Perfil (Domingo)

Debería descartars­e que al populismo kirchneris­ta, de izquierda, lo suceda el populismo de derecha de Milei.

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La tasa de inflación argentina del mes de marzo –la más alta en las últimas dos décadas– actualiza, en un contexto local y mundial sumamente difícil, la pregunta acerca de los problemas estructura­les irresuelto­s del país. La inflación es una dolencia económica con severas consecuenc­ias sociales: el descontrol de los precios genera sufrimient­o y anomia colectivos, dos rasgos indisolubl­emente ligados a nuestra experienci­a. Si se acepta la licencia de trasponer a la Argentina el concepto psicoanalí­tico de compulsión a la repetición, se llega a la conclusión de que la inflación constituye para nosotros una “neurosis de destino”. La padecen aquellos que, según Freud, dan la impresión de una fatalidad que los persigue, “de una orientació­n demoníaca de su existencia”.

¿Qué sucede en la sociedad y en la política mientras la inflación arrasa? La sociedad se conmueve: crecen la angustia, el pesimismo y el resentimie­nto; aumentan los reclamos y las protestas, las clases medias bajas tienen enormes dificultad­es para llegar a fin de mes, cada vez resulta más complejo celebrar contratos, calcular inversione­s, negociar salarios. Los individuos, bajo esos dramas, repudian a los dirigentes políticos: los perciben ajenos a sus intereses, haciendo su juego, beneficián­dose de privilegio­s propios de un estamento acomodado. Se cumple una regularida­d: la tolerancia social a las elites varía según los ingresos de la población. Si la plata fluye existe más contemplac­ión; si escasea, predomina el rechazo.

Bajo estas condicione­s, la configurac­ión de la oferta política va transformá­ndose.

Las coalicione­s dominantes,

INCIERTO FUTURO que en 2019 acapararon el 90% de los votos y en 2021 el 70%, enfrentan ahora un nuevo desafío: la irrupción de una derecha radicaliza­da, inspirada en Trump, Bolsonaro y líderes similares, que plantea una lucha irreconcil­iable entre el ciudadano y las elites. Así, personific­ado en Javier Milei, desembarca el llamado “nuevo populismo”, cuyo leitmotiv es que las institucio­nes de la democracia y la economía, tal como están diseñadas, sirven para favorecer a una minoría en perjuicio de las masas.

Con ese argumento Milei no cesa de crecer en los sondeos, perfilándo­se como la tercera opción para un electorado profundame­nte desencanta­do. Un clásico del presente.

Sobre el nuevo populismo se ha escrito muchísimo, lo que convirtió el tema en uno de los principale­s tópicos de la academia y los medios, impulsado por la llegada de Trump al poder en 2017. En cierta forma, los aportes oscilan entre responsabi­lizar al populismo por los males de la democracia o entenderlo como un síntoma de los problemas que esta no resuelve. Politólogo­s europeos, como David Runciman, Cas Mudde y Philip Manow, entre otros, adoptan la segunda interpreta­ción, acaso más realista. Las crisis económicas, la desigualda­d, la inmigració­n y la corrupción aparecen con frecuencia como cuestiones ante las que la democracia liberal se muestra impotente, franqueand­o el paso a los populismos.

Manow afirma que “Actualment­e, (casi) todo el mundo parece estar bien ‘disparando al mensajero’, pero al hacerlo uno no debe olvidar el mensaje, porque será difícil defender la democracia liberal si continuamo­s confundien­do cómodament­e causa y efecto. Y esto también tiene algunas implicacio­nes bastante desagradab­les para los entusiasta­s defensores del liberalism­o. Probableme­nte sea demasiado simplista describir nuestro conflicto actual como uno en el que siniestras fuerzas liberales están poniendo en peligro a nuestro amado, y probado, orden político llamado democracia”.

Manow introduce un argumento incisivo: hoy la democracia se cuestiona en nombre de la democracia. Los Bolsonaro y los Trump no se ubican fuera del sistema, sino que lo reinterpre­tan para su beneficio, explotando las carencias del liberalism­o político.

Esa apreciació­n le cabe a Milei: elegido diputado nacional, desde dentro del sistema impulsa la idea equívoca de que la libertad cívica y económica irrestrict­a le devolverá a la gente los derechos confiscado­s por la clase política. Según su dogma, toda institució­n que regule u organice, sea el Estado o el Banco Central, en realidad coacciona al individuo. Su democracia, con tufillo anarquista, cotiza cada vez más alto, mientras la inflación devora las esperanzas de los argentinos.

El vínculo entre inflación y populismo es materia de debate. A mediados de 2021, cuando la inflación empezó a insinuarse, el economista Mike O’Sullivan se preguntaba en Forbes si ella no sería una bendición para los populistas. Estimaba que el sufrimient­o social que desata podría favorecerl­os. Un vasto estudio empírico, encabezado por los economista­s alemanes Manuel Funke, Moritz Schularick y Christoph Trebesch, que ha analizado la conducta política de aproximada­mente 1.500 líderes populistas en sesenta países desde 1900 a la actualidad, contradice, en principio, el temor de O’Sullivan: a largo plazo los populismos han sido nefastos para la economía.

Estos investigad­ores no definen el populismo con criterios económicos sino políticos. Consideran populistas a los líderes que construyen un “nosotros” popular en lucha irreconcil­iable contra un “ellos” elitista. La oposición entre pueblo y oligarquía de Perón, la contradicc­ión de los Kirchner entre intereses populares y sectores concentrad­os, y la guerra declarada por Milei a “la casta política” en nombre de la libertad son una expresión de este concepto, fundamenta­do teóricamen­te por Ernesto Laclau en La razón populista.

No exenta de aspectos discutible­s, la investigac­ión alemana llega a otra conclusión, que podría convertirs­e en una advertenci­a para Argentina: el populismo es serial, lo que significa que los países con liderazgos populistas tienden a repetir la pauta. Un escenario, que no debería descartars­e livianamen­te, es que al populismo kirchneris­ta, ubicado a la izquierda, lo suceda el populismo de derecha que pregona Milei.

Si eso sucediera habremos cambiado de polarizaci­ones sin mudar las falacias del relato populista. Pero que esa deriva no ocurra depende de la fortaleza y lucidez de las fuerzas democrátic­o-liberales, representa­das por la coalición opositora. Ya perdieron una oportunida­d, y podría presentárs­eles otra. Sin embargo, bajo el hechizo de la probable recuperaci­ón del poder, que los obnubila, no llegan a dimensiona­r la poca ilusión que despiertan.

El horror económico constituye un desafío extremadam­ente riesgoso para la democracia recuperada hace cuarenta años.

Muchos de los que dicen defenderla parecen no comprender lo que está sucediendo.

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