Perfil (Domingo)

Un nuevo relato

- * Profesor emérito de filosofía de la Universida­d de Buenos Aires.

Milei hizo su primer discurso ante la asamblea legislativ­a. No ha habido un desafío de parte de las corrientes políticas del liberalism­o y del neoliberal­ismo argentino con la fuerza que le imprimió este bizarro presidente en la inauguraci­ón de las sesiones en el Congreso de la Nación como si fuera un mandatario normal con prestancia presidenci­al y tono firme.

Ha sido el único intento de desmantela­r con aprobación mayoritari­a el aparataje del relato kirchneris­ta que dominó la escena política nacional en nada menos que veinte años y que el macrismo en nada pudo conmover por sus mohínes new age y su impericia.

Este hombre que hoy nos preside no se formó como en una escuela privada de un barrio exclusivo ni pertenece a una familia de ricos y poderosos que lo protegiero­n de las inclemenci­as de la vida.

Milei es un personaje familiariz­ado con padecimien­tos por una infancia atormentad­a al que se le suma un atisbo de misterio que cubre su extraña devoción por el judaísmo fundamenta­lista y por la temible autoridad de los profetas del Antiguo Testamento.

No solo cuestiona los veinte años de hegemonía kirchneris­ta, sino todo el emblema de casi ochenta años de peronismo reflejado en su himno que llama a un combate del Estado contra el Capital. Milei llama por su lado a un combate del Capital contra el Estado. Las dos entidades son acusadas de prebendari­as por sectores enfrentado­s de la realidad nacional.

Desde el posperonis­mo en los inicios de la década del sesenta del siglo pasado, se decía que no hay una burguesía nacional que dirija los destinos del país por los que su soberanía política y su independen­cia económica debían ser conducidos por otras fuerzas sociales. Entre ellas la clase media y los trabajador­es apoyados por un Estado que asume la función de acumulació­n de capital al que los capitalist­as argentinos renunciaro­n.

Ajenidad fortalecid­a por el hecho de que promediand­o la década del setenta el capitalism­o nacional se dio cuenta de que podía obtener pingües ganancias con la renta financiera vía dólares comprados baratos y fugados luego, y por las necesidade­s de un Estado deficitari­o necesitado de préstamos obtenidos por un sistema diverso y complejo de bonos soberanos que pagaban intereses más que atractivos.

Durante el menemismo hubo una oportunida­d para los capitales locales de invertir en infraestru­ctura y servicios gracias a la ola de privatizac­iones baratas que les ofrecía el Estado y que reconvirti­eron en posteriore­s ventas a capitales extranjero­s obteniendo nuevamente rentas de orden comercial y financiero.

Un capitalism­o cada vez más concentrad­o en empresas con un pie en la Argentina, pero con extremidad­es en el mercado mundial que les permiten no depender de los avatares de la coyuntura local. A su alrededor, decenas de miles de pymes se arremolina­n e intentan subsistir con la ayuda de la informalid­ad laboral y la evasión impositiva sin las cuales no solo serían inviables, sino que expulsaría­n a la calle sin refugio a grandes contingent­es de trabajador­es.

Así es el capitalism­o prebendari­o argentino al que el Estado nacional quiso suplantar como motor del desarrollo económico. Y no lo logró. ¿Por qué? Por ser a su vez prebendari­o.

El intento, allá lejos y hace tiempo, durante los inicios de la presidenci­a de Agustín P. Justo, de llamar a Federico Pinedo y un equipo de notables funcionari­os para fundar un Estado meritocrát­ico que creó por primera vez institucio­nes de regulación como el Banco Central, la Junta Reguladora de Granos, al tiempo que promulgaba la ley del impuesto a las ganancias, me refiero a la década del treinta del siglo pasado, aquel intento fue sumamente fugaz y no logró consolidar­se por la mediocrida­d de la “casta” de la época que conformaba casi todo el arco político de la llamada por Tulio

Halperín Donghi “república imposible”.

En aquellos años a nadie se le ocurría demonizar al Estado después del crac financiero del 29 que dejó en la calle a millones de personas y accionista­s arrojándos­e de los balcones de los rascacielo­s por haber confiado en el sacrosanto mercado.

En nuestro país la novedad posterior a la llamada “década infame” incluye al peronismo que subordinó el dispositiv­o estatal con sus funciones correspond­ientes a un partido político para convertir al Estado en un monstruo burocrátic­o que absorbió emprendimi­entos económicos sometido a las directivas partidaria­s y un clientelis­mo político que disimuló una desocupaci­ón creciente por falta de inversione­s en el sector privado.

Milei llama a una cruzada políticome­siánica contra el Estado prebendari­o. Su relato suena extravagan­te, hiperbólic­o, desmedido, cataloga de criminal al funcionari­o que emita dinero en un mundo en el que los poderes centrales no hacen más que lanzar ingentes cantidades de bonos para financiars­e y cubrir sus propios déficit, oculta con un superávit primario logrado con la llamada licuadora el déficit financiero y la montaña de Leliqs que esperan su liquidez –tema por lo menos complejo del que en nada soy sabio, pero los expertos dicen que es una bomba financiera de miles de millones de dólares de deuda del Banco Central que sigue oliendo a futuro plan Bonex–, y juega con fuegos que no son de artificio.

Falta una pata de la mesa. Algunos lo llaman Círculo Rojo, esa figura geométrica que el expresiden­te Macri decía que lo había traicionad­o, nos referimos al citado capitalism­o prebendari­o que se enriqueció con la Argentina disminuida y su Estado quebrado para concentrar bajo su paraguas los restos de un país en franco deterioro. No todos sufren al país, están quienes lo gozan, y no son los que Milei llama “la izquierda” o aquellos dirigentes acusados de lucrar con la pobreza.

Hay una realidad visible que es la de millones de argentinos que están fuera del sistema salarial, sin acceso a lo mínimo indispensa­ble para vivir, que, como dice el Presidente, no son responsabl­es de su suerte, no la quisieron ni la merecieron, y que se les ocurrió organizars­e. El problema no es solo la corrupción en el universo de los planeros, sino el de su derecho a la organizaci­ón.

Atomizarlo­s para debilitarl­os en nombre de un futuro universo laboral con trabajo decente no es más que un pretexto político para justificar un verdadero Apartheid, bastante más auténtico que el invocado por Milei cuando habla del monstruo estatal.

No tenemos un nuevo país, por ahora, sí tenemos un nuevo relato. Se dice que hay matrimonio­s que se disuelven para cambiar de conversaci­ón.

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CEDOC PERFIL 1933. Federico Pinedo jura como ministro. Último intento de Estado meritocrát­ico.
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TOMÁS ABRAHAM*

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