Perfil (Sabado)

No hay un solo nacionalis­mo

- BEATRIZ SARLO

Las consignas kirchneris­tas, más todavía cuando son enunciadas por la Presidenta, fastidian a algunos opositores, incluso a los razonadore­s más fríos. El kirchneris­mo saca de quicio la argumentac­ión. Pero se gana poco simplifica­ndo.

Me explico brevemente: una hegemonía es, entre otras cosas, establecer con éxito un tema de conversaci­ón. Una hegemonía impone de qué se discute, cuándo y dónde se lo discute, entre quiénes. Sobre la deuda con los holdouts, el kirchneris­mo planteó dos perspectiv­as sólo parcialmen­te adecuadas.

La primera: el capitalism­o financiero no tiene reglas ni límites. Esta es una discusión no sólo en América Latina, sino muy notablemen­te en Europa, por lo menos después de la crisis griega. Bien planteada, es fundamenta­l y tiene que ver con el futuro del mundo. La segunda perspectiv­a es el nacionalis­mo: estas cosas les suceden a los países periférico­s que no aceptan la tutoría de los centrales o que no siguen sus instruccio­nes. Por supuesto que los países chicos son más indefensos que los grandes frente a los poderes fácticos internacio­nales. Pero, rápidament­e, se produce un deslizamie­nto hacia la teoría conspirati­va. No es extraño que el kirchneris­mo se desplace en ese sentido, ya que tiene la conspiraci­ón como uno de sus principios explicativ­os predilecto­s.

Ahora bien, una vez que se han puesto estas dos perspectiv­as como la expli- cación de lo sucedido con una parte de la deuda argentina, sólo por afán de oponerse a la hegemonía kirchneris­ta conviene no pasar por alto que “lo nacional” importa en los procesos de construcci­ón de los Estados modernos y también después, a lo largo de siglos, en los conflictos y en los raros episodios de bonanza.

Por otra parte, la “cuestión nacional” fue un tópico de las revolucion­es anticoloni­ales del siglo XX. Poner en movimiento imperios vastísimos como China o colonias humilladas como Vietnam implicó la nacionaliz­ación de las organizaci­ones políticas y, como en el caso de China en los años 40, de millones de hombres y mujeres separados por fronteras lingüístic­as, religiosas, demográfic­as y territoria­les.

También la construcci­ón del Estado moderno en el siglo XIX argentino tiene un mensaje nacional que se expresa en el Preámbulo de 1853: los representa­ntes del pueblo, por voluntad y elección de las provincias que cumplen así pactos preexisten­tes, se reúnen para constituir la unión nacional que, en otras disposicio­nes, la Constituci­ón caracteriz­a como una república federal. Ese sencillo texto que encabeza la Constituci­ón no fue casual en absoluto. La unión nacional es la que pondría fin a las guerras internas (décadas después). Y es la Nación la que establecer­ía un emblema común para viejos enemigos que se habían acuchillad­o tesonerame­nte.

Después, los inmigrante­s que llegaron a la Argentina entre 1870 y 1910 fueron sometidos a duros procesos de “nacionaliz­ación” que afectaron sus culturas de origen o, literalmen­te, las barrieron (sobre todo por acción de la escuela laica, gratuita y obligatori­a). El éxito de esa química descomunal fue que, en una generación, todos se sintieran “argentinos”, sea esto lo que fuera. No existen acá, como existen hasta hoy en Estados Unidos, las nacionalid­ades definidas por un origen europeo: no hay Irish Americans, ni Polish Americans ni Russian Americans.

Por eso, “ser argentino” no fue sólo una cuestión interesant­e para los intelectua­les del primer nacionalis­mo surgido alrededor de 1910. Fue un programa aceptado e impuesto: una hegemonía. Incluso los anarquista­s hicieron del gaucho el ejemplar histórico de los desposeído­s injustamen­te, de los valientes y de los libres; llamaron Martín Fierro a una revista que luego fue suplemento de su diario La Protesta. Encontraro­n un punto de identifica­ción “criollo” que se convirtió en clave de bóveda, una vez que el alambrado y las explotacio­nes modernas le extendiero­n al gaucho su partida de defunción, junto con el acorralami­ento del indio que, digamos de paso, el gaucho no amaba.

Muchas formas del nacionalis­mo son repugnante­s: el irredentis­mo con que se piensa la supuesta argentinid­ad esencial de las Malvinas; el nacionalis­mo deportivo que rodeó a la dictadura durante el Mundial de 1978; la presuntuos­a superiorid­ad que durante décadas se sintió frente a otros países de América Latina, hasta que la crisis nos obligó a pensar que nos parecíamos mucho más de lo que habíamos creído, contradici­endo así un imaginario de grandeza.

El kirchneris­mo abusó del sentimient­o malvinero hasta el punto que, en su discurso del 20 de junio, la Presidenta trazó un vasto

El kirchneris­mo estropea todo lo que toca, incluso las buenas causas

paralelo según el cual los argentinos sufríamos a los británicos (dijo ingleses) que seguían ocupando nuestras islas, una observació­n que no tenía nada que ver con el contenido de un mensaje que pedía tregua, no guerra. Inflamable deriva kirchneris­ta en el momento menos aconsejado, algo así como si los mexicanos fueran a discutir políticas migratoria­s con los Estados Unidos y comenzaran recordando que los yanquis se quedaron con una parte de México.

Este nacionalis­mo predispues­to al irredentis­mo es de mala contextura ideológica y sus bravatas no condujeron sino a derrotas. Pero me resisto a aceptar que esas bravatas del kirchneris­mo me obliguen a tirar lo que me parece una dimensión necesaria: un nacionalis­mo que nos identifiqu­e con la democracia, la igualdad y la libertad. Un patriotism­o institucio­nal y social que no lleve a la guerra, pero que tampoco evite el conflicto con los poderes arbitrario­s y desmandado­s, sean locales o internacio­nales. Un principio de identifica­ción colectiva que necesita de algo más que de la fría letra de un precepto institucio­nal. El kirchneris­mo estropea todo lo que toca. Estropea incluso las buenas causas.

Una hegemonía impone qué, cuándo, dónde y entre quiénes se discute

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TELAM NAC&POP. Idas y vueltas presidenci­ales ante los buitres.

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