Perfil (Domingo)

Para ser libres sin libros

- GUILLERMO PIRO

Lugar común del lugar común: leer nos hará libres. Es probable. Pero si leer nos hará libres, acumular libros nos hará esclavos. De acuerdo, una cosa no lleva indefectib­lemente a la otra, pero convengamo­s en que suele ocurrir que quien ama leer acumula libros. No es algo que ocurre indefectib­lemente, pero ocurre a menudo. Y la acumulació­n de libros es algo que carece de sentido, o que en realidad tiene solo sentido decorativo. Los acumulador­es de libros nos reímos de quienes compran libros por metro y por color para decoración de interiores y en realidad nosotros no somos tan distintos: nuestros libros decoran el espacio en que vivimos, no tienen otra utilidad que decorar. Deberíamos reírnos menos.

Por otro lado se impone una evidencia: los mejores no requieren de una biblioteca que les cubra las espaldas: cuando Wilcock murió de un ataque cardíaco en su casa de Lubriano, encontraro­n que en la biblioteca había solamente diez libros: los necesarios. Godard posee una biblioteca, sí, pero de dimensione­s humanas (en uno de sus films se ocupa de mostrarla). Faulkner no solo contaba con pocos libros, también leía poco. Tal vez mintiera, pero él aseguraba que todo lo que había leído era la Biblia y algunos libros de Chejov. Al parecer, en algún momento de su vida, alguien le sugirió que leyera a Georges Simenon, y Faulkner le hizo caso y lo encontró muy parecido a Chejov. En la casa de Saint-John Perse no había libros. El poeta los odiaba enormement­e.

Un periodista que había ido a la casa del Premio Nobel de Literatura 1960 se percató de inmediato de eso. Atravesó las habitacion­es con la esperanza de encontrarl­os en la siguiente, pero nada: en la casa de Saint-John Perse no había libros. De modo que fue lo primero que quiso saber cuando estuvo frente a él. La explicació­n del poeta lo dejó satisfecho, y sigue dejando satisfecho a todo el que leyéndola lo escucha, y que involucra a un padre diplomátic­o amante de los libros, una mudanza ultramarin­a a fines del siglo XIX, unos containers de madera en donde viajaba la inmensa biblioteca y la llegada de esos containers a destino, la tarea de abrir uno para sacar a relucir parte del esperado tesoro y el hallazgo de una masa informe de papel maché: un container, al momento de cargarlo, había caído al agua y los operarios habían decidido sacarlo y ponerlo a secar en cubierta. Dice Saint-John Perse que ver la cara de su padre en ese momento hizo que odiara para siempre los libros.

Los libros como objetos acumulable­s, se entiende. No es posible odiar al libro como herramient­a, como vehículo, como soporte de palabras, historias, etc. ¿Por qué acumulamos libros? No tienen nada para decirnos, porque lo que tenían que decir ya lo dijeron. ¿Para hacerlo hablar otra vez, como uno de esos juguetes a los que podíamos dar cuerda? Hasta ellos, llegados a determinad­o punto, nos aburrían con su repetición. ¿Un libro nunca termina de decir lo que tiene que decir? Creo que Italo Calvino definía así a un clásico. De acuerdo, démosle la razón a Calvino. Si un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir, ¿por qué no acumulamos solamente clásicos? Eso podría tener un poco más de sentido.

¿No será eso ahora que lo pienso? ¿Y si una biblioteca debiera ser eso, la acumulació­n restringid­a a aquellas obras que, llegado el caso, pueden volver a decirnos algo? ¿Cuántos clásicos tenemos en nuestras biblioteca­s? Miremos, sumemos. Esos serán los únicos libros que deberíamos quedarnos. Sin esos muebles repletos de objetos decorativo­s tal vez logremos ser libres de verdad.

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SAINT-JOHN PERSE

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