Perfil (Domingo)

Una caganchada a lo Mitre

- Cecilia Romana es escritora y licenciada en Artes y Ciencias del Teatro. Ganadora del Premio de Poesía Iberoameri­cana Sor Juana Inés de la Cruz y el Premio Internacio­nal Jaime Sabines, la pueden encontrar en Facebook: @ceciromana

No era fácil encontrar la manera de mandar a fusilar al coronel Jerónimo Costa, temido lugartenie­nte del Restaurado­r Juan Manuel de Rosas. Hasta que a alguien se le ocurrió la solución: declararlo “bandido”. El 2 de febrero de 1856 fue fusilado sin juicio. Sarmiento celebró y debieron pasar veintidós años hasta que sus familiares pudieron trasladar su cuerpo a lo que hoy es el Cementerio de la Recoleta

Jerónimo Costa fue declarado bandido. De otra forma, no hubieran podido fusilarlo. La artimaña de que se valió el gobernador Pastor Obligado en 1856 –aunque por mano del coronel Emilio Conesa-, sería utilizada más tarde por Sarmiento y Mitre, quienes no dudaron en llamar bandoleros a ciertos enemigos para ahorrarse un juicio previo y, con eso, la posibilida­d de salvarlos del fusil.

¿Por qué matar al héroe de Martín García? Costa había nacido en Buenos Aires, en 1808. Federal de la primera hora, fue uno de los pocos que, pasado Caseros, siguió fiel a la inclinació­n de Rosas. De hecho, se exilió con él, a bordo del mismo barco en que viajaban el Restaurado­r y Manuelita rumbo a Inglaterra. Pero Costa, que en sus comienzos sirvió al gobernador Manuel Dorrego y se ganó la baja del ejército por esa causa, no reculaba nunca y, a diferencia de Rosas, él sí volvió a su tierra.

La defensa de la isla lo hizo célebre, aunque finalmente haya tenido que entregarla a los franceses. El gobernador de Buenos Aires lo había nombrado comandante de Martín García hacia 1835. Tres años más tarde, el Río de la Plata soportaba como podía un tenaz bloqueo francés. El 11 de octubre de 1838, las fuerzas al mando de Hipólito Daguenet cañonearon la isla ante la negativa a rendirse de Costa. El comandante argentino y su segundo, el mayor Juan Bautista Thorne, contaban apenas con

100 hombres y un armamento menos que escaso. Los franceses, en número de 250, venían con aliados uruguayos: un grupo de 150 colorados que Fructuoso Rivera había comisionad­o en la flota europea.

El combate duró varias horas. La acción de la infantería y la artillería comandadas por Costa fue heroica, pero eso no alcanzó para vencer a un contrincan­te muy superior numérica y armamentís­ticamente hablando. El coronel argentino combatió a la par de sus soldados, hasta que fue apresado por Daguenet, quien, en otras circunstan­cias, lo habría encarcelad­o por el tiempo que quisiera, o quizás, fusilado. Lo sorprenden­te fue que, por esta vez, el francés no lo mandó matar. Estaba perplejo ante el accionar de Costa. ¿Cómo podía ser que un hombre lidiara así en semejante inferiorid­ad de condicione­s? Por respeto al arrojo de Costa, Daguenet lo devolvió en un barco a Buenos Aires asegurando que lo libertaba: “en honor a la valentía que han mostrado, y por la increíble actividad y los talentos militares del bravo coronel Costa”.

De ahí en más, el nombre de Jerónimo Costa quedó inscripto en la memoria de la bravura nacional, pero a él no le bastaba con eso. Estaba convencido de que su estrella brillaba en el enfrentami­ento, no quedándose quieto.

Rosas lo mandó como apoyo a la campaña del Uruguay. Lo puso bajo las órdenes del entonces gobernador entrerrian­o Pascual Echagüe, sin importar que Echagüe tuviera menos experienci­a y menos corazón no solo que Costa, sino que cualquiera de los que estaban por debajo de su mando. En la partida que fue al choque contra Fructuoso Rivera, se contaba el mismísimo Urquiza. También Lavalleja; el General Eugenio Garzón, y Thorne, antiguo compañero de Costa. El ejército Federal era ampliament­e superior al oriental, pero el mañoso de Rivera distrajo a los nacionales, los cansó esquivando la batalla con la excusa de que el sitio elegido por Echagüe lo ponía en desventaja, y que su infantería era escasa en comparació­n con la de aquel. Las órdenes desde Buenos Aires fueron terminante­s: había que empujar a la contienda lo antes posible, porque Lavalle comenzaba a armarse en el interior.

Echagüe era un hombre impredecib­le. Se lanzó enceguecid­o a la lucha, empleando toda la potencia de sus fuerzas y la inteligenc­ia de sus cabecillas que, a sus órdenes, eran peones de ajedrez. La batalla parecía completame­nte ganada por los federales, pero cuando hubo que dar la estocada final, el poder de los cuerpos de Echagüe estaba debilitado, ya que los grupos se habían dispersado en persecució­n de los orientales desbandado­s. El general santafesin­o, descendien­te de los Echagüe de Andía -una de las familias con más ralea de la provincia-, huyó a Entre Ríos como si hubiera sido derrotado, por inoperanci­a y falta de ganas.

El ejército de Rivera quedó diezmado. Sus bajas fueron notables. La batalla de Cagancha nunca pudo haber sido un triunfo oriental, sin embargo, la ineficacia de Echagüe hizo que los rojos se arrogaran unos pálidos y titubeante­s laureles, pero laureles al fin.

El Coronel Costa, muy a su pesar, terminó del lado vencido, incólume, sí, pero vencido. Echagüe se convirtió en la comidilla de los salones de Buenos Aires. Un ciudadano encubierto bajo el pseudónimo de unitario disfrazado, el personaje que todos decían que era el señor Giró, acuñó el término caganchada para nominar el estrafalar­io escape del gobernador entrerrian­o. De ahí en adelante, los contemporá­neos acudirían al neologismo cuando fuera necesario. Como Quesada, cuando hizo notar la posibilida­d de que “Máscara” López, el hermano del brigadier Estanislao, tomara el mando del ejército del General Pacheco, militar hábil y valioso. Escribió el sociólogo: “…apenas pisaron las fuerzas de Pacheco el territorio de Santa Fe, el gobernador López principió a querer disponer de ellas. Pero era evidente la inferiorid­ad militar de aquel funcionari­o, y su incapacida­d era notoria: a sus órdenes se habría segurament­e cometido otra nueva caganchada”.

Si de Echagüe se decían estas cosas, de Costa, muy al contrario, un autorizado Servando García aseguraba que “jamás manchó su nombre, ni se le acusó nunca de un solo hecho denigrante ni de crueldad”.

Lo cierto es que el coronel Jerónimo Costa se fue al sitio de Montevideo a revistar en el ejército federal y pasó años allí, sirviendo a los intereses de Rosas, que eran los suyos propios, hasta que el depuesto presidente oriental Manuel Oribe, ex unitario devenido a ferviente federal y aliado del Restaurado­r, hizo trato con Urquiza en el Pantanoso, un trato mal hecho del que se arrepintió lo que le quedó de vida.

Costa, inflexible y ofuscado por la reacción de Oribe, se negó a aceptar el pacto y regresó a Buenos Aires donde Juan Manuel lo esperaba para que le organizara un cuerpo de milicia. Caseros estaba cerca. El coronel se puso al frente del batallón Independen­cia,

uno de los más aguerridos en combate. La bandera que llevaban rezaba: “Ni pide ni da cuartel”, la más pura verdad, tratándose de Jerónimo Costa.

Pero la causa Federal, pese a sus arrojados, perdió en Caseros, y Rosas tuvo que exiliarse. El Restaurado­r se fue en barco hacia Europa y con él, como lo antedicho, fue su hija, los coroneles Manuel Febre, Costa, el sargento José Machado y el general Pascual Echagüe. El destino volvía a juntar a Echagüe y a Costa, pero en circunstan­cias totalmente opuestas de las de aquellas jornadas de Cagancha.

Lo cierto es que el coronel Costa aguantó en Inglaterra solo un par de meses. A mediados de 1852 regresó a Buenos Aires, donde Urquiza, viejo compañero de armas, lo nombró comandante de la Guardia Nacional de Infantería.

Más adelante se plegó al pronunciam­iento de Hilario Lagos y chocó contra las huestes de Pedro Pablo Rosas y Belgrano, hijo del héroe de Salta y Tucumán, que vivió bajo el techo de Juan Manuel al cuidado de su tía, Encarnació­n Ezcurra, como si hubiera sido engendrado por ella, a pesar de que su verdadera madre era María Josefa Ezcurra, amante de Belgrano.Dos invasiones contra los porteños encabezó el coronel Costa. Las dos tuvieron final triste, pero más la segunda que la anterior, porque en ella murió el héroe de Martín García.

Cuando fracasó la primera, en 1854, Costa se fue a Uruguay y la derrota no pasó de ahí, pero en la otra, la de enero de 1856, dejó algo más que su honor. Costa bajó desde Zárate con ansias de aplastar las fuerzas porteñas, pero se encontró con los cuerpos que había enviado el gobernador Pastor Obligado. El coronel Esteban García, alias el Gato, derrotó a los federales el 31 de enero y Emilio Conesa tomó prisionero­s a los vencidos: Costa y sus compañeros.

Pero nadie quería enjuiciarl­os, porque se habían rendido y eso equivalía al deber de perdonarle­s la vida. El 3 de febrero fueron fusilados, y escribió Sarmiento en El Nacional: “Han muerto o han sido fusilados, en el acto de ser aprehendid­os, Bustos, Costa, Olmos. Trofeos, la espada de Costa ruin y mohosa. El carnaval ha principado. Se acabó la mazorca”.

Los cuerpos fueron abandonado­s, ¿quién podía animarse a darles sepultura? Relataba Mercedes Rosas de Rivera, escritora, hermana de Juan Manuel y esposa de un famoso médico:

“Cuando fui a pedir al gobierno su cuerpo en compañía de mi finado primo y amigo D. León Ortiz de Rozas que pedía por el del Coronel D. Ramón Bustos, el entonces Coronel D. Bartolomé Mitre, que formaba parte de ese gobierno dijo: ‘Mi pobre Costa, no tuvo más defecto que el de ser siempre fiel a su bandera’. No debo abusar por más tiempo de la atención de estos señores, el sol está fuerte. No tan fuerte como aquél día tremendo, que con mi citado primo tuvimos que sacar a mi pobre General Costa y al Coronel Bustos, de entre el barro para amortajarl­os y colocarlos de modo que descansara­n, al menos decentemen­te”.

El coronel tuvo que esperar veintidós años hasta que el sobrino de doña Mercedes, Lucio Victorio Mansilla, diputado en 1877, pudiera trasladarl­o al Cementerio del Norte, más tarde llamado de la Recoleta. Dijo Mansilla en esa oportunida­d ante la tumba de Jerónimo Costa:

“También Señores, este notable guerrero tiene páginas brillantes en la historia militar de nuestro país. Hace 21 años (2 de febrero de 1856) yacía olvidado en un cementerio de campaña, allí donde yo lo coloqué (2º Cementerio de Flores) en que pudiera venir a descansar tranquilo entre los suyos”.

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Vestidos de rojo, listos para la guerra
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El coronel Jerónimo Costa

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