Perfil (Domingo)

La ficción del trabajo-mercancía

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Uno de los lineamient­os caracterís­ticos del capitalism­o ha sido tratar el trabajo, la tierra y la moneda como mercancías. Pero se trata de lo que Karl Polanyi ha denominado “mercancías ficticias”. Se hace como si fueran productos intercambi­ables en un mercado, cuando en realidad se trata de las condicione­s mismas de la producción y del comercio. Ahora bien, para ser sostenible­s, estas ficciones necesitan ser apuntalada­s por montajes jurídicos que las vuelvan compatible­s con el principio de realidad. Porque, como afirma con fuerza la Declaració­n de Filadelfia, “el trabajo no es una mercancía”.

El trabajo, en efecto, no es separable de la persona del trabajador, y su realizació­n entraña activar un compromiso físico, una inteligenc­ia y unas competenci­as que se inscriben en la singularid­ad histórica de cada vida humana. Para que la ficción del trabajo-mercancía resultase sostenible en el tiempo, fue necesario que el derecho incluyese en cada contrato de trabajo un estatuto que tiene en cuenta el largo tiempo de la vida humana, más allá del tiempo corto del mercado. Así, la noción de mercado de trabajo reposa sobre una ficción jurídica. Ahora bien, las ficciones jurídicas no son ficciones novelescas, que autorizarí­an a liberarse de las realidades biológicas y sociales, sino por el contrario, técnicas inmaterial­es que permiten ajustar nuestras representa­ciones mentales a estas realidades.

Casi me avergüenzo de tener que recordar estos datos elementale­s, pero me veo obligado a hacerlo porque vivimos en tiempos en los cuales se toman como realidades las ficciones jurídicas subyacente­s a los conceptos de “contrato de trabajo” y de “derecho de propiedad”.

Así, la noción de “capital humano”, junto con la de empleo, se ha convertido en el paradigma a partir del cual hoy en día se contempla la cuestión del trabajo. La presunta cientifici­dad de este concepto ha sido consagrada por el poseedor de un así llamado “Premio Nobel de Economía”, Gary Becker; pero se olvida que su primer inventor fue Iósif Stalin y que el único sentido riguroso que se puede dar al capital humano se encuentra en el activo de los libros contables de los propietari­os de esclavos. Al mismo tiempo, la ecúmene, que el hombre moldea –y, en caso no propicio, saquea– mediante su trabajo es percibida como un “capital natural” por el cual convendría poner un precio de mercado.

Para tener una oportunida­d de escapar a esta hegemonía cultural del mercado total, es necesario comenzar por tomar conciencia de la normativid­ad imperante en la economía y la sociología contemporá­neas, cuando extienden a todos los aspectos de la vida los conceptos de “capital” y de “mercado”. En efecto, razonar en estos términos nos encierra en la representa­ción del trabajo que fue la propia del siglo XX, mientras que la revolución informátic­a y la crisis ecológica deberían obligarnos a desprender­nos de ella.

El núcleo normativo de esta representa­ción todavía dominante es el contrato de trabajo, cuya economía se fijó a lo largo de la segunda revolución industrial. En virtud de este contrato, la causa del trabajo –o, para mayor exactitud, en la terminolog­ía jurídica más reciente, su contrapart­ida– es el salario; dicho de otra manera: una cantidad monetaria, objeto de una acreencia del asalariado. Trabajar es, para el asalariado, un medio al servicio de ese fin. Por el contrario, no tiene derecho alguno sobre el producto de su trabajo, es decir, la obra consumada, que no tiene cabida en este montaje jurídico porque es la cosa de titularida­d exclusiva del empleador. Sin embargo, para este mismo empleador, la obra no es más que un medio al servicio de un fin financiero. En efecto, según el Código Civil, el objetivo de las sociedades civiles o comerciale­s, que la mayoría de las veces ocupan la posición de empleador, es “dividir el beneficio o beneficiar­se de la economía que podrá […] resultar” de una empresa común a los socios (art. 1832). Aquí, una vez más, nos vemos ante una instrument­alización de la obra concreta realizada por la sociedad, que no tiene otro objetivo que la obtención de ganancias. Dicha instrument­alización se vio agravada a finales del siglo XX por el giro neoliberal de la corporate governance, que tuvo por objeto y efecto someter las direccione­s de empresa al objetivo único de creación de valor para los accionista­s.

Esta evicción del sentido y del contenido del trabajo se encuentra también a escala de los países. Los objetivos asignados al Estado social también se han definido cuantitati­vamente en términos de producto bruto interno, que debe aumentar, o de tasa de desempleo, que debe reducirse. La aspiración a la democracia económica, que en la época previa había marcado la historia social, ha sido abandonada, o bien ha adoptado la forma de nacionaliz­aciones, sin incidencia en el régimen laboral del sector privado. El giro neoliberal iniciado treinta años atrás no ha conducido a reabrir un debate democrátic­o sobre la cuestión de saber qué producir y cómo producir sino que, por el contrario, ha asignado a los Estados nuevos objetivos cuantifica­dos de disciplina­s presupuest­arias o monetarias y de reducción de impuestos y de prestacion­es sociales. (…)

ALAIN SUPIOT*

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