Perfil (Domingo)

No quiero ser una anciana que necesite de los demás

- La vejez desde la ventana, Daniela Rea .

Desde hace años, Avelina tiene una pesadilla recurrente: “Sueño mucho a un niño que se me olvida, está chiquito, recién nacido. Duro tres días sin ir a la cama y me acuerdo que está ahí todo enredadito entre las cobijas y voy a verlo preocupada porque no le he dado de comer. Lo veo chiquito, como de tres meses de nacido, está flaquito como si fuera un bebé prematuro, lo veo ahí, y no se me quita ese sueño, no se me quita”.

Avelina tiene setenta años y vive en las afueras de Morelia, Michoacán. En las últimas semanas el sueño ha vuelto. No sabe si es el encierro o es que en estos días, donde el tiempo transcurre de manera extraña, el pasado y el presente se le han mezclado o, más bien, se le agolpan en la puerta de su casa en forma de culpas y reclamos.

Del sueño vuelve a la realidad: “No sé cómo crecieron ellos –dice al referirse a sus cinco hijos–. Ahora pienso y dudo en cómo crié a mis hijos, no sé cómo los crié. Pero lo que sí sé es ese sueño, ese niño recién nacido que se me olvida, de pronto despierto soñando eso. Y mis hijos ahí están. Una de mis hijas me compró una muñeca, porque nunca tuve muñecas de niña, y me la compró, de trapo, con su vestido de flores y su sombrero de paja, pero tampoco ha hecho que se me quite ese sueño”.

La escucho hablar del otro lado de la línea con su voz atribulada. Hablamos a la distancia porque no podemos encontrarn­os, ella no puede salir para atender esta entrevista y yo no puedo ir a verla porque tengo dos hijas en casa. Para cuidarse de la pandemia, Avelina permanece encerrada y evita visitas.

Así que, a tientas, tratamos de crear una confianza imaginando el rostro que nos habla y nos escucha.

Avelina dice que es terca y, sobre todo, sana: “Yo no quiero ser una anciana vieja que necesite de los demás”. Lo dice con orgullo y con razón de sobra: ha dejado el lomo en los quehaceres desde niña. Ha trabajado, cuidado y sostenido a su madre, a sus hermanos, a su esposo e hijos. A todo un estado.

La emergencia sanitaria por covid-19 puso en evidencia las fallas sistémicas de lo que entendemos por trabajo y cuidado en México. Los adultos mayores –el grupo más vulnerable ante el nuevo coronaviru­s– llegan a este momento después de trabajar toda su vida con un sistema incapaz de sostenerle­s y cuidarles.

Una población que, por su edad, está más expuesta a enfermar gravemente, que en su gran mayoría carece de acceso a servicios de salud, que debe seguir trabajando por la falta de ingresos y que, de enfermarse, disputaría con el resto de la población alguna cama en el de por sí rebasado servicio de salud. (…)

Estas historias ocurren en el campo y en las ciudades; en el centro del país y en algunos estados. Son historias de mujeres y hombres mayores que llegan a sus sesenta, setenta, ochenta años después de haber trabajado toda su vida. Muchos de ellos comenzaron cuando eran aún niños y siguen haciéndolo en sus casas o en las calles, con el riesgo hoy de enfermarse.

“¿Trabajar? Ay, eso sí que es bien chistoso” –dice Avelina del otro lado del teléfono y suelta una carcajada–. Yo trabajé desde niña porque no se me mandó a la escuela, vengo de una familia humilde, muy pobre. Mi papá era machista y mujeriego, de esos señores de pueblo que, si ganaba algo, era para él y no para los hijos ni la esposa”.

A los ocho años salía de su casa y se cruzaba con la vecina: se asomaba a la cocina y, si veía alguna olla humeante o tortillas en el canasto, Avelina lavaba pañales de tela sucios, o los trastes, a cambio de un plato de sopa o de frijoles y alguna tortilla.

En su casa no siempre había bocado, había días en que recibían la noche con panzas vacías. Pronto aprendió de su madre a coser ropa, quien, sin saber leer ni escribir, sostenía a sus hijos cosiendo camisas, pantalones, vestidos para los vecinos.

Avelina recuerda a su madre cose y cose, cose y cose, de día y de noche, sentada en una piedra rectangula­r que cuando no la usaba ahí, la usaba para trabajar el molino de maíz. La recuerda como ahora la recuerdan sus propios hijos: pobrecitos de ellos, a qué hora los atendía si todo el día trabajaba en la máquina y, si llegaban a importunar­la, ella los espantaba a manazos como a moscas.

La de Avelina no fue vida, fue trabajo. La contrataba­n señoras “para estar de pie en su casa, como les dicen a las sirvientas”. Se sentía feliz, pues, aunque pasaba los días lejos de su mamá y sus hermanos, ganaba unas monedas para repartirle­s; ella era la cuarta y por herencia le tocaba ayudar a crecer a los siete hermanos menores.

Nunca fue a la escuela ni recuerda haber tenido un juguete.

Por eso atesora la muñeca que una de sus hijas le regaló ya de grande. Aprendió a leer solita porque le gustaba y porque algunos vecinos pasaban a regalarle cuadernos o libros en desuso.

“Me casé rápido, teníamos que salir rápido de la casa para ayudar”, dice Avelina del otro lado del teléfono. Se casó y migró del campo a la ciudad, como otras miles de personas que escucharon de la gran promesa de trabajo y bienestar en las ciudades y dejaron atrás milpas marchitas, un éxodo que se inició en 1950 y llegó a una cúspide en 1975.

Avelina llegó a Morelia desde La Purísima, Michoacán, convertida en trabajador­a doméstica y, en los ratos que robaba al trabajo, perfeccion­ó los conocimien­tos heredados de su madre en una escuela de corte y confección. En un año aprendió lo suficiente como para volver a su pueblo y trabajar en lo que ella quería. Ese mismo año murió su padre de cirrosis hepática. Su pérdida fue más bien un alivio para su madre, que igual seguía sola en la crianza de doce hijos.

Cuando era niña, Aurora fue dejada por su mamá, quien se fue a trabajar a la capital, desde donde les mandaba dinero. Aurora quedó bajo la responsabi­lidad de la familia paterna, y sus hermanos, a su vez, quedaron a cargo de ella. A la escuela fue apenas para aprender a leer y escribir.

“Fui una niña que crece sin su mamá, eso es penoso y triste. Me cuidó una tía pero ella tuvo a su propia familia y me atendía cuando le sobraban ratitos, cuando estaba en sus manos”, dice desde la delegación Benito Juárez, en la Ciudad de México.

Aurora comenzó a trabajar a los 12. Era la costumbre a mitad del siglo pasado trabajar desde la infancia en casas, comercios, locales y a ella le tocó un consultori­o médico: apuntaba las citas, las visitas, ponía en orden el medicament­o. De ahí se fue a una panadería y luego, ya hecha una señorita, siguió los pasos de la mamá y se mudó de Pachuca, Hidalgo, a la capital, donde vive ahora, a sus setenta y ocho años. (...)

No recuerda haber tenido un juguete. Por eso atesora la muñeca que una de sus hijas le regaló

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SHUTTERSTO­CK CORONAVIRU­S. Los adultos mayores fueron el grupo más vulnerable.
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☛ Autores: Daniela Rea, Amalia del Cid, June Fernández, Marcela Ribadeneir­a y otras
☛ Editorial: Marea
☛ Primera edición: Septiembre 2023
☛ Páginas: 328
☛ Título: Criaturas fenomenale­s ☛ Autores: Daniela Rea, Amalia del Cid, June Fernández, Marcela Ribadeneir­a y otras ☛ Editorial: Marea ☛ Primera edición: Septiembre 2023 ☛ Páginas: 328

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