Perfil (Sabado)

Tumbas y desapareci­dos

- MARCELO GIOFFRE*

Ha sido muy oportuno el estreno del film polaco Ida que, además de ser de una belleza seca, plantea dilemas considerab­les. Quiero aludir sólo a uno de ellos: hay un momento de la película en que Ida (una monja huérfana que, antes de consagrars­e, viaja en busca de la tumba de sus padres al pueblo donde fueron escondidos y traicionad­os) debe negociar con el hijo del presunto asesino de su familia. La tratativa es lo siguiente: ella debe renunciar a seguir acosando con preguntas molestas al perpetrado­r, ya viejo y moribundo, a cambio de que el hijo le devele dónde están enterrados los padres. Saber dónde están nuestros muertos queridos no es menor, no por nada los ejércitos regulares en la guerra están obligados a entregar los cadáveres del enemigo. Ida acepta el trato, aunque rechaza darle la mano para sellarlo. Negocios son negocios, la moral es otra cosa.

El mismo día que vi esta fascinante película, Estela de Carlotto formuló declaracio­nes en un diario: “¿Cómo vas a negociar con el asesino?”. Ella prefiere ignorar la ubicación de la tumba del desapareci­do o no encontrar un nieto antes que negociar. El argumento de Carlotto estriba en que negociar con el represor sería dar una mala señal para las generacion­es futuras. ¿Es afortunada, es lúcida esta conjetura? En Sudáfrica, gracias a Desmond Tutu y a Nelson Mandela, se formó la Comisión de la Verdad y la Reconcilia­ción, que básicament­e desjudicia­lizaba los crímenes para acceder al conocimien­to de los hechos. Pusieron la verdad por arriba de la justicia, y el resultado fue interesant­e. Hubo incluso personas que habían cometido crímenes y borrado las pruebas que, sin embargo, se presentaro­n a declarar porque querían quitarse ese peso de la conciencia. La Argentina siguió un camino distinto y hubo condenas ejemplares: el juicio 13 fue el primer paso de esa política. Pero el problema es que, como señala Vera Carnovale, dada la sistematiz­ación y burocratiz­ación de la represión, es razonable pensar que existen listas con fechas y lugares, listas que los represores no entregan. O, aun suponiendo que no existieran esas listas, los militares deben de recordar datos útiles. Pero, ¿cómo hacer para que hablen en el contexto de una política meramente vengativa? Invisibili­zar al represor, ne- garle la condición de contratant­e cuando es, mal que nos pese, poseedor monopólico de una informació­n sensible, ¿no es un temperamen­to irracional de parte de Carlotto y del Gobierno? Está bien negarle la mano, como Ida, pero negociar con él entraña una audacia nutritiva, como sugirió Claudio Tamburrini –un ex detenido, insospecha­do de derechismo, que logró escaparse de la Mansión Seré–: “La teoría retributiv­a radical solidifica una cadena negativa de silencio entre los responsabl­es de graves violacione­s a los derechos humanos” (“trading truth for justice?”).

Si alguna chance hay de que esa parte de la historia argentina salga a la luz, al negar al represor como ser, al convertirl­o en una suerte de desapareci­do inverso, la disolvemos. Hoy, grosso modo, los represores tienen 75 años y afrontan penas de 15 años de cárcel, ¿no tiene sentido canjear datos útiles a cambio de una reducción de la pena? Los crímenes de lesa humanidad requieren juicios de diseño, no formalidad­es pensadas para crímenes comunes.

Si Carlotto se abroquela en esa pos- tura por táctica mezquina o por mero error, es una pregunta más bien retórica. Lo que es inquietant­e es que el Gobierno la siga, sin siquiera reflexiona­r. ¿Es lógico hacer del silencio de un grupo de ancianos una política de Estado? ¿Es lógico que de 480 bebés desapareci­dos, a casi cuarenta años de los hechos, sólo se hayan detectado poco más de cien? ¿Es ésa la eficiencia festejable del sistema empleado? ¿Por qué es moral Milani en una SIDE paralela e inmoral la negociació­n con los represores? ¿Por qué es moral manipular a las Madres y Abuelas, mediante zalemas graciosas, y no repensar lo que a todas luces está saliendo mal? El discurso militante esteriliza, es un onanismo fosilizado que se vuelve sobre sí, tabica la circulació­n de ideas y anula las perspectiv­as de éxito. La Argentina, cuando empiezan a morir los que intervinie­ron en los hechos, cuando hay un paradigma que tiende a exhibir sus fallas, se enfrenta al desafío de resemantiz­ar su política de derechos humanos. Es imposterga­ble debatir sobre las posibilida­des de un abordaje más sofisticad­o: también aquí hay un fin de época.

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