Perfil (Sabado)

La ilusión de las nuevas clases medias

- EDUARDO LEVY YEYATI*

Hace unos días un distinguid­o colega bolivarian­o exiliado en Harvard me preguntaba qué opinaba de “las nuevas clases medias globales”, por llamar de algún modo al fenómeno de los millones de hogares del mundo en desarrollo que, fruto de las políticas sociales y del crecimient­o de los 2000, subieron un escalón en la tabla de posiciones del ingreso. Tal vez en ningún lugar del mundo este fenómeno ha sido tan visible y tan estudiado como en América latina, incluyendo un exhaustivo y ampliament­e citado trabajo del Banco Mundial.

Mi primera reacción es, naturalmen­te, positiva: la nueva clase media es el reflejo de la reducción de la pobreza, medidas ambas sobre la base de los niveles de ingreso, fundamenta­lmente laboral, o de transferen­cias como las asignacion­es o la jubilación.

Mi segunda reacción es de cautela: conocemos sólo los ingresos de las familias (no sus ahorros) y muchos de estos ingresos son la contracara del gasto público. Si hoy consumo el aumento de ingreso (es decir, si no ahorro) y mañana mi ingreso cae (porque el país y el empleo y el salario real cre- cen menos, o porque las transferen­cias suben menos que la inflación) vuelvo a la pobreza. Y si el aumento de ingreso me permite endeudarme con el banco o el vendedor que antes no me fiaba (es decir, si consumo más que mi ingreso) puedo acabar más pobre que al comienzo. Para salir de la pobreza hay que generar riqueza, y no tenemos datos de riqueza.

Por otro lado, el gasto público asociado con las transferen­cias no siempre es sostenible. Por ejemplo, casi todos los sistemas previsiona­les de la región (y del resto del mundo) son deficitari­os: los aportes de los trabajador­es registrado­s no cubren los beneficios, y pocos países ahorran fondos para cubrir este agujero. En algún momento, alguien pagará esta cuenta invisible. Así, las nuevas clases medias podrían ser tan vulnerable­s (es decir, efímeras) como los milagros económicos de sus países de origen. ¿Cuánto quedaría de la clase media brasileña si, con la reversión del ciclo económico, subiera el desempleo o el gobierno se quedara sin aliento y retrasara transferen­cias y jubilacion­es?

Mi tercera reacción es de escepticis­mo, como ante cualquier festejo epidérmico y prematuro. La clase media se mide en dinero, pero el dinero no hace a la felicidad. El bienestar social (la cartera de consumos de los hogares) está en gran medida compuesto por bienes públicos. El trabajador que ahora tiene mayor poder de compra es el mismo que viaja todos los días dos horas como sardina exponiéndo­se a la insegurida­d urbana y ferroviari­a, el mismo que paga la cuota del colegio parroquial para eludir los paros o el deterioro edilicio, o la prepaga para evitar el racionamie­nto en el sistema de salud pública. Cuando el problema básico de ingreso se soluciona, uno advierte el resto de los problemas (sólo cuando se accede a algo se aprecia su calidad). Y entonces nota que ahora consume más bienes privados pero menos (o peores) bienes públicos –y sale a la calle a protestar–. ¿Cuánto mejoró realmente la calidad de vida del trabajador urbano en Brasil?

Menos obvia es la conexión entre ambos lados de esta moneda. El déficit de bienes públicos es, en algún sentido, el reverso del boom de las clases me- dias: el gasto público que sostiene el ingreso privado con subsidios y transferen­cias limita la inversión pública en servicios.

¿Cómo se reconcilia este contraste entre ingreso y calidad de vida? Como decía mi colega bolivarian­o, una “sociedad de clase media” es aquella donde el estándar de vida es elevado por la calidad de los bienes públicos. Los bienes públicos sostienen e igualan. ¿Por qué si no en Europa, aun con salarios modestos, se vive mejor? ¿Por qué, aun con la crisis terminal del Mediterrán­eo, están tan lejos de nuestras penurias de 2002?

Dado que el incremento de salario mínimo o de la transferen­cia es del gobierno, que lo da, mientras que el deterioro de los bienes públicos es lento y difuso (no es de nadie en particular), es fácil entender que el político cortoplaci­sta priorice lo primero a expensas de lo segundo. Ahora que las demandas están a flor de piel, ¿algún político tendrá el coraje de explicarle al votante que para tener mejor educación y transporte en el futuro es preciso ahorrar más en el presente?

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