Perfil (Domingo)

Paraíso y poesía

- POR DAMIÁN TABAROVSKY

Hace muchos años, cuando vivía en la Avenida de Mayo, un vecino insistía en que yo tenía que blindar la puerta para evitar los robos. Esta conversaci­ón ocurrió decenas de veces. Por supuesto nunca lo hice. Hasta que un día robaron mi departamen­to. Y el vecino no dejó de recordarme su consejo: creo que odié más al vecino que a los propios ladrones. ¿Caeré ahora yo en el insoportab­le “ya lo sabía”? No creo, porque además no es un tema que me importe demasiado. Quiero decir, Internet. Nunca jamás compré algo por Internet, nunca bajé música, ni series de TV, ni películas, no consumo Facebook ni Twitter, no administro un blog, mantengo solo un uso laboral con la red y el email. Supongo que mi desatenció­n a la cultura digital debe ser producto de múltiples causas, entre ella mi aversión a las cosas que no se pueden hacer con comodidad en la cama (me divierte ver cómo las publicidad­es de servidores de Internet y las de Homebankin­g muestran a chicos y chicas con sus notebooks y celulares en las posiciones más insólitas –boca abajo en el piso, en el campo, adentro de un auto, bailando– intentando vanamente convencern­os de su aptitud ergonómica). Pero aún alejado del tema, siempre sospeché del discurso de que Internet es una red sin centro, un espacio democrátic­o que licua los lugares de poder, un sistema libertario. Se esconde allí una idea demasiado trivial del anarquismo epistemoló­gico (en un espacio anarquista no habría lugar para un poder como el de Google, que organiza mucho o todo el sistema en torno a él, sin control, sin que existían, casi, caminos alternativ­os).

Pero ahora habría sucedido, según leí –en diagonal– en diferentes medios, un cierto avance del poder real, o mejor dicho, del poder “moderno” (en el sentido de la modernidad: el Estado, el poder de policía, la legislació­n nacional) sobre diversos sitios de Internet, en nombre de la salvaguard­a de los también “modernos” (y por eso mismo, burgueses) derechos de propiedad privada, derechos de autor, derechos de exhibición, derechos de reproducci­ón, y otros derechos que invitan, ante todo, a una urgente discusión crítica acerca de la propia noción de derecho. Y mientras leía esos artículos sobre el cierre de tal sitio de descarga gratuita de series y películas, pensaba en algunos efectos concretos que generó Internet, en especial sobre la industria discográfi­ca.

Como es sabido la descarga de música puso en jaque (mate) a la industria del disco. La casi desaparici­ón de las disquerías es otra cara del mismo fenómeno que incluye, sobre todo, nuevas (o mejor dicho: viejas) formas en que los músicos se ganan la vida. Tocar mucho en vivo, en la era pre-pandémica, era una de ellas. ¿Volverá eso alguna vez? Quién lo sabe. Entre tanto, hablando de anarquismo epistemoló­gico, me dieron ganas de releer Matando el tiempo, la extraordin­aria autobiogra­fía de Paul Feyerabend (Debate, Barcelona, 1995, traducción de Fabrian Chueca). Escrita con un tono levemente dandi, como alejado de los hechos trágicos que relata (de su adhesión al nazismo y las balas recibidas en el frente ruso que lo dejaron rengo de por vida, al debate generado por la publicació­n de Contra el método y la depresión clínica que le siguió), el libro recuerda aquella frase de Pessoa: “Toda la realidad me mira como un girasol, con la cara de ella en el medio”.

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PAUL FEYERABEND

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