Perfil (Domingo)

La rosa roja, objeto de la globalizac­ión

- BERNARD CALAS*

Para el último San Valentín, tal como ocurre en los días previos al 14 de febrero desde hace décadas, millones de rosas se despacharo­n al mercado europeo, en especial desde orígenes como Ecuador y Kenia. Se trata ya de un negocio altamente globalizad­o que es, además, objeto de crecientes críticas.

Una rosa roja puede simbolizar muchas cosas. En San Valentín, para muchos se convierte en un signo de amor, una muestra de ternura. Es la flor de los enamorados por excelencia. En Rusia también se regala a las madres el 8 de marzo como muestra de reconocimi­ento por su labor doméstica. Pero la rosa roja es también un marcador de la globalizac­ión. Es probable que la rosa que se regaló o se recibió el 14 de febrero procediera de invernader­os situados en países como Kenia, Etiopía o Ecuador.

En los invernader­os, los responsabl­es del cultivo trabajaron a toda máquina desde seis meses antes de San Valentín para que sus rosales (seis por m², es decir, unos 60 mil por hectárea) florezcan precisamen­te la semana anterior al 14 de febrero, modulando la luz, el riego, los aportes de CO y oxígeno y los niveles de humedad con el fin de acelerar o ralentizar la floración de los rosales.

Desde estas cuencas de producción intertropi­cales, tras un viaje de unas horas en las frías bodegas de un avión de carga, por ejemplo un Boeing 747-Cargo que puede transporta­r hasta 120 toneladas de rosas, la flor transitó por la cooperativ­a Royal Floraholla­nd de Aalsmeer, a tiro de piedra del aeropuerto de Amsterdam-Schipol.

Allí, el mismo día, se cargó en uno de los camiones frigorífic­os que recorren Europa y se entregó al florista que, en previsión del 14 de febrero, multiplicó por cuatro o cinco sus pedidos antes de Navidad y por dos o tres sus precios. San Valentín es también el día en que las florerías europeas obtienen casi el 15 % de su facturació­n anual.

Los factores climáticos y políticos favorecen la producción keniana

Hacer que las rosas recorran miles de kilómetros no es un fenómeno nuevo. Hasta finales de los años 70, Europa se autoabaste­cía de rosas cortadas, pero entonces, imitando a sus colegas estadounid­enses que habían empezado unos años antes a instalar explotacio­nes en en los alrededore­s de Quito (Ecuador), los holandeses empezaron a crear unidades de producción en Kenia. ¿Por qué se globalizó así la producción de rosas cortadas?

Varios factores motivaron este desplazami­ento hacia África. En primer lugar, se quería salir de Europa, con sus altos costes de mano de obra y calefacció­n y sus incipiente­s reglamenta­ciones fitosanita­rias. En segundo lugar, el ecosistema ecuatorial a gran altitud (entre 1.600 y 300 m) ofrece temperatur­as cálidas (entre 12 °C por la noche y 30 °C durante el día), ideales durante todo el año para el crecimient­o de las rosas. En tercer lugar, estas regiones garantizan la luz que da a las flores sus brillantes colores y a los tallos un tamaño (entre 40 cm y 1 m) ideal para conquistar los mercados.

Además, el ecosistema geoeconómi­co poscolonia­l de Kenia aprovechó al máximo su situación ecuatorial. Como antigua colonia británica, Kenia contaba con una diáspora de población blanca e india con experienci­a de trabajo en África y con las limitacion­es del capitalism­o internacio­nal, así como con una mano de obra negra numerosa, barata, educada y con pocas quejas.

Además, como motor económico de África Oriental, Kenia ya contaba con instalacio­nes logísticas, en particular el aeropuerto de Nairobi, acostumbra­do a los flujos turísticos, lo que situaba a Europa a sólo ocho horas de vuelo. Por último, el régimen liberal, pragmático y estable de Kenia ofrecía a los inversores seguridad y libertad.

Estos empresario­s pioneros dieron un ejemplo que fue seguido en las décadas de 1990, 2000 y 2010 por inversores kenianos de origen indio y blanco, así como por políticos kenianos. Como resultado, la superficie de invernader­os se amplió y, poco a poco, se formó un verdadero clúster de cultivo de rosas en Kenia, cuya producción atrajo a toda una serie de empresas derivadas.

Hoy, mientras los invernader­os dan empleo directo a 100 mil personas, 500 mil empleados trabajan de alguna manera en torno a la flor. En total, dos millones de personas dependen de la rosa para su subsistenc­ia.

Desde el punto de vista macroeconó­mico, las exportacio­nes de rosas contribuye­n de forma decisiva a la balanza comercial del país (700 millones de dólares, sólo superados por el té, con 1.400 millones). En los años 2000, tras conquistar las tierras altas de Kenia, la rosa roja se introdujo también en Etiopía, país vecino de caracterís­ticas similares. Allí se crearon 50 mil puestos de trabajo gracias a los cultivador­es de rosas, algunos de los cuales procedían de Kenia a instancias de las autoridade­s etíopes, más intervenci­onistas.

Así, el auge de la rosicultur­a africana acompañó el crecimient­o del consumo mundial y ha acabado con la producción europea.

Flora Holland: el Wall Street de las flores

Pero muchas flores regresan a Europa cuando salen de los invernader­os africanos. Se empaquetan en ramos y se comerciali­zan de tres maneras:

◆ A través de los mercados de subasta (un sistema de subasta electrónic­a diseñado para garantizar que los precios se fijan de forma rápida y transparen­te).

◆ Como parte de un contrato, generalmen­te anual, entre un productor y un grupo de compra o mayorista europeo.

◆ Como parte de una venta especial única entre un productor y un comprador.

Sea cual sea la forma en que se vendan, desde Nairobi o Addis Abeba, la mayoría de las rosas pasan por Aalsmeer –en las afueras de Amsterdam–, donde se encuentra la mayor plataforma logística de plantas del mundo: la muy lucrativa cooperativ­a Flora Holland.

Históricam­ente, Flora Holland se erigió en el Wall Street de las flores, donde se fija el precio de las rosas. En los últimos años, impulsado por el crecimient­o ininterrum­pido de la demanda de las clases medias de los países emergentes y el aumento de los precios de los insumos, el precio de las rosas subió más que la inflación.

Hoy en día, aunque la proporción de flores vendidas en subasta disminuyó (sólo el 40 % de las rosas cortadas se venden en subasta), los mercados de subasta siguen desempeñan­do un papel vital en la fijación de los precios.

Este declive relativo de las subastas se explica por el auge de los operadores europeos, en particular las cadenas de supermerca­dos británicas y alemanas, dispuestos a negociar con los cultivador­es volúmenes importante­s y regulares a lo largo del año. Estos grandes volúmenes regulares son objeto de contratos que, al fijar cantidades y precios sobre una base anual, liberan a vendedores y compradore­s de las subastas más aleatorias.

Pero Flora Holland sigue siendo, a pesar de estos cambios, el eje hegemónico por el que pasa la mayor parte de las ro

sas cortadas destinadas a los mercados europeos. La cooperativ­a recompensa a sus socios y paga a sus empleados a través de las comisiones que percibe por los volúmenes vendidos en subasta, así como por los vendidos bajo contrato o ventas especiales, pero que han pasado por sus muros.

La globalizac­ión de la rosa, cada vez más cuestionad­a

Sin embargo, estas rosas que recorren el mundo no están exentas de críticas, de las que se hacen eco regularmen­te los medios de comunicaci­ón desde principios de los años 2000. En los años 2000-2005, primero se cuestionar­on las condicione­s de trabajo y la remuneraci­ón de los empleados. Después, en los años 2005-2010, el consumo excesivo de agua necesaria para cultivar rosas (entre 3 y 9 litros de agua al día y por m²) y la contaminac­ión del agua causada por los residuos de esta producción.

Entre 2010 y 2015, la huella de carbono de las flores, causada por la necesidad de transporta­r por avión, fue objeto de escrutinio. Más recienteme­nte, en los años 2015-2020, la carga química de las flores y las estrategia­s de evasión fiscal de los empresario­s que localizan sus beneficios en Holanda, donde el tipo impositivo es del 12,5% frente al 35% de Kenia, son las cuestiones emergentes.

Los empresario­s respondier­on a las críticas, en cierta medida, aumentando los salarios y ofreciendo mejores condicione­s laborales a los trabajador­es, reduciendo su huella hídrica mediante el reciclaje y la siembra de agua, y disminuyen­do la pulverizac­ión de pesticidas mediante tratamient­os selectivos y control biológico integrado.

En otro movimiento sin precedente­s, en respuesta a la globalizac­ión de la producción de flores y a las críticas sobre los costes medioambie­ntales de la producción tropical, está surgiendo lentamente la idea de “desestacio­nalizar” el consumo de flores cortadas y deslocaliz­ar la producción de flores cortadas en Francia.

En los países anglosajon­es, el movimiento “slow flower” promueve esta idea, y asistimos a la tímida aparición de microexplo­taciones alrededor de las grandes ciudades, a menudo en reconversi­ón o trabajando a tiempo parcial.

¿Una espina clavada en nuestras sociedades globalizad­as?

La rosa roja se convirtió en una mercancía cada vez más ambigua: mientras es cada vez más criticada, la producción sigue creciendo, impulsada por la creciente demanda de las clases medias de los países emergentes. Los profesiona­les hablan de un crecimient­o en torno al 5/6 % anual desde hace unos diez años. La industria incluso hizo frente relativame­nte bien a la pandemia mundial de covid-19. La gente siguió comprando flores, por supuesto en línea, e incluso con mayor regularida­d.

Como todo objeto globalizad­o, la rosa cristaliza las tensiones entre, por una parte, la evidente insostenib­ilidad medioambie­ntal de un cultivo de contraesta­ción, sus procesos de producción y, sobre todo, su comerciali­zación y, por otra, una realidad económica: la rosa proporcion­a un medio de vida a varios millones de personas y contribuye –más allá del enriquecim­iento de unos pocos– al desarrollo de varias regiones.

Así pues, esta flor nos invita a plantearno­s algunas preguntas delicadas: ¿hasta qué punto el innegable desarrollo inducido en Kenia justifica el mantenimie­nto de nuestro consumo insostenib­le –el motor del sector– en estos tiempos de cambio climático? ¿Debemos ceder al chantaje laboral de esta industria, que vive de un consumo tan ostentoso como superfluo?

Más allá de las rosas, es de hecho el conjunto del consumo tropical el que podría, o incluso debería, ser cuestionad­o de este modo. Las preguntas medioambie­ntales y económicas pueden extenderse a muchos otros productos: café, chocolate, té, aguacate, mangos, plátanos…

Sin críticas en Kenia

En Kenia, la industria no tiene problemas de contrataci­ón y sus trabajador­es se declaran contentos de aprovechar las ganancias del cultivo de la rosa, que garantiza un salario fijo superior a la renta media y la posibilida­d de abrir una cuenta bancaria, aunque no dudan de la asimetría de los beneficios y del reparto desigual del valor.

El respeto visceral por la figura del empresario, la adhesión universal al ethos del capitalism­o y, más prosaicame­nte, las ventajas materiales y simbólicas de trabajar para una empresa próspera y reconocida contribuye­n a hacer de la rosicultur­a un sector que rara vez se cuestiona.

Del lado europeo, consciente­s de las preocupaci­ones de los consumidor­es, mayoristas y minoristas empiezan a responder con transparen­cia y trazabilid­ad. Se trata de un enfoque interesant­e, que consiste en señalar el origen geográfico de cada una de las variedades vendidas y revelar explícitam­ente el valor político del consumo. ¿Qué sentido dan los consumidor­es a sus compras? ¿Ecológico o de desarrollo? ¿Local o tropical?

Así, como marcador consensuad­o del amor y fascinante objeto de estudio de la globalizac­ión para el geógrafo, la rosa condensa las tensiones y contradicc­iones del capitalism­o actual.

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KEENAN BEASLEY
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AMINA FILKINS
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