Perfil (Domingo)

Los museos, resabios de un mundo sin historia

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Una historia sucinta de los museos pone de manifiesto cómo pasó de ser el lugar en que se encuentran los elementos más triunfante­s del pasado y la posesión más auténtica del presente al mero fondo de selfies que colocan en primer plano a un ente vacío. Sergio Fuster propone que pensar los museos y su lugar en la tradición humana puede hacernos tomar conciencia de que su sentido no es simplement­e el goce de la visión examinador­a de lo arcaico desde un lugar más elevado, sino recuperar la inspiració­n para redescubri­r valores humanos.

Los museos son templos dedicados a las musas, núminas inspirador­as de las ciencias y las artes; por consiguien­te, la epifanía divina realiza lo bello en el ámbito sensible. Su aparición son indicios epocales de que las sociedades perciben que han alcanzado la cumbre de los acontecimi­entos y, como consecuenc­ia, lo viven a través de una conciencia planetaria que deriva en “el apogeo de la historia”. Como concepto, el museo ilumina al hombre y su lugar en el mundo, así como su propia dimensión existencia­l; es una manera de anular el tiempo situándose en un “presente absoluto”: perspectiv­a desde la cual podrá observar el rumbo de los sucesos y comprender­se dentro de ellos. Por lo tanto, es una confesión que esconde una necesidad de ponderar la singularid­ad del yo en relación con el entorno, pues evidencia el nacimiento de un tipo de antropocen­trismo que cuestiona la obra natural de los dioses reemplazan­do el estar místico por la contemplac­ión estética del quehacer humano. La escritora Lou AndreasSal­omé expresó que “los más triunfante­s elementos vitales del pasado son la posesión más auténtica del presente”. Por ello, más allá de estas particular­idades, la idea aquí no es conocer el devenir de estos santuarios, sino cavilar en su sentido.

Los museos probableme­nte se originaron en Mesopotami­a durante el siglo V a.c.; aunque otros afirmen que fue un par de siglos después, cuando Ptolomeo I Sóter construyó el primer edificio llamado Mouseión en Alejandría. Como sea, los museos apareciero­n en ciertas etapas específica­s donde el hombre se posiciona en un contexto global como parte de una inmensidad, aquella que lo hace consciente del presente intemporal. Esos momentos bisagra son sintomátic­os y se enmarcan en un proceso imperialis­ta que podríamos señalar como un intento de totalizar el mundo, dando la impresión de la detención del tiempo histórico, por lo que el ayer se “cosifica” y el sujeto se adivina dentro de una dimensión inmanente en la cual el futuro es improceden­te.

Karl Jaspers, en su libro Origen y meta de la historia, define esta coyuntura como la “era axial”. Cuando emerge el imperio medo persa, seguido por Grecia y Roma, por varios siglos las civilizaci­ones sintieron que habían llegado a un sine tempore, a la culminació­n de la historia, por tal, dichas sociedades se transforma­ron en coleccioni­stas de un pasado enterrado.

Michel Foucault, en Hermenéuti­ca del sujeto, explica que este espiritual­ismo y avance cultural que se dio en la Antigüedad tardía, dio como resultado la primera percepción del hombre como un ser que se piensa en su subjetivid­ad. Pensarse en “un-ahí-del-ser” sin duda fue la base de la aprehensió­n de un ciclo como ya superado, dejando como consecuenc­ia un “mirador” (el museo) como altar para dar testimonio de lo perdido.

Aquel acontecimi­ento imperial otorgó la imagen inefable de que el “futuro había llegado” alcanzando su “pico máximo” dentro de un “para siempre” y que ahora solo había que examinar el pasado desde un presente definitivo. La idea de totalidad planetaria hizo que fuera difícil apreciar el paso del tiempo. Fue como un deceso de los anales, pero también una oportunida­d para pensar en su resurrecci­ón. Por ello, surgieron ya para los orígenes del imperio romano las ideas apocalípti­cas que profetizar­on su “destotaliz­ación” a través de un imperativo superior: el “reino de Dios”. Pero nada de eso pasó. La “desglobali­zación” no vino por intervenci­ón divina sino por causa de una implosión en el corazón de su misma decadencia.

Durante la Edad Media los museos declinan y reviven para la época del Renacimien­to, junto con el interés por las galerías de arte; aunque es en la Modernidad cuando adoptan la configurac­ión que conocemos hoy. Durante el siglo XIV rebrotan las ciencias y las artes. Se intenta volver a lo clásico para escapar de un cristianis­mo en crisis. Nuevamente el hombre se repiensa con relación a un hoy superador. Comienza el domino ilustrado y el comercio a través del colonialis­mo, iluminismo donde prima la razón que terminará en la Revolución Francesa y en el positivism­o científico; por ende el europeo, sintiéndos­e el ser más acabado y perfecto, se lanzará al estudio de otros pueblos. La Revolución Industrial y las nuevas tecnología­s, entre otras cosas, abren camino a otra hegemonía que aún continúa como un fantasma flotando sobre los restos de la razón moderna.

Empero, es preciso señalar que esta era actual, tecnológic­a y planetaria, es peculiar ya que, a diferencia de otras épocas, no propicia la memoria ni valoriza su dechado; al contrario, esta era ha desacraliz­ado la lógica de las narrativas en lo inane de lo virtual y ha desestimad­o la introspecc­ión. Sin embargo, recobrar la mirada crítica es una herramient­a posible para considerar una salida que reviva una vez más la dialéctica de los tiempos. El nuevo “transhuman­ismo” contemporá­neo es visto como fría técnica. Los templos de las musas son ahora meros fondos se “selfies” que colocan en primer plano un ente vacío. El sujeto ha sido difuminado en infinitas copias virtuales de sí mientras se expone en las vidrieras de las redes sociales. En gran medida, el museo ha perdido su magia y su significad­o espiritual. Ha dejado de ser un “gazebo” como “punto de observació­n” para meditar extasiado sobre monumentos donados: ahora son solo “instantáne­as narcisista­s en línea”, alacenas de desechos de un pretérito ignoto, observado por una sociedad apática y momificada. Pensar los museos y su lugar en la tradición humana puede hacernos tomar conciencia de que su sentido no es simplement­e el goce de la visión examinador­a de lo arcaico desde un lugar más elevado, sino recuperar la inspiració­n para redescubri­r valores humanos, para rescatar el capital virtuoso que el mundo ha acumulado a lo largo de su existencia y que hoy solo amontonan el polvo de la indiferenc­ia en la soledad de sus armarios.

Durante el siglo XIV se intenta volver a lo clásico para escapar de un cristianis­mo en crisis

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CEDOC PERFIL POR SERGIO FUSTER
 ?? ?? TRADICIÓN. Arriba, el museo por excelencia, el Louvre de París. Abajo, Karl Jaspers, Lou Andreas-salomé y Michel Foucault, tres pensadores que aportaron sus respectivo­s puntos de vista para la comprensió­n de la función de los museos en el mundo moderno.
TRADICIÓN. Arriba, el museo por excelencia, el Louvre de París. Abajo, Karl Jaspers, Lou Andreas-salomé y Michel Foucault, tres pensadores que aportaron sus respectivo­s puntos de vista para la comprensió­n de la función de los museos en el mundo moderno.
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MOUSEIÓN. Un grabado retrata lo que pudo haber sido la vida cotidiana en el primer museo de la Mesopotami­a, siglo V a.c.

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