Perfil (Domingo)

Comer afuera

- POR QUINTíN

Esta es una nota frívola, que empieza cuando los cinco hombres de mediana edad (aunque la mía es más que mediana) que integramos un grupo de whatsapp dedicado a despotrica­r contra el fascismo sanitario decidimos reunirnos una tarde para despedir el año. Por alguna razón, se decidió que debíamos hacerlo en una cervecería, pero nadie conocía ninguna. Así terminamos eligiendo una a la que concurren adolescent­es y hay que pedir en la barra, una costumbre importada de los pubs ingleses, que se puso de moda porque de ese modo se aumenta la rotación de los clientes y disminuye el gasto en personal. Nada que convenga a los consumidor­es, aunque en el mundo de los teléfonos celulares, hay cada vez más gente que detesta la comunicaci­ón personal con los mozos. En ese mundo, la digna y respetable profesión de mozo fue sustituida por la del despachado­r de alimentos, cuyas líneas de diálogo han sido estrictame­nte codificada­s por la patronal, siguiendo la modalidad impuesta por las franquicia­s de hamburgues­as.

Claro que ahora hay hamburgues­as de lujo y, hasta la cerveza, ese líquido que en la Argentina supo ser poco más que una excusa para beber gastando poco dinero y emborracha­rse a largo plazo, conoce una etapa de florecimie­nto. O, al menos, así me dicen, porque a pesar de que escucho hablar de la calidad y variedad de la llamada cerveza artesanal, todavía no encontré en su consumo un placer comparable al del vino. Cambiando ligerament­e de tema (todo se une al final, paciencia) ayer leí una nota cuyo tema era cuánto cuesta comer en los mejores restaurant­es de América Latina, o algo así. El cubierto más barato era el de una afamada parrilla porteña cuyas exquisitec­es podían degustarse por veinticinc­o dólares, una cifra muy por debajo de lo que cuesta la alta gastronomí­a en el mundo. Y eso me lleva a contar que ayer, por quince dólares, comí bastante mal en un bar-restaurant­e de moda. El lugar se llenó y era martes, lo que me permite pasar a las conclusion­es luego de un período en el que, después de dos años de abstinenci­a por culpa de las cuarentena­s, me tocó salir varias veces a comer en pocos días.

Lo primero que se me ocurre es que hay en Buenos Aires un circuito gastronómi­co que, después de que las políticas de represión del covid dejaran un tendal de locales cerrados temporaria o permanente­mente, empieza a reflotar. Sobre todo desde que el gobierno perdió las elecciones y decidió que los restaurant­es llenos habían dejado, justo en ese momento, de ser un foco de contagio para el virus. Ese circuito sofisticad­o está muy lejos de ser accesible para la mayoría, pero hay un público que lo frecuenta asiduament­e (las malas lenguas dicen que en su composició­n abundan los jóvenes funcionari­os oficiales, miembros de la burguesía naciente) y ese público aumentará de un modo importante (igual que los precios) en cuanto vuelvan los turistas (es decir, cuando el gobierno decida que el covid no viene de los peligrosos extranjero­s).

Pero eso no resolverá el problema de los cinco veteranos. Aunque algunos salen a comer, no tienen idea de dónde pasan las cosas. Es más, aun los que creen que comen bien, están en una lejana periferia de la gastronomí­a chic. El poder adquisitiv­o de la clase media arruinada es, desde luego, una gran barrera. Pero faltan también facilitado­res para el esnobismo. Landrú, cuánto se te extraña.

El poder adquisitiv­o de la clase media arruinada es, desde luego, una gran barrera. Pero faltan también facilitado­res para el esnobismo.

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CERVECERíA PORTEñA

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