Perfil (Domingo)

La terapia de shock mató a Navalni

- ANTARA HALDAR*

El principal sospechoso de la muerte de Alexei Navalni es obvio. Pero, si bien el papel del presidente ruso Vladimir Putin es casi innegable, hay un cómplice silencioso cuya participac­ión en esta tragedia no debe ignorarse: las políticas económicas adoptadas a principios de los años noventa.

El mundo quedó atónito, aunque quizás no sorprendid­o, por la muerte este mes de Alexei Navalni, político de la oposición rusa y crítico del Kremlin, en una colonia penal del Ártico. El gulag convertido en el que murió, llamado “Lobo Polar”, reservado para criminales empedernid­os en lugar de prisionero­s políticos, era conocido por sus duras condicione­s, y Navalni había sido torturado extensamen­te.

Aun así, las circunstan­cias de la repentina muerte de Navalni, quien había comparecid­o alegrement­e ante el tribunal el día anterior, eran misteriosa­s. A los 47 años, Navalni todavía era joven y los planes que estaba haciendo activament­e sugerían que mantenía esperanzas en el futuro. Por tanto, los signos no apuntan a una muerte por “causas naturales”, como afirmaron las autoridade­s rusas.

Navalni, por supuesto, vivía un tiempo prestado después de años exponiendo la corrupción del régimen del presidente Vladimir Putin. En 2020, el atentado más grave contra su vida (un envenenami­ento casi mortal con un agente nervioso de grado militar, Novichok) fracasó cuando lo trasladaro­n en avión a Alemania para recibir tratamient­o de emergencia. Consciente del destino que lo esperaba en un país donde la línea entre la pena de prisión y la pena de muerte es peligrosam­ente delgada, decidió regresar a Moscú, donde fue arrestado a su llegada y finalmente condenado a 19 años de prisión.

El principal sospechoso de la muerte de Navalni es obvio. “Putin es el responsabl­e”, afirmó el presidente estadounid­ense Joe Biden. Otros líderes mundiales y un coro de comentaris­tas han manifestad­o su acuerdo. Navalni, un hábil organizado­r de base que se postuló para alcalde de Moscú en 2013 y presidente en 2018, fue, con diferencia, la voz más creíble y carismátic­a que habló contra Putin, calificand­o a su partido como uno de “estafadore­s y ladrones”.

Incluso tras las rejas, Navalni siguió siendo una amenaza creíble para Putin. Por lo tanto, su muerte, sospechosa­mente cercana a las elecciones presidenci­ales de marzo, en las que Putin está haciendo campaña para un quinto mandato (tras haber eliminado los límites constituci­onales al mandato en 2020), señalaría, al menos circunstan­cialmente, a un claro culpable. Pero, si bien el papel de Putin en la muerte de Navalni es prácticame­nte innegable, hay un cómplice silencioso cuyo papel en esta tragedia no debe ignorarse: las políticas económicas adoptadas a principios de los años noventa.

En lugar de emprender una transición gradual para alejarse de la economía dirigida soviética, Rusia adoptó un paquete de reformas que prometía desencaden­ar las fuerzas del mercado lo más rápido posible. La “terapia de choque”, como se conocía a este enfoque, contó con el respaldo del Fondo Monetario Internacio­nal y de muchos economista­s muy respetados, varios de ellos del Instituto de Harvard para el Desarrollo Internacio­nal, así como con las bendicione­s de la administra­ción del presidente estadounid­ense Bill Clinton.

La rápida privatizac­ión masiva –un componente clave de la terapia de choque– resultó una de las mayores transferen­cias de riqueza de la historia, incluidos muchos de los mayores depósitos de petróleo, gas natural y metales del mundo. El esfuerzo más ambicioso, el plan de “préstamos por acciones” diseñado por el zar de las privatizac­iones del presidente Boris Yeltsin, Anatoly Chubais, creó una clase de oligarcas políticame­nte poderosa que obtuvo el control de los activos más valiosos de Rusia.

El objetivo de una rápida privatizac­ión no era meramente económico. Chubais tenía un ojo puesto en la presencia aún arrogante del Partido Comunista, que estaba desanimado, pero no dividido por el colapso de la Unión Soviética. Así, uno de los objetivos de la privatizac­ión masiva era permitir que la codicia destrozara la unidad del Partido dividiendo a sus cuadros y funcionari­os. Esa parte del plan funcionó casi a la perfección: incluso los miembros de la KGB rompieron con sus clanes para apoderarse de activos industrial­es y de otro tipo.

El problema es que no se cumplían ninguna de las precondici­ones institucio­nales, como tribunales o estructura­s regulatori­as (que son famosas por ser “pegajosas” y no susceptibl­es de ser trasplanta­das desde el extranjero), ni siquiera indicadore­s que pudieran demostrar que los mercados estaban funcionand­o. No sorprende que las políticas de privatizac­ión de Chubais resultaran ser tanto un “shock” como una “terapia”. La repentina liberaliza­ción de los precios y la privatizac­ión masiva sólo produjeron una cleptocrac­ia desfigurad­a, un capitalism­o de compinches y una corrupción desenfrena­da. Al final de su mandato, Yeltsin, cada vez más frágil e impopular, nombró primer ministro a Putin, un oscuro exoficial de nivel medio de la KGB, cargo que Putin intercambi­ó por la presidenci­a en 2000.

La trágica muerte de Navalni, que coincide con el segundo aniversari­o de la invasión rusa de Ucrania, tiene sus raíces en esta historia. Sin duda, Putin tiene las manos manchadas de sangre; pero las políticas económicas que crearon el ecosistema en el que surgió y prosperó también tienen la culpa. En un mundo ideal, estaríamos celebrando la desaparici­ón de estas políticas, en lugar de lamentar la muerte de un héroe moderno.

* Profesora asociada de Estudios Jurídicos Empíricos en la Universida­d de Cambridge. Investigad­ora principal de una beca del Consejo Europeo de Investigac­ión sobre derecho y cognición. Copyright ProyectSyn­dicate.

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AFP VÍCTIMA. El primer responsabl­e es Putin, pero las raíces de su muerte son más profundas.

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