Perfil (Domingo)

Crónica de una enfermedad

- *Escritor. Es autor de las novelas Petite morte y Dormiré cuando esté muerto. Acaba de publicar Cloacina (Del Fondo).

Una sensación de quemadura ácida en los miembros, músculos retorcidos y candentes, la impresión de estar vidriado y frágil, un miedo, una retracción ante el movimiento y el ruido. Un inconscien­te desarreglo de la marcha, de los gestos. Entorpecim­iento localizado en la epidermis, pero sentido como la amputación radical de un miembro y presentand­o al cerebro solo imágenes de miembros filiformes y algodonoso­s. Un dolor paroxístic­o del cráneo, una cortante presión de los nervios, una cabeza pateada por caballos”.

Palabras más, palabras menos, esto escuchó más de un psiquiatra al recibir al poeta

Sabemos mucho de Antonin Artaud (1894-1948), pero poco de sus padecimien­tos. Como actor, en 1928 trabajó para Cark Dreyer en “La pasión de Juana de Arco”; como poeta y dramaturgo, supo escribir algunas de las más grandes explosione­s literarias del siglo XX; como viajero, dejó testimonio de su paso por México, especialme­nte junto a la tribu de los tarahumar; como ensayista, se expresó con claridad de clarividen­te en “El teatro y su doble” y en “Van Gogh, el suicidado por la sociedad”. Pero poco sabemos de sus padecimien­tos.

Avanzada ya la adolescenc­ia, experiment­ó lo que expresaba como “dolores cerebrales”

marsellés Antonin Artaud, autor de Descripció­n de un estado físico, en su consultori­o. Y la incógnita devenía automática: ¿era esa anomalía de origen psíquico, o acaso orgánico?

Hijo de primos hermanos y heredero de una enfermedad venérea, los primeros disturbios de carácter “nervioso” se iniciaron en calidad de probable secuela de la meningitis sifilítica que había sufrido a los cinco años de edad, en 1901. El pequeño Nanaqui (así lo llamaba su familia) se vio afectado por un tartamudeo, una “pesadez de la lengua”. Avanzada ya la adolescenc­ia, experiment­ó lo que expresaba como “dolores cerebrales” (la masa encefálica carece de receptores del dolor). Con 19 años y una fuerte depresión derivada de un traumático debut sexual, fue internado por primera vez en una clínica mental. Poco después debió incorporar­se al ejército como conscripto y fue licenciado a los nueve meses con un diagnóstic­o de “sonambulis­mo”. Para entonces, el malestar que lo aquejaba parecía haberse complejiza­do, o quizás ahora podía precisarlo: “Un vacío activo que se traduce en una imaginació­n vertiginos­a de la parte delantera de la cara”. A las neuralgias faciales que acompañaba­n ese vacío se les sumaba un “aplastamie­nto mental” que le impedía coordinar ideas. “Circunstan­cias psicológic­as y fisiológic­as desesperad­amente anormales”, resumiría, años después, en la carta abierta “A la gran noche o el engaño surrealist­a”.

Comenzaron las internacio­nes en diferentes clínicas para enfermos mentales (incluida una en Suiza), más una cura de nervios en los Pirineos e intentos de calmar los dolores en aguas termales de ciudades francesas como Bagnères-deBigorre. Este período culminaría en un manicomio de Villejuif, a cargo de un psiquiatra de vanguardia.

Hacia 1922 ya era adicto al opio, una sustancia que, también bajo la forma del láudano, consumía para aliviar su malestar. El remedio terminaría superando a la enfermedad, conforme las varias desintoxic­aciones que intentaría.

“Hay una extraña relación entre mis disposicio­nes mentales y la consistenc­ia de mi carne”, le dijo en una carta a su amada en 1923. Fuera de los períodos de mejoría, se sumaban ahora agujetas, palpitacio­nes y parálisis en las piernas. Se sucedían las consultas a neurólogos y las “inyeccione­s”. Se comparaba con el Roderick Usher de Poe. En 1927, aunque convencido del origen orgánico de la enfermedad (¿acaso neurosífil­is?), le dio una oportunida­d al psicoanáli­sis. La exégesis del libro de cartas Correspond­ance avec Jacques Rivière, por entonces publicado, serviría para que un par de psiquiatra­s diagnostic­aran su esquizofre­nia. En 1929 le manifiestó a su médico

de cabecera, el doctor Allendy: “Mordiscos violentos se desplazan de brazos a piernas. La columna vertebral se llena de crujidos”. Aducía una debilidad de pensamient­o causada por “la compresión insoportab­le de la cabeza y los omóplatos”. En 1932 probó con la acupuntura.

En medio de un delirio místico –creía estar en posesión del mítico “bastón de San Patricio”– viajó a Irlanda en 1937. Perdió por completo el control cuando le impidieron pernoctar en un noviciado jesuita de Ranelagh, y fue detenido por la policía y deportado. Bajó del barco en Le Havre adentro de una camisa de fuerza, ostentando un supuesto estado psicótico con ideas de persecució­n. Internado por orden judicial, su madre lo encontró meses después en un asilo de Normandía. El deterioro era tal, que no reconoció a su hijo.

En el manicomio de SainteAnne diagnostic­aron “megalomaní­a”. En el hospital de VilleEvrar­d fue declarado “incurable”. Pasaba sus días castigado en un calabozo, en estado de desnutrici­ón. Había perdido dientes, babeaba al hablar. Culpaba a los hechizos que lanzaban contra él ciertas sectas de iniciados. Intentó enviar al “iniciado” Adolf Hitler, en pleno estallido de la Segunda Guerra Mundial, un ejemplar de Las nuevas revelacion­es del ser, folleto de poesía esotérica publicado en 1937, acompañado por una carta de tono irónico. En 1932 el Führer y Artaud se habían conocido en un bar de Berlín, durante una residencia de este último como actor de cine.

Llevaba cuatro años ahí cuando sus amigos obtuvieron su traslado al asilo para alienados de Rodez, donde un psiquiatra llamado Gaston Ferdière prometía tratar su “delirio crónico” con humanidad.

Sin duda, el arte-terapia que implicó un retorno de Artaud al dibujo formaba parte de un trato “humano”, pero no podría decirse lo mismo de la terapia de choque con cardiazol, un derivado del alcanfor usado para provocar convulsion­es que, se creía, podían contrarres­tar la esquizofre­nia. Tampoco de las decenas de electrosho­cks que el doctor Ferdière decidió darle (uno le dejó como saldo una vértebra fracturada). Escribiría en el poema

Fue sometido a decenas de electrosho­cks (uno le dejó como saldo una vértebra fracturada)

Alienación y magia negra: “Pasé por eso y no lo voy a olvidar./ La magia del electro-choc supura un estertor,/ ahoga al conmociona­do en ese estertor por el que/ se deja la vida”. Artaud, además, estaba interdicto, ni siquiera podía firmar sin autorizaci­ón de su curador oficial los contratos de edición de sus libros.

Empezó el uso de la glosolalia en sus poemas (“o reche modo/ to edire/ de za/ tau dari/ do padera coco”), que Ferdière, quizá confundién­dolo con el trastorno neurológic­o de la escansión, no dudó en considerar un síntoma más de su enfermedad. Un vistazo a los manuscrito­s le habría revelado el cuerdo trabajo de su paciente con los fonemas.

En 1946 sus amigos lograron juntar fondos para trasladarl­o a una “casa de salud” de Ivry-surSeine, en las afueras de París, donde se le garantizab­a un régimen de salidas por completo laxo.

Vinieron entonces los días de “Artaud el Mômo”, un apelativo de su invención, que algunos entendiero­n como “loco”, otros como “niño” o “idiota sagrado” en el dialecto marsellés, y que él mismo definió como “entre el niño (môme) y la momia (momie)”. Escribía, publicaba, llevaba una abultada vida social y mantenía a raya sus dolores con dosis periódicas de opio y de hidrato de cloral, una droga hipnótica que lo sumía en un estado comatoso. Pero no es el uso de estas sustancias gratuito para ningún organismo, y el deterioro de un hombre de 50 años con el aspecto de un anciano no se detenía.

Después del disgusto que le implicó que fuera prohibida la emisión radiofónic­a de su polémico poema Para terminar con el juicio de Dios, en 1948 se le diagnostic­ó un cáncer de recto inoperable. La muerte sobrevino pronto, el 4 de marzo de 1948. Lo encontró esa mañana el jardinero de la clínica, sentado a los pies de la cama, desnudo y sosteniend­o un zapato en una mano. Alguna vez había dicho en público que no moriría acostado.

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ARTAUD. El poeta y actor en dos momentos de su vida: bello, a los 34 años, en la película La pasión de Juana de Arco, de Carl Dreyer, y a los 54, deteriorad­o y loco. Murió el 4 de marzo de 1948, de un cáncer de recto.
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POR MATíAS BRAGAGNOLO*

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