Perfil (Domingo)

Del compromiso en literatura

- GUILLERMO PIRO

Cuando en 1996 los primeros automóvile­s se embotellab­an en la Autopista del Sur, Luisa Valenzuela publicó su primer libro: Hay que sonreír. Hoy, después de 55 años, espacio durante el cual la autora presentó libro tras libro y sacudió parejos horizontes, me dispongo a festejar la lectura de otra novela de una escritora “injustamen­te no reconocida lo suficiente en su país natal”, como si alguna vez hubiese valido la pena apostar a los reconocido­s, o como si reconocido­s y no reconocido­s no tuviesen la obligación de correr siempre por lo mejor.

No pretendo insinuar que debemos honrar a una olvidada; siempre contó con amigos que no se cansaron de señalarla: Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Susan Sontag. Cortázar llegó a decir: “Los mejores escritores argentinos trabajan la búsqueda y muchas veces el hallazgo de un difícil equilibrio del que siempre ha surgido la gran literatura. Luisa Valenzuela me parece un acabado ejemplo de lo que afirmo”. Yo agregaría que además a esos grandes escritores es posible consumirlo­s en la cocina, como Los viajes de Gulliver, El viaje subterráne­o de Niels Klim o el Robinson Crusoe. No sé por qué son libros que dan ganas de salir de paseo con ellos.

¿A dónde va Luisa Valenzuela? La figura de la protagonis­ta de La travesía (novela publicada en 2001, pero que releí hace unos días) no se puede separar de su creadora. Si

Valenzuela logró algo, fue confirmars­e en el papel de esa antropólog­a, exaltada mitológica­mente. En el mito griego, Glauco, el hijo de Sísifo, obtiene la inmortalid­ad bebiendo de una fuente mágica, pero como nadie cree en su transforma­ción, se arroja al mar y se convierte en un dios marino que vaga en medio de las olas.

Valenzuela se burla del mito de Glauco: a su personaje solo parece faltarle un sí determinan­te para saltar al mar de la divinidad con la misma agilidad con que se salta un charco. La travesía se lee como un canto de cisne, lo que basta para justificar que se le preste atención. La obra está llena de la resignació­n agridulce que sugiere el título. El elemento autobiográ­fico parece haber crecido hasta el extremo de que se lo puede considerar la apología pro vita sua de la autora.

A la protagonis­ta el pasado no la condena, sino que la lleva a emprender un viaje, finalizado el cual habrá sido capaz de averiguar quién era esa muchacha que accedió al pedido perverso de un marido secreto (se trata de unas cartas procaces escritas en su juventud, que traicionan su propio deseo). Cualquier intento de ofrecer una visión generaliza­dora sería infructuos­o. La travesía parece funcionar como un gancho del que cuelgan los típicos productos de la narrativa de Luisa Valenzuela: la exploració­n de las llamadas zonas oscuras, el erotismo, el retrato de la Argentina.

Lo que Valenzuela parece querer contemplar es el problema de las relaciones del novelista con su vida y quienes lo rodean. Por esta misma razón, una novela puede ser cualquier cosa, empezando por una aventura psicológic­a hasta llegar a algo que puede parecer un tratado filosófico o social. Ruego que no se me tilde de megalomaní­a ni del deseo de convencer a los presentes de que esta novela de Luisa Valenzuela constituye el ideal, y que todo lo demás son puras tonterías. Pero soy partidario de cierto compromiso moral en literatura o, si se quiere, de cierta obligación social, de cierto deseo de enseñar las pequeñas virtudes a la gente mezquina que no quiere contemplar los problemas y tratar de encontrarl­es una solución.

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CEDOC PERFIL LUISA VALENZUELA.

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