Perfil (Domingo)

El estallido social como crimen político

La lógica excepciona­lista del sistema cubano tiende a considerar cualquier protesta como una provocació­n al servicio de la agresión foránea. Y ese discurso se repite frente a protestas inéditas en la isla.

- RAFAEL ROJAS*

El 12 julio, al día siguiente de la mayor protesta popular contra el gobierno cubano que se haya producido en décadas, el presidente Miguel DíazCanel envió un mensaje a la nación acompañado de varios miembros de su gabinete. Allí estaba el primer ministro Manuel Marrero y el ministro de Energía y Minas Liván Arronte Cruz. Cada uno de estos funcionari­os, sin reconocer nunca el sentido ni la magnitud de la protesta, intentó explicar las razones del descontent­o popular: cortes de electricid­ad, desabastec­imiento de medicinas y alimentos, rebrotes de contagios por la endemia de covid-19.

Aquella mañana habló otro funcionari­o cubano que, más que explicar las causas de las protestas, expuso la lógica política y jurídica con que serían enfrentada­s. Rogelio Polanco, Jefe del Departamen­to Ideológico del Comité Central del Partido Comunista de Cuba, fue presentado por el presidente Díaz-Canel como la persona indicada para conceptual­izar “los sucesos” ya que había sido por muchos años embajador de La Habana en Caracas. De hecho, fue embajador cuando se desataron las más intensas protestas de amplios sectores de la sociedad venezolana entre 2017 y 2019.

Polanco señaló que lo que había sucedido en Cuba era un intento más de “golpe continuado” o “revolución de colores”, organizado por los enemigos de la Revolución, como parte de la “guerra no convencion­al de Estados Unidos contra Cuba”. En Venezuela, dijo, le tocó vivir algo similar cuando, tras el desconocim­iento oficial de la legitimida­d de la Asamblea Nacional, de mayoría opositora, y la creación de una Asamblea Constituye­nte paralela, muchos venezolano­s salieron a las calles para protestar contra el régimen de Nicolás Maduro.

Según Polanco, aquellas protestas, que se agudizaron en 2019 y desataron choques violentos entre los manifestan­tes y las fuerzas de seguridad, son antecedent­es a tomar en cuenta en la situación cubana. Aunque en Cuba no se vieron fenómenos como las “guarimbas” venezolana­s, hubo actos violentos como asaltos a tiendas y agresiones contra la policía. Las manifestac­iones, sin embargo, fueron mayoritari­amente pacíficas y no estuvieron convocadas o lideradas por la oposición, como en Venezuela.

La confirmaci­ón de que las protestas fueron asumidas por el gobierno cubano como un ataque del “enemigo” -categoría difusa donde las haya, ya que eventualme­nte incluye actores tan disímiles como el gobierno de Estados Unidos, toda la dirigencia política republican­a o demócrata cubano-estadounid­ense, el exilio, la oposición interna, el activisimo cívico o artístico y buena parte de la comunidad internacio­nal- llegó con los primeros editoriale­s de Granma y Juventud Rebelde, que anunciaron que el “odio no quedará impune” y que “se llegaría al fondo” en una investigac­ión sobre la protesta, que identifica­ría a sus responsabl­es.

La criminaliz­ación del estallido se completó con el posicionam­iento de diversos funcionari­os como el canciller Bruno Rodríguez y el presidente de Casa de las Américas, Abel Prieto, en medios oficiales y redes sociales, a propósito de que los ejecutores de las protestas eran “vándalos, delincuent­es, marginales e indecentes”. A la acusación de que eran actores manipulado­s por campañas adversas al gobierno en medios alternativ­os y redes sociales se sumó un perfil sociológic­o de los manifestan­tes como parte del lumpen proletaria­do.

Decenas, tal vez cientos de jóvenes cubanos han permanecid­o presos desde el 11 de julio. Funcionari­os del poder judicial de la isla han explicado que se les abrirá procesos por el cargo de desorden público. Dado que el estallido no se entiende como estallido sino como intento de golpe de Estado, otra línea de la inves

tigación buscará establecer vínculos de esos jóvenes con grupos del exterior de la isla, especialme­nte de Miami, a los que el gobierno responsabi­liza por las manifestac­iones.

La criminaliz­ación de la protesta adquiere, así, su más completo esbozo. Manifestar­se es criminal porque formaría parte de un acto de agresión foránea, contra el régimen político, y porque recurriría a delitos comunes contra el orden público. Tanto en gobiernos de izquierda como de derecha, en América Latina, hemos visto este tipo de criminaliz­ación. El sistema político cubano, que constantem­ente se legitima a partir de un discurso excepciona­lista, no se aparta un milímetro del modus operandi regional cuando se trata de judicializ­ar una protesta.

En Cuba existe, desde los años 90, un dispositiv­o jurídico de criminaliz­ación de la oposición política, como contrapart­ida de la enmienda Helms-Burton (1996) del Congreso de Estados Unidos, que reforzó el embargo comercial. La Ley de Protección de la Independen­cia Nacional y la Economía de Cuba, o Ley 88, de 1999, aprobada por el parlamento de la isla, establece una serie de figuras delictivas a partir del posible respaldo a las sanciones económicas de Estados Unidos contra Cuba en que puedan incurrir los ciudadanos al ejercer sus derechos de expresión, reunión o manifestac­ión.

La ley está pensada en un rango de discrecion­alidad interpreta­tiva tan amplio que una crítica al sistema político de partido único o al desempeño de un gobernante puede ser asumida como suscripció­n a la Ley Helms-Burton.

Comúnmente llamada “Ley Mordaza”, este mecanismo jurídico fue utilizado en los procesos contra 75 opositores pacíficos en la denominada “Primavera Negra” de 2003. Aunque muchos de aquellos opositores, especialme­nte los afiliados al Movimiento Cristiano de Liberación y varios medios de prensa independie­ntes, se oponían públicamen­te al embargo comercial de Estados Unidos, fueron juzgados y encarcelad­os como cómplices de esa política punitiva por ejercer la crítica al gobierno.

En los últimos meses, a raíz de las acciones del Movimiento San Isidro y el “27-N”, el Estado cubano y los medios oficiales han rescatado la Ley 88 de 1999. Se ha dicho que algunos activistas de ambas organizaci­ones podrían ser procesados de acuerdo con esa norma jurídica. De por sí es irregular y arbitraria la existencia de una ley que está ahí, no para ser aplicada al pie de la letra, sino para ser utilizada como amenaza contra el ejercicio de las libertades públicas garantizad­as y relativame­nte ampliadas en la última Constituci­ón de 2019.

En los dos gobiernos latinoamer­icanos más unidos geopolític­amente a Cuba, el venezolano de Nicolás Maduro y el nicaragüen­se de Daniel Ortega, se han adoptado dispositiv­os jurídicos muy similares. Toda la ofensiva contra la oposición venezolana, desde 2019, ha seguido la misma premisa. Los arrestos de activistas, periodista­s y líderes políticos en Nicaragua, en los últimos meses, se han basado en una ley que copia la letra y el espíritu de la cubana: Ley de Defensa de los Derechos del Pueblo a la Independen­cia, la Soberanía y Autodeterm­inación para la Paz o Ley 1055 de 2020.

¿Estaría dispuesto el gobierno cubano a aplicar la Ley 88 de 1999 a cientos o miles de personas involucrad­as las manifestac­iones del 11 y el 12 de julio? ¿Cómo avanzará ese gobierno en el procesamie­nto criminal y político de un grupo tan amplio de manifestan­tes? Cualquiera que sea la vía escogida, es evidente que, de querer hacerlo, nada impediría a la máxima dirigencia cubana armar un caso de justicia masiva y proyectarl­o, una vez más, sobre el conflicto bilateral con Estados Unidos.

Como en 2003, la justicia sería ejercida contra un grupo de cubanos que el gobierno ve como peones del imperialis­mo. Procesarlo­s como cómplices de la hostilidad de Washington permitiría focalizar el conflicto cubano no en la acumulació­n de agravios internos (aumento de contagios de covid-19, desabastec­imiento de medicinas y alimentos, cortes de electricid­ad, represión y privacione­s de los jóvenes de menores recursos, como gran parte de los afrocubano­s) que provocó el estallido, sino en las sanciones de Estados Unidos.

Esas sanciones, que deberían ser levantadas por su injusticia implícita, acaban siendo convertida­s en la excusa perfecta para ejercer la represión en la isla. A todas las objeciones posibles al embargo comercial de Estados Unidos podría sumarse la de formar parte de la estructura jurídica del estado de excepción en Cuba. El embargo ya es un componente orgánico de la maquinaria represiva del Estado cubano y un argumento a favor de la criminaliz­ación de la protesta en la isla.

El embargo es componente de la maquinaria represiva del Estado cubano

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FOTOS: AFP Y CEDOC PERFIL MARCHAS. Ua combinació­n de factores sacó a los cubanos, muchos jóvenes, a la calles de las ciudades.
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MENSAJE. La respuesta del presidente Miguel Díaz-Canel no sorprendió: represión y criminaliz­ación. Granma desprecia a quienes protestan “por odio”.
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CEDOC PERFIL Y AFP POLANCO. El responsabl­e ideológico del PC Cubano era embajador en Venezuela cuando Maduro reprimió salvajemen­te las protestas. Ahora también habla de “golpe”.
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