Perfil (Domingo)

JAIME Rodríguez

“No cocino para las listas”

- Por María De Michelis

Creció en un pueblo minero pero encontró su lugar en el mundo en el Caribe. Su restaurant­e Celele, en Cartagena –#16 en el ranking de los 50 Best Latam y #75 en The Best Chef Awards– alcanzó una enorme notoriedad, pero su mayor ilusión no es el éxito sino representa­r la cocina caribeña en toda su dimensión.

Jaime tenía 13 años y cuatro hermanos cuando decoraba las tortas que su mamá vendía en su panadería. El chico mostraba talento en sus trazos, manejaba una estética moderna, atípica para su edad y también para Muzo Boyacá. En ese pueblo minero rodeado de montañas, de prejuicios y ambiciones color esmeralda nadie creía que las filigranas de azúcar y crema que coronaban los pasteles eran obra de un varón, mucho menos de uno tan joven. “Seguro se la encargan a alguien de Bogotá”, cuchicheab­an sus clientas, sin saber que en la cabeza de ese preadolesc­ente que devoraba encicloped­ias de gastronomí­a como si fueran novelas de Stevenson, germinaba una vocación por la que estaba dispuesto a jugarse. Para eso tendría que romper el cascarón y apuntar la brújula a otro norte. Encontrar su propia piedra preciosa.

Yo quería ser cocinero, y como estaba en un entorno minero, tan machista, donde la aspiración de los hombres era conseguir una esmeralda y hacer dinero, no había posibilida­des de estudiar, así que me mudé a Tunja para anotarme en el Cena, una institució­n pública. Lo curioso es que aunque en el colegio me iba mal, allí tenía las mejores notas: estaba haciendo lo que me gustaba…

Después, su camino profesiona­l se abrió en distintos atajos. Trabajó en el hotel La Fontana, donde conoció el rigor de jornadas interminab­les con horarios que iban de las 4 de la mañana a las 11 de la noche. Aprendía mucho pero Bogotá no era mi ciudad. Entonces se topó con el chef Jorge Rausch, con quien sumó experienci­a, primero en Panamá y más tarde en el hotel Gobernador de Cartagena. Un día, Jaime quiso darle un vuelco internacio­nal a su formación y decidió pasar por el mítico restaurant­e Akelarre, de Pedro Subijana, en el país vasco. Pero al tiempo sacó pasaje a Colombia. Su corazón mandaba volver.

La tierra elegida

“Caribe”, dice el tatuaje en su brazo derecho, como para que a nadie le queden dudas de cuál es su lugar en el mundo. Fue en esta tierra caliente donde encontró una coc na que lo deslumbró y lo llevó de la nariz por rincones en los que investigó las clave del sabor local. Quiso saberlo todo. Probarlo todo. Encaró viajes por la Sabana, la Gu jira, Providenci­a, San Andrés, Santa Marta, Barranquil­la. Leyó una biblioteca enter sobre el tema. Se conectó con biólogos marinos. Y el metejón con esa cultura termin moldeando su proyecto gastronómi­co.

“Sé que el menú degustació­n permite tener menos staff y es más controlado, pero ¿qué pasa con la gente que viene de otras ciudades y no lo puede pagar? Prefiero una propuesta más democrátic­a en la que la mayoría de las personas pague un precio razonable por un plato con biodiversi­dad.”

gente cree que el fogón caribeño se reduce a pescado frito y arroz con mariscos. Pero a es una cocina impresiona­nte, hija de muchas fusiones. La arepa de huevo, el plato ás importante del Caribe colombiano, es una muestra de este mestizaje: está hecha con maíz indígena, el huevo traído por los españoles, la tradición de la fritura que llegó con africanos y el suero costeño, herencia árabe. Cuando yo probé el quibe, la carimañolo­s guisos, la “viuda de carne salá”, uno de los platos más antiguos del recetario de la sta preparado con carne de res, plátano, yuca, ñame, dije “quiero hacer esta comida”, ro no la del cliché. Mi ilusión era concretar un fine dining que la representa­ra en toda dimensión.

así se larga a la aventura. Empieza replicando las cenas clandestin­as que en aquel omento estaban de moda en Bogotá, con menús de pasos basados en platos tradinales que creaba a partir de los ingredient­es locales. El éxito es tal que estos evens a puertas cerradas empiezan a crecer y a propagarse en Bogotá, Cali, Medellín. mbalado con el suceso, va a la pesca de socios para materializ­ar un proyecto de lele, su propio restaurant­e que imagina no en el Centro Histórico, sino en Getseaní, en una calle del barrio bohemio donde hay pocos comercios y muchas famis. Un ambiente en el que Jaime se siente como en casa. Bogotá siempre me resultó a ciudad hostil, acá el clima –cálido– se parece al del pueblo donde nací, y la gente ede andar en chanclas, se ríe.

La cocina del mercado

Bazurto es un dédalo caótico. Un resumen de riqueza natural y pobreza estructura­l. Un revoltijo de carne, pescados, gallinas muertas, gallinas vivas, pajaritos en jaulas, vegetales. Si uno se distrae puede ser arrollado por uno de los carros que pasan cargados de frutas a la velocidad del rayo. En un sector, ollas candentes, por uno de esos puestos alguna vez comió Anthony Bourdain. De la nada aparecen vendedores de jugos, como el de naranja agria, lo más parecido a un soplo de aire fresco. El repertorio de frutas –una para cada día del año– muestra una biodiversi­dad escandalos­a. Zapote, mamey, níspero, lulo, chirimoya. Caimito, de interior dulce y azul. Cañandonga, una vaina de olor fétido y sabor inefable. ¿Cuántas clases de plátano? ¿Y de limón?

“La gente cree que el fogón caribeño se reduce a pescado frito, arroz con mariscos. Pero esta es una cocina impresiona­nte, hija de muchas fusiones. La arepa de huevo, el plato más importante del Caribe colombiano, es una muestra de este mestizaje.”

 ?? ?? La ambientaci­ón caribeña de Celele.
La ambientaci­ón caribeña de Celele.
 ?? ?? Las calles de Getsemaní.
Las calles de Getsemaní.
 ?? ?? Una mujer “palenquera” en el casco viejo de la ciudad.
Una mujer “palenquera” en el casco viejo de la ciudad.
 ?? ?? Arte callejero en Getsemaní.
Arte callejero en Getsemaní.
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