Un eterno desequilibrio
Durante sus primeros 150 años de vida, Buenos Aires no necesitó bautizar sus calles. Y, si fuera por los vecinos, habrían seguido de esa manera por cien años más. Un aviso clasificado de diciembre de 1823 lo confirma: “De Santo Domingo, media cuadra para el campo en los cuartos de D. Tomas Romero, se venden sanguijuelas a 4 reales cada una”.
Pero, entonces, ¿por qué en 1734 el gobernador Miguel de Salcedo resolvió colocar unas maderas pintadas en las paredes de las esquinas con nombres tomados del santoral? Fue necesario por cuestiones administrativas, judiciales e impositivas. Así surgieron San Pablo (Salta-Libertad), San Bernardo (Viamonte) y San Bartolomé (México), entre otras. El primer gran cambio ocurrió luego de las Invasiones Ingle
sas, cuando el virrey Liniers rindió homenaje a los hé - roes. Incluso a él: la actual Reconquista llevó su nombre. Alsina fue Alzaga.
En 1822, Rivadavia estableció una serie de nombres que aún se mantienen, como es el caso de Suipacha y Tacuarí o Esmeralda y Piedras. Pasamos por alto las contadas modificaciones producidas por la Guerra del Brasil o la época del federalismo rosista. Sí son clave las incorporaciones de 1893 y 1904. La primera se relacionó directamente con la anexión al ámbito de la Capital Federal de los pueblos de Belgrano y Flores que, por ser de otras jurisdicciones, repetían los nombres céntricos. Por ejemplo, antes de 1893, Cabildo y Juramento se denominaba 25 de Mayo y Lavalle. Fue el tiempo en que se decidió agrupar en forma temática por la misma zona. Es el caso de gran parte de los virreyes situados en Belgrano. En cuanto a la etapa de 1904 tuvo el fin de sumar figuras y salvar omisiones. A pesar de tantos cambios, la mujer nunca logró un alto porcentaje de presencia en la nomenclatura. Hacia 1910, apenas unas veinte calles las evocaban. La urbanización de Puerto Madero ofreció una buena oportunidad para reivindicaciones, aunque sin mover casi la aguja de la balanza: el desequilibrio se mantiene.