EL INCLASIFICABLE
No resulta fácil encuadrar musicalmente a Fernando Cabrera, dicho esto como un elogio. En los últimos veinte años, a partir de Viveza (2002), más precisamente, el uruguayo se ha abocado a una tarea de deconstrucción de la canción – lo que él sintetiza como “desarmar lo que está muy recargado”– que propicia un imaginario conceptual y armónico necesariamente elaborado mano a mano con el que escucha. A la hora de hablar de influencias, la lista que enumera es larga, pero vale la pena desplegarla para darse una idea de la diversidad de estilos con los que siente afinidades. Puesto a la tarea de elegir canciones que considera virtuosas, se abstiene de dar mayores explicaciones sobre la selección, pero se despacha con un abanico generoso y heterodoxo: Mire amigo, de Alfredo Zitarrosa; El alazán, de Atahualpa Yupanqui; Day Tripper y Penny Lane, de Lennon y McCartney; Oda para una hippie, de Astor Piazzolla; Quién te viera, de Eduardo Mateo; El gavilán, de Violeta Parra; Ana no duerme y Laura va, de Luis Alberto Spinetta; Volvió una noche, de Gardel y Lepera; Mediterráneo, de Joan Manuel Serrat; Construcción, de Chico Buarque; La galponera y Camino de los quileros, de Osiris Rodríguez Castillos, y unas cuantas de Antonio Carlos Jobim y Bob Dylan. Hay un largo etcétera en los gustos e influencias de Cabrera, pero el tiempo y el espacio suelen ser tiranos.