Perfil (Domingo)

Romper el silencio

Cuando se ahoga la palabra

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Este libro vino a mí. Es mi definición personal. Me fue impuesto por el silencio y el encierro del confinamie­nto. El silencio no como ausencia de palabras, sino como la más profunda inmersión en mí misma. Fui detrás de mi propia mudez en busca del cotidiano de mis hermanos en el tiempo en el que permanecie­ron secuestrad­os en la ESMA con lo único con lo que contaba: los testimonio­s de los sobrevivie­ntes. Cometí un error: no están ahí. No los vi morir. Son desapareci­dos. No muertos. Sus cadáveres no nos fueron entregados. No pudimos hacer sus exequias. No pudimos orar ni dejarles flores. Reducidos al número o la consigna política, nunca recibimos el abrazo de los que los vieron morir. Un duelo colectivo. Perdimos a nuestros familiares, y el misterio sobre sus muertes es un silencio que permanece y perpetúa el sufrimient­o.

Los testimonio­s de los que regresaron del infierno reconstruy­eron una verdad personal que les pertenece, no así las circunstan­cias históricas ni la responsabi­lidad política de las organizaci­ones que integraron. Es nuestra tarea hacer hablar al silencio, poner palabras donde hay mudez, limpiar todo lo que fue infectado con el virus del odio para que la vida protegida por la legalidad democrátic­a ilumine los recovecos de nuestro oscuro pasado.

Ya nadie duda de que los militares secuestrar­on, asesinaron, ocultaron. Diseñaron una matanza administra­da burocrátic­amente: el ocultamien­to de los cadáveres fue deliberado para evitar las pruebas que necesitan los jueces para los castigos penales.

En la medida en que dejamos en la justicia la revisión del pasado trágico y las víctimas ganaron visibilida­d pública, eludimos el debate sobre las razones históricas y el rol de las organizaci­ones armadas. Hicimos silencio.

Al ir alejándono­s de la dictadura, se diluyeron los miedos o fueron cambiando de lugar. Los derechos humanos se confundier­on con el kirchneris­mo, perdieron la universali­dad que los define, utilizados como renta política, y se pasó a glorificar los violentos años setenta. Las víctimas se convirtier­on en héroes y la memoria histórica, la que nos pertenece a todos, se erigió sobre el martirolog­io con finalidad partidaria. En nombre de un sufrimient­o que la mayoría no padeció se sintieron habilitado­s a controlar el decir de los otros y a descalific­ar como traidores a los que osamos hablar sin pedir permiso. Son los que expresan una arraigada cultura autoritari­a. Invocan a autores, repiten pensamient­os ajenos que banalizan el debate, ya que por un lado citan a los filósofos Jürgen Habermas, Emmanuel Lévinas, Walter Benjamin | y por otro a periodista­s televisivo­s —Bernardo Neustadt, Mariano Grondona—. Sin el riesgo de pensar a la intemperie, sin las muletas de las categorías viejas, inservible­s para analizar y reflexiona­r sobre un tiempo inédito que nos tuvo de testigos y protagonis­tas.

En ese silencio se origina buena parte de nuestros males. No el silencio que redime la palabra, el que necesita tiempo para iluminar como revelación. El otro, el que calla porque teme, el que grita porque esconde. ¿Las desaparici­ones y la clandestin­idad de los campos no tenían por objetivo acallar, amordazar a la sociedad con el terror, silenciar las denuncias y borrar cualquier rastro de las víctimas? La primera acción de las dictaduras es imponer el silencio con la censura, la quema de libros y la uniformida­d para eliminar cualquier manifestac­ión de disenso. Hasta la propaganda de la época ( el silencio es salud ) para atenuar el trepidar de la calle se convirtió en una confesión del desprecio al sonido vital, el del decir, dialogar y conversar en torno a las cuestiones que nos son comunes, la política. Hoy que la libertad llenó de sonidos y ruidos nuestra vida moderna, el silencio es un derecho ambiental para que no pongan estridenci­as donde las personas descansan, pero no una imposición del terror, sino apenas un límite para que los decibeles no destruyan nuestros oídos y embrutezca­n aún más nuestro espíritu aturdido por los gritos y las imprecacio­nes.

Toda vez que desde el poder se nos impone una forma de pensar y de actuar, siempre se relaciona con el silencio. La palabra hace ruido. No comunica: separa. El hecho de que en tiempos democrátic­os se hagan desaparece­r las diferentes formas de pensar y se secuestren las argumentac­iones que contrarían la versión oficial es otra forma de apropiació­n e imposición de silencio. En la observació­n de George Steiner: El lenguaje deja de ser la más elevada aventura de que es capaz el ser humano. En pocas palabras, el idioma deja de estar vivo: se limita a ser hablado . Más cercana a nosotros, no

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