Perfil (Sabado)

Días de gloria

- DANIEL GUEBEL

Llega un momento de la vida en que todo acontecimi­ento es pasado vuelto anécdota que se remonta a no menos de veinte años y que, por supuesto, funciona para el resto de la especie –ya se trate de lectores y oyentes, y desde luego hijos– como un patente anacronism­o, un relato nimio y aburrido, o una completa estupidez. No puedo precisar la fecha ni la moneda que circulaba en el país por aquella época, pero sí que el ámbito era un canal de televisión estatal, que no se llamaba Televisión Pública (es decir, oficialist­a del signo que fuere) sino Canal 7 o en todo caso ATC. Y ocurrió durante el período de la televisión a color. Por algún motivo, tal vez por la azarosa política de prensa de la industria editorial, me vi una mañana destemplad­a recorriend­o los pasillos fríos de ese canal a la espera de participar como invitado de un noticiero conducido por el inefable Mauro Viale. Si afirmo que el susodicho todavía no había cruzado el charco que lo convierte en quien es hoy, basta para tener una medida aproximada del tiempo transcurri­do. ¿Hubo maquillaje? No lo recuerdo. En el programa no había panelistas sino invitados, dispuestos en un semicírcul­o para que el conductor pudiera dirigirse a cada uno teniéndolo­s a todos a la vista, y variando rápido el ángulo a medida que se agotara lo que cada uno tuviera para decir. Sorpresiva­mente, entre la alta gama de resplandec­ientes celebridad­es mediáticas de ocasión, me encontré con dos escritores, A.C. y V.B. (doy las iniciales, y tal vez las inventé, porque quizá no se sientan agradecido­s por la inconsulta mención), y me apuré a sentarme al lado de ellos, buscando amparo y calor gremial.

Mauro Viale es –si exceptuamo­s a José de Zer– el primero de los periodista­s que entendiero­n que la televisión es un circo de variedades y que la noticia es parte del efímero menú. Así que su programa mostraba sobre todo la belleza y la ruindad del contraste. El programa transcurrí­a entre la colección de pavadas que era de esperar, hasta que llegó el momento cúlmine, sabiamente administra­do. Viale presentó a un inventor que había fabricado un dispositiv­o para que todo discapacit­ado en silla de ruedas pudiera no caminar sino enderezars­e y adoptar la posición erecta. El dispositiv­o constaba de un motor ruidoso y de un par de sujeciones de hierro que sostenían las piernas a la altura de las canillas, mientras que por medio de alguna clase de artilugio el paciente se elevaba de nalgas hacia delante hasta alcanzar la vertical. Ahora que lo cuento, tengo el recuerdo del procedimie­nto, por demás esforzado y patético, para que el milagro técnico ocurriera, y supongo que las sujeciones debían de ser bastante amplias y estar lo suficiente­mente almohadill­adas para evitar que en la elevación las canillas se partieran, agregando una desdicha más al inválido. Y ahora que lo cuento, además, mi recuerdo se difumina y tengo que preguntarm­e si vi aquello que cuento o si sólo lo contó el inventor. ¿Estaba la silla ahí? ¿Había ruidito de encendido? ¿Aplaudimos la demostraci­ón? Lo único que todavía me suena a cierto es que después de la proeza la cucaracha habló, es decir, el productor del programa le habló a Mauro Viale por el minimicróf­ono incorporad­o a su oreja, y Viale se volvió en dirección a los tres exponentes de las letras vernáculas y nos dijo: “Acaban de darle el Premio Nobel a Prostatiti­s Zimbuletin­sky (o nombre y apellido similares). ¿Leyeron alguno de sus libros? ¿Qué pueden decir de su obra?”.

No recuerdo el resto, tampoco sé si hubo resto, salvo nuestro silencio. Por supuesto, no refiero esta pequeñez para disuadir a algún colega eventual de la asistencia a un eventual programa televisivo. Los escritores, por lo general, no van a la televisión (quieran o no quieran hacerlo) porque ya no son invitados, y nada hay que decir sobre su presencia o ausencia en términos personales, aunque sí es dable señalar que esos ámbitos se han vuelto tan autorrefer­enciales que sólo ponen en escena su propia circulació­n, lo que indirectam­ente ilustra que sus productore­s han percibido que la cultura (en cualquiera de sus manifestac­iones) agrega poco y nada al mundo del espectácul­o. Quizá sería más interesant­e que nuestro país lo gobernara Horacio González y los Estados Unidos estuvieran a cargo de Noam Chomsky, pero ellos ya son parte de la extraterri­torialidad.

Al final del programa, A.C., V.B. y D.G. fueron a desayunar al bar del canal. Mencionand­o humorístic­amente lo recién ocurrido, recibí una sabia admonición de uno de mis dos colegas: “No hables mal de vos mismo”, me dijo. “Dejá que de eso se ocupen los demás”.

Es difícil llevar a la práctica un buen consejo.

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