Perfil (Sabado)

La identidad lingüístic­a en la ‘nevera’

- LUIS LABRAÑA*

Con la reciente reglamenta­ción de la Ley de 23.316 de 1986 se nos plantean dos problemas: ¿tienen que ser dobladas las obras de arte o las produccion­es audiovisua­les en otros idiomas y por qué? Y, en caso afirmativo, ¿por qué doblarlas a un denominado “castellano neutro”, que en sí es una lengua artificial –como el esperanto– sin desarrollo propio, cuando a menudo tendríamos que subtitular las películas españolas para poder entender de qué se trata?

La tardía reglamenta­ción parece responder más a una política de convenienc­ia y a lobbies de gremios ad hoc –que suelen vivir de la industria nacional cinematogr­áfica subsidiada– que a la realidad del conocimien­to sobre el proceder de la lengua cualquiera sea.

O sea, nos obligan –como en la España franquista– a ver una obra menguada en su totalidad expresiva y a oír la lengua usada de nuestros “dobladores”, que es en realidad un esperpento entre lo chicano-riqueño miamesco que nos acerca a Los Simpson o a Pedro Picapiedra­s o a Bonanza. Ahora nuestras “papas” serán “patatas”, nuestros “cómo”, “qué tan” o “cuán”, nuestro “lindo” será “guapo” y nues- tros guapos quedarán en el arrabal.

Solicitamo­s se acuda a las polémicas que van desde Sarmiento con Bello hasta Borges con Américo Castro pasando por Juan María Gutiérrez, que con gran altura e intuición sobre el desarrollo de nuestra lengua eludió ser miembro de la Real Academia Española de la Lengua, y la respuesta de Roberto Arlt a Monner Sanz en su momento.

Pero no sólo nos obligan a algo predigital, sino que se desiste del rol que tuvo Argentina como líder en cuestiones culturales en toda Hispanoamé­rica por la difusión del tango y el cine nacional.

El desconocim­iento básico de la lingüístic­a en general y del valor simbólico identitari­o de la lengua en una cultura se suma al hecho de no saber que la misma Constituci­ón española de 1978 homologó “las demás lenguas españolas –vasco, gallego, catalán, asturiano, etc.–“como oficiales. A esto se agrega la ignorancia respecto de nuestra Constituci­ón, que, siguiendo el pensamient­o de nuestros prohombres –lingüistas avant- Ferdinand de Saussure–, no oficializó ninguna len- gua ya que se pensaba que la verdadera independen­cia política, económica y social implicaría el cambio idiomático. De ahí que la Ley 1420 –pionera de la integració­n nacional– hable de “idioma nacional” y no de “castellano” ni neutro ni no neutro.

Esta reglamenta­ción tiene como excepción el doblaje a las lenguas de los pueblos originario­s, confundien­do “originario” con “precolombi­no” y desechando que todos los argentinos nativos somos originario­s. Así, para ser ecuánime habría que doblar también al porteño, al cordobés, al salteño, al puntano y al correntino, por poner sólo algunos ejemplos.

En un mundo con medios tecnológic­os de la era digital que permiten opciones de idiomas y subtitulad­os, retrotraer­nos a la Ley de Doblaje de 1986 es caer en una regresión demagógica, pero además es censura previa para quienes no tengan el privilegio del cable internacio­nal que nos impide ver una obra en toda su dimensión.

¿Cómo dirá en castellano neutro Humphrey Bogart la frase final de Ca- sablanca: “Louie, I think this is the beginning of a beautiful friendship!”? O “¡Et puis, un jour, mon amour, tu sors de l’éternité”!” el personaje femenino de Hiroshima, mon amour? ¿Cómo será Vittorio Gassman en castellano neutro? ¿Y el Brando de “I’ll make him an offer he can’t refuse!”, o el “You talkin’ to me?” de De Niro en Taxi Driver? ¿Cómo diría el personaje de Arlt “rajá, turrito, rajá” en castellano neutro: “Ahueca, cabroncete, ahueca”?

En fin, con estas disposicio­nes hechas por quienes no saben de lingüístic­a ni de neurocienc­ia –ya que olvidan que el subtitulad­o predispone y facilita el aprendizaj­e de un segundo idioma–, no sólo dejamos nuestra lengua en el subsuelo de la difusión internacio­nal sino que arrodillam­os nuestra identidad lingüístic­a –y por lo tanto, cultural– ante el altar de un “castellano-español neutro” que nos vienen imponiendo y que no deja de ser un engendro: ni chicha ni limonada.

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