Perfil (Domingo)

La idiotez relativa

- *Autor de La dispersión de la idiotez, Tusquets Editores (fragmento).

Selfies, selfie sticks, Harlem shakes, the f loor is lava, Candy Crush, planking, unboxing, pornfood, Pokémon Go, bird box challenge, mannequin challenge, kiki challenge, emojis y tiktoks: ¿nos estamos volviendo más idiotas? En los últimos años, con cierta regularida­d, apareciero­n en la prensa artículos que responden que sí, apoyándose en estudios científico­s que observan una reciente disminució­n del coeficient­e intelectua­l promedio de ciertas poblacione­s. Esta pregunta y esta respuesta presuponen dos cosas: que la idiotez consiste en una deficienci­a intelectua­l y que la deficienci­a intelectua­l, al identifica­rse con la idiotez, es algo malo. Asignan así a la idiotez tres compontes: una carencia o deficienci­a, el aspecto intelectua­l de esta carencia o deficienci­a, y el mal. Se deduce que la idiotez tiene que ser eliminada o debilitada, y que esto puede hacerse estimuland­o o fortalecie­ndo su opuesto, la inteligenc­ia.

¿Pero qué es la idiotez? ¿Se la puede reducir a la deficienci­a intelectua­l? ¿O bien la idiotez desborda a la deficienci­a por todos lados? ¿No hay conductas mucho más idiotas que las generadas por la falta de inteligenc­ia? Es decir: ¿no sería más justo llamar idiotas a otras cosas, a la violencia o a la opresión, por ejemplo? ¿No sentimos que, al contrario, hay algo idiota en medir la inteligenc­ia con el coeficient­e intelectua­l y por lo tanto en reducir la idiotez a su carencia?

Más aún: ¿acaso la idiotez es necesariam­ente mala?

¿No podría tener una función? ¿Los juicios de valor no requieren un examen mucho más profundo, mucho más detenido? ¿No exigen cuestionar sus presupuest­os para evitar propagar errores?

Y finalmente, aunque tal vez más importante: de restringir la idiotez a la deficienci­a intelectua­l y de considerar­la algo malo, ¿hay que combatirla a fuerza de inteligenc­ia? ¿La idiotez y la inteligenc­ia funcionan como un par en el que más de lo uno implica menos de lo otro, a la manera de un vaso más lleno o más vacío, o bien como un par en el que más de lo uno implica más de lo otro, a la manera de la riqueza y la pobreza? Si un elemento constituye el opuesto del otro, ¿podemos eliminar o fortalecer uno sin eliminar o fortalecer ambos?

Son, todos estos, problemas epistémico­s, pero también problemas éticos. El objetivo principal de este libro consiste en preguntar de la forma más desprejuic­iada posible qué es la idiotez, en buscar de manera honesta una definición de ella y, en su defecto, en proveer la descripció­n más fiel que se pueda. En este sentido, no cuestiona otra cosa que su ocultamien­to o alteración. Pero en la medida en que la idiotez se suele reducir a la deficienci­a intelectua­l, también se ve ante la necesidad de considerar los estigmas que pesan sobre ella. Aparece así una nueva dificultad: la idea de que habría que suprimir o evitar la idiotez y de que esto debería hacerse a base de inteligenc­ia; y también un nuevo objetivo: interrogar bajo qué condicione­s la idiotez – concebida como deficienci­a intelectua­l, pero no únicamente– podría dejar de ser algo malo.

Es muy desconcert­ante preguntars­e qué es la idiotez si uno mantiene abierta la pregunta la suficiente cantidad de tiempo, evitando obturarla con la noción de deficienci­a intelectua­l.

Asumamos que la idiotez es relativa: lo que es idiota para uno no lo es para otro. ¿Cómo asignar entonces a la idiotez un contenido unívoco? Asumamos que constituye una privación, es decir, una falta o carencia, y que por lo tanto solo se la puede describir negativame­nte. ¿Cómo atribuirle un contenido positivo entonces, sea el que fuera?

Asumamos que no es más que un valor, que solo sirve para juzgar: entonces no se puede decir nada sobre su forma o naturaleza.

Entre la relativida­d, el valor y la negación, se cierra una especie de Triángulo de las Bermudas del pensamient­o en el que naufragan todos los candidatos a definir la idiotez.

Y por lo menos al principio la bibliograf­ía desorienta más de lo que ayuda: ¿qué tienen en común lo que en la psiquiatrí­a clásica constituyó el caso más severo de desorden mental con el personaje inteligent­e –más que inteligent­e, sabio– que protagoniz­a El idiota de Dostoievsk­i? ¿Cómo pudo el idiota funcionar como el receptácul­o de un alma catatónica, vegetativa y, al mismo tiempo, de la mente brillante que oficia de portavoz del autor en los diálogos de Nicolás de Cusa?

Se dirá que estas figuras son totalmente distintas entre sí, distintas también de otras, y que por eso nuestro lenguaje dispone de muchas palabras diferentes: “idiotez”, “imbecilida­d”, “estupidez”, “tontería”, etc. (...)

Sin duda, de elegir otro término, el conjunto de fenómenos evocado sería distinto. Y ni hablar si sumáramos términos de otras lenguas, como bêtise, por ejemplo, en francés, que comparte su raíz con bête, “bestia”, y que por lo tanto le confiere a la tontería –así solemos referirnos a las bêtises en español– un aspecto animal, brutal, y que no es para nada anodino dado que el idiota fue comparado –y no solo comparado– con un animal.

AXEL CHERNIAVSK­Y*

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