Como los unicornios van desapareciendo
El último unitario de la historia argentina murió en “El Matadero”, sin dejar descendencia. Aunque Ricardo Piglia lea en “La fiesta del monstruo” de Bustos Domecq (Borges y Bioy) una suerte de trasmutación del alma de éste en el estudiante judío que será acorralado por la turba, no ya federal, sino peronista. Pero lo que es cierto es que la genealogía de Rosas puede seguirse en una línea histórica, más o menos imaginaria, que arrastra al Restaurador de las Leyes y lo hace funcionar en una tríada nacional y popular con San Martín y Perón.
Mientras que el cuerpo del joven unitario no tiene la misma suerte: queda atrapado por la barbarie de “los salvajes federales”. Entre el barro y las achuras revienta de rabia “el cajetilla que monta como los gringos”, antes de perder los pantalones y ser humillado. Su huella se escurre en los charcos de sangre que dejan las negras achuradoras y que se beben los mastines, entre las risotadas y las inmundicias del matadero. Pareciera que quedó exangüe, también de representaciones o, en todo caso, su identidad es un capítulo de la historia sin posteridad.
Alberto Passolini viene a “saldar” esta ausencia en un ejercicio inusual y jocoso de una suerte de revisionismo histórico delirante. En “Unicornios y Federales”, el “unitario” se vuelve “unicornio” por la falta de hábito de esa palabra. Una mala escucha, una escucha desplazada, hace que los confunda en sus imágenes e inicie la fuga en la que se pierde la oposición del pasado, para renacer en una versión liberadora. Passolini pone a batallar dos campos semánticos con espadas de humor y agudeza: los federales (pájaros), el jabón (Federal), los peinetones que vienen, el rojo punzó, la divisa, Buenos Aires, el palo borracho frente a los unicornios, el celeste, Montevideo y los peinetones que parten y se van a cruzar el charco de la historia.