Perfil (Domingo)

Goycoechea, el aventurero impasible

- Por L.P.

Alos dos días de la publicació­n de Guaraníes salió en Los Sucesos, su relato emblema, La noche antes: Cerro Corá, y al mes siguiente, en el mismo diario, publicó con el seudónimo Lucio Stella sus últimos textos, “Heredia” (5 de octubre) y “La venganza de España” (21 de octubre). El 27 de octubre de 1905 le dedicó un ejemplar de su libro a O’leary (“Fraternalm­ente en el arte y el ideal”) y partió finalmente de Asunción, esta vez para siempre.

La idea era llegar a Europa. Martiniano Leguizamón dice que pasó por Buenos Aires, pero no hay muchas pruebas al respecto y debió ser solo para embarcarse, dado que ya el 1° de diciembre le escribió a O’leary desde Lisboa, con planes de seguir a París. A fines de ese mes ya estaba en la capital francesa y para mediados de enero El Municipio, el diario de Concepción con el que había colaborado, anuncia que está instalado allí. En París se tomó su retrato más difundido, aquel con la mano derecha delicadame­nte posada en su mentón, publicado entre otros por De Soiza Reilly.

En Europa, se reencontró con José Ingenieros, quien había llegado al viejo continente en abril de 1905. Según relata Emilio Barriola, éste, que venía de publicar un libro cuyo título parece una síntesis de la historia de su amigo ( La simulación en la lucha por la vida), descubrió que Goycoechea había obtenido una credencial de médico para participar como “delegado a un Congreso de Higiene, que por ese tiempo se reunió en París” (no encontré ninguno en esa fecha) y atestiguó que andaba bien equipado en términos monetarios, con doble provisión de frac y de sombrero de copa. De hecho, en el artículo que firmará como Luis Emilio Peña dos décadas después, Ingenieros revela que Goycoechea decía que tenía unos 200 mil francos depositado­s en el Banco Español del Río de la Plata, pero no afirmaba que eran fruto de la suerte sino de ganancias ilícitas logradas durante la Revolución paraguaya de 1904.

En París también, según lo reconstrui­do por Ingenieros, habría contratado como “secretario” al caricaturi­sta Pelele. Pedro Ángel Zavalía (así se llamaba) era un exquisito artista montevidea­no que había crecido en la Argentina y estaba por editar, ese mismo año, su famoso álbum Les Sud-américains en Europe, con prefacio de Rubén Darío, otro de los que, como muchos jóvenes intelectua­les americanos, estuvo en París por aquel tiempo.

En ese punto comienzan los últimos, frenéticos y más esquivos meses de vida de Martín Goycoechea Menéndez, de los que pervive solo una deshilacha­da cadena de nombres y lugares.

Con Pelele recorriero­n primero Francia. Barriola dice que anduvo por Niza y luego cruzó a Montecarlo. Desde allí se internaron en Italia. El 31 de enero escribió desde Roma a Paraguay a su amigo Modesto Guggiari, enviándole en la posdata un saludo a Barrett de parte del guatemalte­co Enrique Gómez Carrillo. Pero, en medio de la gira, Goycoechea y Pelele se habrían peleado. De aquella relación, además de los testimonio­s, quedó como registro material un poema de Goycoechea dedicado a Pelele que preside una lista de obras en lo que parece ser el catálogo de una muestra del dibujante, titulada Exposición y diorama, que se encuentra en la Biblioteca Nacional.

Goycoechea regresó a París. Según O’leary, allí tomó contacto con estudiante­s paraguayos, con los que habría viajado de vuelta a Lisboa. Se conoce una foto suya con Justo Vera y Andrés Gubetich, aparenteme­nte la última postal que envió a Paraguay. Fue publicada por El Diario en octubre y probableme­nte es la misma que Bischoff publicó en Todo es historia como fechada en 1906, “con dos amigos en París”. A Barriola, con quien no tenía contacto hacía años, le envió una postal desde Amberes. De Soiza Reilly dijo que escribió –o dijo escribir– desde Austria, desde Rusia, desde Japón (?) (Rusia y Japón estuvieron casi todo ese año de 1905 en guerra). En abril de 1906 le envió una postal en la que le decía: “Estoy casado con una princesa rusa”. O’leary asegura también que se puso de novio con “una artista cubana de maravillos­a hermosura, de seductores ojos negros, de enigmática sonrisa y formas divinament­e escultural­es”. “La amó locamente, fue suyo, la siguió por el mundo”, asegura su amigo. Con ella habría ido a Cuba durante el segundo trimestre del año. De allí pasó, o pasaron, a Mérida, en México.

Tiempo después, cuando fue encargado de Negocios de México en Buenos Aires, el poeta yucateco Antonio Médiz Bolio relató que la llegada a Mérida de ese poeta amigo de Darío, Lugones, Ingenieros, Florencio Sánchez y otros conocidos escritores del sur, más sus siempre efectivos relatos de aventuras, “había causado sensación en los círculos intelectua­les de la localidad”. Pero la felicidad duró poco y esa lejana ciudad costera de la península de Yucatán se transforma­ría en la última posta de su infatigabl­e carrera, en la tierra que recibiría sus restos mortales: allí se contagió de fiebre amarilla, una enfermedad endémica que había tenido un nuevo brote ese mismo año, y en pocos días la enfermedad acabó con su vida. Ocurrió el 2 de julio de 1906; tenía 29 años.

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