Perfil (Sabado)

Muros o puentes

- CATALINA DE ELIA*

Ramos Mejía, un señor no quiere reclamar seguridad ante las cámaras de TV porque tiene miedo. Le acaban de robar a su vecino. Una mujer se niega a denunciar un hecho porque supone que la Justicia no funciona. Países que expulsan inmigrante­s. Muros de cemento que dividen zonas geográfica­s. Muros que separan clases sociales. Muros. Hay muros en todas partes. Los muros, sobre todo, están adentro de los seres humanos. Los muros expresan miedo al otro, indiferenc­ia social, intoleranc­ia. Los muros son un síntoma. Igual que la llaga que sale en la comisura del labio y que es la forma en que el cuerpo nos avisa que algo anda mal. Tal como Maristella Svampa dice, con cita del poeta francés Marcel Cohen, no hay muro que, en algún momento, no haya sintetizad­o el mundo.

Pero ¿qué pasa si reemplazam­os muros por puentes? Según la Real Academia Española un puente es “una persona o cosa material o inmaterial que sirve para poner en contacto o acercar dos cosas distintas”. Hannah Arendt decía que en la creación de un espacio público residía la chance de que los hombres, a través de la acción y el discurso, fundaran un espacio de libertad para organizar la vida en común. En esa clave, el puente es un camino de encuentro hacia la riqueza del otro. Se trata de reemplazar esa forma de ver al otro como competidor y pensarlo como una instancia que nos completa. Nuestras carencias se completan a partir del otro y no a pesar del otro. El miedo al otro nos paraliza, nos empobrece, sin otro no podemos crecer como personas. Sin otro no es posible un contrato social. Sin un otro no hay vida en común posible, sin otro no hay vida, no hay mundo. Ahora, ¿cómo se construyen puentes que nos vinculen con el otro? Hay distintas formas de construir puentes. Un puente supone un yo y un tú. Por eso hay puentes que podemos hacer nosotros. Pero hay puentes que deben hacer los Estados. Por ejemplo, no fomentando el miedo, no creando estereotip­os, evitando escaladas de violencia y haciendo que fluyan los encuentros. Las políticas públicas pueden agudizar las tensiones o reducirlas al máximo. La forma en que los Estados les hablan al mundo y a sus ciudadanos puede ser fuente de una exclusión y violencia que cristalice los muros preexisten­tes. Aunque los Estados, irónicamen­te, nacieron de encuentros, algunos sangriento­s.

A mediados de los años 60 del siglo pasado, Samuel Huntington explicaba la inestabili­dad política en base a la debilidad institucio­nal de algunos Estados, que no lograban armonizar los conflictos sociales y así organizar la vida en común. A principios del siglo XXI, se volvió más pesimista y planteó una suerte de disolución del orden mundial debido a potenciale­s choques civilizato­rios que hoy atraviesan el mundo. Los muros, entonces, muestran los síntomas de un problema más profundo del mundo. Aun pese a su complejida­d y más allá de la gran y primordial responsabi­lidad de los Estados nación, permanece una luz de esperanza, porque los muros sociales también están dentro de cada uno de nosotros. Eso quiere decir que el futuro se aloja en nuestras manos, ya que al final de cuentas deberíamos revisar la noción de poder cuya definición ha sido reducida. Como señala Dina V. Picotti, se la asocia con la capacidad de dominar, de imponer a través de la jerarquía, y acotada al lazo de la obediencia. Sin embargo, se olvida su dimensión originaria, vinculada con la capacidad infinita de las personas para hacer cosas. En esa capacidad de acción, multiplica­da por la potenciali­dad y la riqueza derivada de la diversidad de las voces que componen las sociedades, a través de la mediación de las institucio­nes, se juega el destino del mundo.

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