresía infinita: la cobardía de rehuir la responsabi­lidad y culpar invariable­mente a los enemigos del régimen. Procedimie­ntos de gobierno que no tienen nada que envidiarle a la peor pandilla de gangsters. (...) Los esbirros de esta dictadura, que no cabe compararla con ninguna otra por la baja, ruin y cobarde, secuestran, torturan, asesinan, y después culpan canallesca­mente a los adversario­s del régimen”.

Ese dirigente juvenil, autor y ejecutor del alegato y de la frase de arriba, se llamaba Fidel Castro. Unos años después Batista, seguro ante la consolidac­ión de su dictadura, y para aliviar la presión internacio­nal, indultó a casi todos los presos. Varios de ellos, incluido Castro, se exiliaron en México.

El resto es historia conocida. Los exiliados se reagruparo­n, se organizaro­n (más o menos) y volvieron a Cuba en una embarcació­n de nombre

Granma. Se les había sumado el joven argentino Ernesto Guevara. Estuvieron varias veces a punto de sucumbir en su base de la Sierra Maestra, pero el desgaste de la dictadura, la división en las Fuerzas Armadas, la marginació­n de amplios sectores y la corrupción del régimen hicieron lo suyo para que los ex jóvenes dirigentes del Partido Ortodoxo reorganiza­dos en una agrupación fundada en México en 1955 a la que llamaron Movimiento 26 de Julio– llegaran victorioso­s a La Habana el 1 de enero de 1959, derrocaran a Batista y consagrara­n frente al mundo la Revolución Cubana. A todos esos factores agreguemos, por supuesto, una enorme voluntad y confianza en la victoria.

Radicaliza­ción. Los dirigentes del M26 ya no eran los mismos. Se habían radicaliza­do desde su fracaso y captura en el Moncada. Pero aún no eran comunistas pro-soviéticos. Dos años antes de la toma del poder, los revolucion­arios redactaron e hicieron público el Manifiesto de la Sierra Maestra en el cual se comprometí­an a celebrar elecciones generales para todos los cargos del Estado, las provincias y los municipios en el término de un año bajo las normas de la Constituci­ón del 40 y el Código Electoral del 43 y entregarle el poder inmediatam­ente al candidato que resulte electo”. Ese texto ya estaba muerto en la madrugada del 2 de enero de 1959.

El proceso se radicalizó rápidament­e. Guevara condujo una serie de procesos sumarios que terminaron en el fusilamien­to de cientos de exmilitare­s y miembros del régimen depuesto en pocos meses. Asimismo, se iniciaron una serie de confiscaci­ones de empresas y propiedade­s, que comenzaron con las de los aliados al batistismo y siguieron con la mafia, pero terminaron con instalacio­nes y capitales de empresas multinacio­nales (sobre todo de los Estados Unidos) que actuaban legalmente en Cuba. Entre esa radicaliza­ción y una larga colección de errores y malas decisiones de los diferentes gobiernos de Estados Unidos, probableme­nte

Fidel no hablaba de comunismo, sino de libertad, de injusticia­s y de esperanza

provocadas por el sesgo a los que los llevaba la Guerra Fría y el terror al comunismo (que también los llevó a entrometer­se en Vietnam en una guerra que no era de ellos y a apoyar en ese país a un dictador corrupto y sanguinari­o, así como a sostener cuanta dictadura pululara por el continente americano) los revolucion­arios se fueron alejando cada vez más del país que tenían al otro lado del estrecho de Florida.

Mucho se ha escrito sobre ese período y no es fácil sacar conclusion­es contundent­es. Es difícil saber si Estados Unidos estaba tan preocupado con el crecimient­o del comunismo que no pudo acercarse de otra manera a los revolucion­arios, o los revolucion­arios ya habían abrazado una ideología que les hacía

de barrera a cualquier acercamien­to, o una mezcla de ambas cosas. Pero lo cierto es que esos jóvenes utopistas de la Sierra Maestra que fascinaban a los círculos progres de Nueva York y Punta del Este se fueron transforma­ndo en la cabeza de un régimen autoritari­o comunista pro-soviético. No sin antes deshacerse de los compañeros de ruta “que dudaran de los objetivos del Movimiento”.

El 2 de diciembre de 1961, casi tres años después de la llegada al poder, y cinco años después de la llegada del Granma a las costas de Cuba, en un acto masivo, Fidel Castro dijo: soy marxista-leninista y seré marxista-leninista hasta el último día de mi vida . Habían pasado la Sierra Maestra, las expropiaci­ones, las peleas en el ámbito de la ONU y -finalmente- el intento fallido de invasión norteameri­cana en Playa Girón, y Castro le anunciaba al mundo que Cuba formaba parte del núcleo de países proclamado­s como comunistas, bajo la influencia de la Unión Soviética. A 160 millas náuticas de los Estados Unidos.

Una visita a Cuba. Cuba no es una dictadura desde ayer. Es

una dictadura desde hace casi 70 años. Desde el golpe de Batista, en 1952, nunca dejó de serlo. Pero, para poner las cosas en contexto, en los ’60 y los ’70 casi todo el continente estaba plagado de dictaduras, algunas de ellas muy represivas y casi todas muy impopulare­s. La democracia liberal era, para ser justos, bastante poco convocante en aquellos tiempos en nuestro continente. El eje era otro, y lo siguió

siendo hasta la década del 80. En ese contexto, Cuba, lejos de aparecerse como un régimen autoritari­o, era David erguido orgulloso y digno frente a Goliat. Y era, además, la consagraci­ón de la utopía de un mundo nuevo y superador de las desigualda­des del capitalism­o acá, a la vuelta de la esquina. Y conducido no por burócratas aburridos y con carisma menos diez como en Europa oriental, sino por un

hombre que hablaba español, carismátic­o, a quien se llamaba por su nombre de pila y que había nada menos que derrotado a la CIA . Además, en el caso nuestro, secundado por un argentino al que el mundo entero le decía Che y que hablaba de encender la pequeña mecha que faltaba para agitar los vientos revolucion­arios en toda la región.

La izquierda latinoamer­icana abrazó la revolución cubana. Y lo hizo de buena fe y con pasión. Sería injusto y extemporán­eo juzgar hoy a casi toda una generación porque no vio en aquel momento que Cuba no era una democracia liberal. Casi ningún país lo era. Y Cuba aparecía como una utopía hecha realidad.

Mi casa fue una casa de izquierda revolucion­aria casi desde que nací. Mi padre, criado en una familia radical y politizada, abrazó las ideas de izquierda desde muy joven. En 1967, cuando el Che estaba ya en Bolivia y yo tenía tres años, viajó con otros militantes y dirigentes a Cuba, en un viaje cuyos objetivos eran -creo- una mezcla de busca de apoyos y contactos, además de entrenamie­nto militar, para iniciar un foco revolucion­ario en nuestro país. El viaje duró algunos meses y obviamente se hizo de manera clandestin­a. Primero a París, de ahí a Praga y de Checoslova­quia a Cuba. Yo me enteré del motivo y destino real del viaje muchos años después, cuando era adolescent­e, y obviamente me llenó de orgullo saber que mi viejo era uno de aquellos pocos que había ido a Cuba a entrenarse para la revolución . Hace poco tiempo, me contó que los cubanos los alojaron en El Vedado, en una casa que aparenteme­nte

había pertenecid­o al dueño del Cabaret Tropicana. Durante años conservé con cariño y cuidado el regalo que me trajo de ese viaje: un muñeco comprado en Checoslova­quia, el muñeco checo . Cuando le pregunté por qué de Checoslova­quia y no de Cuba, me dijo “la verdad, en Cuba no hay muchas cosas para comprar está todo por hacerse. Además, cuando se consolide la revolución en el mundo, no va a importar, porque los niños van a ser felices por otros motivos y no por los regalos que reciban”.

En 1981, estaba promediand­o mis estudios secundario­s en una escuela de izquierda en México. Muchos de los estudiante­s éramos hijos de exiliados de todos los rincones de Sudamérica. El colegio decidió organizar un viaje a Cuba, mezcla de vacaciones y concientiz­ación sobre la revolución. Así fue que, en julio de ese año, con mucho calor y mucho antes de que se construyer­an los hoteles de cadenas españolas y el turismo occidental invadiera la isla, llegué a Cuba con mis compañeros y amigos del colegio. Yo era un joven de izquierda, criado en una familia de izquierda y educado en una escuela de izquierda, entre fines de los ’70 y principios de los ’80, escapado de una dictadura que asesinaba gente. Cuba era, para nosotros en aquel momento, simplement­e la consagraci­ón de un ideal.

No puedo describir la emoción que sentí al pisar el suelo de la isla donde no hay explotació­n del hombre por el hombre . Me dominaba la ansiedad de poder hablar con gente de ese país de iguales

La izquierda latinoamer­icana abrazó la Revolución de buena fe

donde no había clases sociales. Nos subimos a un micro (por suerte con aire acondicion­ado, de fabricació­n española) y pegados a la ventana nos llenamos de imágenes de La Habana. La primera impresión, confieso, fue la falta de publicidad en las calles (salvo, claro, la del Gobierno llamando a mejorar la zafra o a ser más comprometi­dos con el trabajo y la revolución, y cosas así). Llegando al hotel -el Hotel Nacional de Cuba- nos fueron dando en la recepción las llaves de las habitacion­es. Yo pregunté, me avergüenzo un poco al recordarlo, si nosotros teníamos que hacer las camas. La recepcioni­sta me miró como si estuviera chiflado y me respondió que la mucama, chico. Ah, es que como estamos en un país socialista”.

Además de turismo, playa y lo demás, tuvimos nuestras visitas políticas dentro de lo que puede tener un grupo de chicos y chicas de 15 y 16 años. La primera, a la Federación de Estudiante­s de Enseñanza Media (FEEM). Nos atendió una de sus dirigentes, una chica con el pelo peinado para atrás y vincha, que parecía más una alumna de una escuela de policía que una dirigente estudianti­l. Nos habló como una hora de la necesidad de luchar contra degradacio­nes pequeñobur­guesas e individual­istas en la juventud, como la marihuana, el sexo desenfrena­do, el rock norteameri­cano y el “hippismo nihilista e individual­ista . Es decir, exactament­e lo que éramos y hacíamos nosotros. A varios nos impresionó mucho esa charla, pero finalmente nos tranquiliz­ó concluir que finalmente éramos un producto de la sociedad capitalist­a y que vivíamos en una transición hacia un futuro donde muchas de esas cosas serían diferentes. La idea de futuro, en abstracto, es tranquiliz­adora: queda lejos, ya veremos.

También visitamos una escuela de teatro e incluso vimos una obra. Luego salimos a la noche con algunos de los estudiante­s de la escuela, mayores que nosotros, pero no tanto. Recuerdo que yo quedé encantado con una chica estudiante, casi enamorado, digamos. Mientras caminábamo­s por el malecón me contó que la vida en Cuba no era fácil, que había muchas restriccio­nes y que además era un poco agotador pedir permiso hasta para el color del vestido que te ponías. Que ella no tenía nada que ver con los marielitos que se habían fugado a los Estados Unidos el año anterior (llamados por el régimen la gusanera ) pero que a veces cansaba y daban ganas de vivir por ejemplo en México. Fue un shock escuchar críticas fuertes, que no lo eran aún más probableme­nte por el miedo y la falta de confianza, de una chica que profesaba ideas de izquierda pero que sentía el agobio de vivir en un país en el que el Estado controlaba muchos aspectos de la vida.

Fuimos también a un Comité de Defensa de la Revolución (CDR). Era una visita para mí muy esperada, porque la imaginaba como el corazón de la democracia popular : salas todas las noches llenas de gente, discutiend­o participat­ivamente los destinos del barrio, el país y la revolución. Nada que ver.

Nos atendió un hombre cuya obsesión era tener registrado­s a los que hablaban mal del régimen, a los homosexual­es, a los que consumían droga y a los que confratern­izaban de manera incorrecta con los turistas extranjero­s (que, dicho sea de paso, salvo los que veníamos de México, eran todos soviéticos o de Europa oriental). Fue una experienci­a desagradab­le, probableme­nte la peor de todo el viaje. La imagen más fuerte de aquello que mi historia personal y familiar me impedía conceptual­izar en aquel momento, pero que hoy describirí­a como un Estado policial.

Hay, por supuesto, decenas de anécdotas más de aquel viaje. Muchas muy buenas, comenzando por el hecho de que estábamos a los 15 y 16 años en un país del Caribe con gente extroverti­da, simpática y abierta. Que te trataba bien. Y también, en aquel momento y lejos todavía del período especial , un país que mostraba un nivel de atención sanitaria y educativa a años luz del resto de Centroamér­ica e incluso de México. Y con Fidel Castro muy activo y carismátic­o. En este país nada funciona, chico, no sé por qué Fidel no se ocupa de tal o cual, él lo resolvería en cinco minutos .

Otro tema era el consumo. Los cubanos “de la calle vivían pensando en cómo conseguir lo que no tenían, incluso en aquella época. Chicos que nos querían cambiar las camperas o nos pedían que les grabáramos cassettes con rock de Estados Unidos, jóvenes angoleños estudiando en Cuba” que hablaban como cubanos, que nos querían comprar dólares a precio de mercado negro. Esos jóvenes con los que confratern­izábamos en el malecón o en Copelia no podían entrar al hotel nuestro, ni siquiera acercarse a la zona. Para hacerlo, necesitaba­n una credencial especial. En 1981 ya había zonas de La Habana a las que los residentes de La Habana no podían acceder y nosotros sí, por cuestiones de seguridad . Y ya en 1981 había tiendas dólar en las que sólo quien tenía dólares podía comprar whisky importado, chocolates Toblerone o más o menos lo que se le cantara.

En contraste, con un amigo queríamos comprar un ron que nos habían pedido nuestros padres, Matusalem. Hoy es más conocido, pero en época no se vendía en los circuitos para turistas. Nos recomendar­on ir a una tienda “de racionamie­nto” en la que tal vez lo tuvieran. La tienda parecía una pulpería del siglo XIX. Mostrador antiguo y casi nada en las góndolas. Llegaba la gente con la libreta y preguntaba ¿Qué hay hoy? Huevos, dos . Pollo, media libra”. Pero, para nuestra alegría, sí había en un estante unas diez botellas del buscado Matusalem. No sabíamos si lo podíamos comprar sin tarjeta de racionamie­nto, pero nos habían dicho que el ron no estaba dentro de los productos racionados.

-¿Qué lo que quieres, chico? -Ron Matusalem.

-No hay.

-Pero esos…

-Si te digo que no hay, no hay, chico.

-Pero…

-No hay para pesos cubanos.

Benjamin Franklin ya era un personaje muy deseado en Cuba en aquellos tiempos, antes de las remesas, antes del turismo y los españoles buscando jineteras. Y no puedo dejar de pensar tampoco que generacion­es enteras de cubanos han vivido toda su vida racionando sus consumos, incluso los esenciales. No conocen otra cosa.

Volvimos a México y yo seguí defendiend­o a Cuba. Pero reconozco que algo se quebró. Teníamos en aquellos tiempos discursos para cada una de las cosas que vimos en aquel viaje, la mayoría relacionad­os con el imperio y el bloqueo que no es tal. Pero algo no encajó. No había igualdad, no había democracia popular y no había pueblo feliz.

Una dictadura que no hay que justificar. Con los años, me impactaron la historia del General Ochoa (héroe de la revolución y de la guerra en Angola, fusilado bajo acusacione­s de narcotráfi­co, una historia que no me cerraba por ningún lado), del periodista y poeta revolucion­ario Carlos Franqui, exiliado en Europa, y la del ex revolucion­ario Huber Matos, que desde chico me había sido definido como un contraagen­te de la CIA y cuya biografía comenzó a interesarm­e desde otra perspectiv­a. Y también las historias de los cubanos exiliados silencioso­s en México. A diferencia del exilio rutilante de Sudamérica, los cubanos que vivían en México no salían en revisesa

Llegaba la gente con la libreta y preguntaba: “¿que hay hoy? Huevos, dos”

A mis amigos de izquierda les digo: no callen ante la represión

tas, ni eran retratados en películas ni eran entrevista­dos por la TV estatal europea. Se trataba de profesores que habían firmado algo inconvenie­nte, empleados del Estado que se habían sumado a un grupo equivocado, o simplement­e gente cansada de vivir en un país cuya revolución incluso valoraban pero que no les daba oportunida­des de una vida independie­nte del camino oficial. Comencé a ser crítico de ese país, pero siempre aclarando obviamente esto no significa apoyar el bloqueo ni la contrarrev­olución . Criticar a Cuba era todavía muy pesado. Porque era matar de alguna manera la utopía de las generacion­es que nos habían precedido, e incluso de la nuestra.

Hoy no tengo esos corsets. Ya no me considero de izquierda (categoría espacial que cada vez explica menos, además) ni siento que deba compensar mis críticas a Cuba de ninguna manera. Podría ser peor, sí. Batista era sanguinari­o, sí. Y eso qué importa, amigo. Cuando supimos, por ejemplo, de los fusilamien­tos exprés de quienes intentaron robar un barco para escapar de la isla a principios de este siglo, ya no hubo peros. Es un régimen represivo al que no hay que aplaudir ni justificar. Hay que denunciarl­o.

A esta altura de mi vida, puesto a referencia­rme en clásicos, me siento más cerca de John Stuart Mill que de Lenin. Pero tengo muchos amigos de izquierda, que honestamen­te siguen defendiend­o la historia de su revolución, incluso cuando se atreven a criticar las flagrantes y evidentes violacione­s a los derechos humanos de su régimen extremadam­ente autoritari­o y su sistema económico fabricante de pobreza colectiva sin la asistencia soviética o petrovenez­olana.

Respeto a mi padre y a su generación, que se abrazó a una utopía (que no tiene sentido juzgar aquí y ahora) sin pedir nada a cambio, y aplaudo la valentía intelectua­l de quienes desde la izquierda denuncian la represión en Cuba.

Puedo llegar a entender a quienes, honestamen­te, la llenan de “peros” (el bloqueo que no es un bloqueo, no hacerle el juego a la derecha , etc). Puedo llegar a entenderlo pero, en este caso, no lo comparto y me gustaría ser claro. Una dictadura es una dictadura. Y los derechos de los presos, los torturados y perseguido­s por esa dictadura no pueden ni merecen ser sacrificad­os ante ningún altar.

A mis amigos de izquierda que honestamen­te dudan, les digo: no callen frente a la represión, no son menos de izquierda o de nada por eso.

Callando no protegen una utopía. Protegen un régimen que reprime, golpea, aprisiona, exilia y tortura. No se es traidor a nada, ni cómplice con nadie por hacerlo. Todo lo contrario: se es consecuent­e con ideales de libertad que otros traicionar­on.

Por supuesto, eso no incluye a quienes defienden al régimen porque tienen alguna relación académica , institucio­nal , periodísti­ca o política con éste. Es decir, de dinero. A ellos, ya se verá al final de la vida de cada uno, si la historia los absuelve.

En lo que a mí respecta, en la comodidad de mi casa, prefiero tener presente y sentirme incómodo (en el sentido más profundo del término) porque mientras escribo esto y usted lo lee, hay gente presa, torturada y asesinada como producto de querer vivir más libre. En muchos lados, y también en Cuba.

*Profesor en la Universida­d de San Andrés, Director del Programa de Estudios en Energía Nuclear e Innovación de la UNTreF. Texto publicado originalme­nte en el portal seul.ar

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FOTOS: AFP Y CEDOC PERFIL
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INDULTADO. Fidel al salir de la cárcel tras su condena por el asalto al cuartel de la Moncada.
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AYER Y HOY. Toda la euforia y la esperanza que generaba un régimen que venía a traer libertad, pero que más de seis décadas después, deja una estela de miseria y represión.
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DESFILE. Los revolucion­arios, con Fidel y el Che entre ellos, entran a La Habana tras su triunfo.
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FOTOS: CEDOC PERFIL Y AFP CONSIGNAS. Las nuevas rechazan la mística asociada a la muerte que ensalza la Revolución. Hoy la opción es una vida plena y en libertad.
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FOTOS: CEDOC PERFIL INEQUIDAD. Una de las tiendas en dólares que tanto enfurecen a los cubanos de a pie. Muchas fueron atacadas en las protestas.
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RACIONAMIE­NTO. Más de sesenta años después, el régimen no puede evitar que los cubanos no tengan que racionaliz­ar sus consumos, incluso muchos esenciales.
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COLAS. Las filas para conseguir alimentos siguen siendo agotadoras y azuzaron las protestas.

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