La traición de Obama a los inmigrantes hispanos
Esta semana anunció que devolverá a los niños que cruzan la frontera sin sus padres. Según datos oficiales, el año pasado fueron deportados más de 400 mil mexicanos. Boston, un ejemplo de contrastes.
Las deportaciones se hacen a granel, incluso a residentes con más de diez años de permanencia. Más del 85% son trabajadores activos
En fechas recientes fui invitado a participar como escritor residente en la Hispanic Writers Week (HW W ), un proyecto auspiciado por la Universidad de Massachusetts que desde 1987 ha convocado a escritores de América Latina con la finalidad expresa de par ticipar en las actividades de la comunidad hispana de Boston, infundiendo en las generaciones de hijos de migrantes –mayormente dominicanos, puertorriqueños, mexicanos y centroamericanos– conciencia al respecto de la lengua de sus padres (el español) y la circunstancia de habitar una identidad híbrida que origina configuraciones políticas conflictivas en disputa permanente.
El estado de Massachusetts –denominado “TAXachussetts” por el ingenio local debido a que se trata de la provincia con la carga impositiva más alta de los Estados Unidos– es célebre en el mundo entero por contar con algunas de las universidades y centros de educación superior más prestigiosos –y caros– del mundo. Primera mano. Como parte de las actividades se contemplan jornadas de trabajo durante una semana con escuelas y bibliotecas públicas de Boston. Allí pueden verse algunas de las múltiples penurias de los millones de hispanos en Estados Unidos, que se encuentran en un altísimo grado de vulnerabilidad, sobre todo porque al día de hoy ningún presidente en su historia ha deportado tantos inmigrantes como Barack Obama, premio Nobel de la Paz en 2009.
Según la Oficina de Inmigración y Aduanas (ICE, por sus su siglas en inglés), dependiente del Departamento de Seguridad Nacional, tan sólo en 2013 la administración de Obama –descendiente de una familia de migrantes– fueron deportados más de 400 mil mexicanos, lo que contrasta con sus promesas vanas de una reforma migratoria, prometida a los votantes antes de llegar a la presidencia. Durante su gobierno se han gastado cifras estratosféricas en seguridad y policía fronteriza, por lo que puede asegurarse que sus compromisos con la comunidad latina, cuyos votos fueron esenciales para garantizar su permanencia en el poder, no han sido otra cosa que mentiras. O, como dicen en Boston, en el musical español de Puer- to Rico: “Aunque ahora en esa Casa viva un negro, el espíritu que nos gobierna sigue siendo el de un blanco”.
Las deportaciones se realizan a granel, incluso a residentes con más de diez años de permanencia en el país. La información al respecto es nebulosa, pero es un hecho que se deporta a gente por no contar con identificación, por faltas mínimas de tránsito o incluso por violencia doméstica. En más del 85% de los casos, se trata de trabajadores en activo.
En los últimos seis años, el gobierno estadounidense ha deportado a más de dos millones de inmigrantes, separando a familias latinas con historias de exilio, pobreza y desgarramiento a cuestas. Dando clases de expresión literaria a los alumnos del secundario Margarita Muñiz Academy, escuché testimonios en los que la tragedia es la nota recurrente. Ya sea que se trate de familias desmembradas con distintos grados de pobreza, el denomi- nador común es el abandono en que se encuentran adolescentes y niños en medio de una identidad partida, con familias disfuncionales en las que la ausencia de uno o ambos padres es el punto de encuentro.
Las dimensiones de las malhadadas políticas migratorias –que han encontrado en el republicano John Boehner, líder de la Cámara de Representantes, al principal opositor al respecto de la agenda prometida por el presidente– han orillado a líderes demócratas de Carolina de Norte a pedirle a Obama, en su carácter de líder del Ejecutivo, que detenga las deportaciones. Hace unas semanas, más de 500 delegados votaron en Raleigh a favor de una resolución que evite las separaciones familiares, de manera similar a los migrantes que llegaron a los Estados Unidos siendo infantes y fueron eximidos de la deportación bajo el programa de Acción Diferida hace treinta años (ver recuadro).
Otro de los conflictos esenciales de la comunidad hispana en Estados Unidos radica precisamente en la herencia cultural que implican sus raíces, puesto que la lengua es un impedimento para insertarse en la realidad estadounidense: siendo migrante de tercera o hasta cuarta generación en un
país racista, lo último que se necesita es sentirse extranjero. Hace poco, declaraba al respecto el periodista Gay Talese: “La inmigración siempre ha sido la historia más interesante de Estados Unidos. Miles de personas que intentaban aprender a vivir de un modo distinto y que no se sentían bienvenidas en este país. Es algo que sigue ocurriendo hoy. Uno intenta sobrevivir como un extraño en un lugar al que le gustaría llamar su hogar”, y remata con conocimiento de causa: “Uno se ve obligado a mirar con desprecio a sus padres para salir adelante. Uno se avergüenza porque ellos dejaron su país de origen para dar a sus hijos una vida mejor. Pero no hay otro camino que repudiar lo que son y lo que representan para integrarse del todo en la sociedad. Uno tiene que ser menos extranjero. En ese proceso se convierte en un extranjero para sus padres y sufre mucha angustia y muchos conflictos”.
Habitando una realidad donde el sistema establece una categórica distinción de clases –los hijos de los bostonianos antiguos asisten a escuelas privadas– es difícil convencer a las jóvenes generaciones sobre las bondades de una identidad difusa y licuada que, para fines prácticos, oficia como una muestra contundente de que uno no pertenece al lugar donde vive. Porque en ningún lugar del continente es tan fuerte el racismo como en Estados Unidos, una tierra que ha hecho del desprecio al diferente un auténtico evangelio (no existe ni ha existido en su historia un melting pot –crisol de razas–; en todo caso, se trata de una especie de salad bar).
Por ello, aunque las escuelas públicas americanas se encuentran llenas de afroamericanos que no hablan español y latinos que lo olvidan (pero también lo transforman), la sociedad estadounidense sigue siendo un fresco contrastante en el que resulta imposible imaginar un buen gobierno.
Basta visitar cualquier bar bostoniano para percatarse de que si los mexicanos son quienes atienden las cocinas y los dominicanos quienes sirven los tragos, son los rubios americanos quienes compran las bebidas y los negros quienes limpian los baños; y aunque las cosas no son tan esquemáticas, hay códigos elocuentes dados por los niveles de proxemia de los grupos humanos entre sí.