Desmontando el clericalismo
Es necesaria una profunda teología de la mujer
Desde el inicio del Pontificado el problema de las mujeres en la Iglesia ha estado muy presente en las palabras del Papa Francisco, afrontado siempre con la concreción e inmediatez que hemos aprendido a conocer enseguida. Al reconocimiento de la importancia de la figura materna en la familia, a menudo ha añadido palabras claras de denuncia sobre las injusticias que sufren las mujeres. Es célebre su reproche a los que confunden la elección de servicio —que las mujeres, y de forma especial las religiosas, cumplen con tanta generosidad— con una verdadera reducción al estado de servidumbre. A alguien ajeno a la Iglesia pueden parecerle afirmaciones obvias, pero quien conoce cuántas religiosas están comprometidas en trabajos de servicio a sacerdotes —desde cardenales hasta a los simples párrocos— percibe la importancia crítica e innovadora.
Sí, Papa Francisco, que en su pasado ha colaborado a menudo con mujeres, que tiene amigas mujeres, se revela enseguida muy consciente de la importancia y de la urgencia del problema. Y también de la dificultad que encuentra quien busca darle la vuelta a la situación, agitar una institución rígida en un organigrama solo masculino que no prevé intrusiones femeninas de ningún tipo. Su proyecto es claro: la apertura a las mujeres no debe ser una simple prolongación de la Iglesia de una revolución social que ha sucedido en el mundo occidental, una adecuación pasiva a la modernidad, sino un repensar completo de la tradición cristiana, es necesario, por lo tanto, trabajar en “una profunda teología de la mujer”. Es una afirmación que irrita muchas teólogas feministas, que piensan que esta teología ya se haya hecho, y precisamente por ellas, pero que el Papa lo ignora. Sin embargo, Francisco quería decir que el trabajo no se había llevado adelante de forma suficiente, y sobre todo que este proceso debía implicar también a los hombres y llegar a una relectura completa y unitaria de la tradición.
No me parece que su propuesta haya sido muy comprendida, o realmente acogida como una ocasión para ir adelante con un paso diferente. Por un lado, las teólogas más críticas han permanecido fijas en su dura posición de rechazo de una Iglesia que no tiene ni siquiera en consideración reabrir el capítulo del sacerdocio femenino. Por otro lado, las desconfiadas no protestan sino que viven en un cierto sentido a los márgenes de la vida de la Iglesia, siendo parte para sí mismas.
Pero Francisco ha ido adelante: por sorpresa, ha concedido a la celebración de la fiesta de María Magdalena el mismo valor litúrgico que a las celebraciones que corresponden a las fiestas de los apóstoles. Los periodistas no se han dado cuenta de la importancia revolucionaria de esta decisión, y para muchas feministas es siempre demasiado poco. Pero debemos reconocer, sin embargo, que el paso realizado es de gran importancia, y marca un cambio en el cual no se podrá volver atrás: a un mujer se le ha reconocido la calificación de apóstola, algo que no había pasado nunca y que abre la posibilidad inmediata para las mujeres no solo de intervenir activamente en la evangelización —algo que en gran parte ya hacen— sino sobre todo de ver reconocido su compromiso en este sentido.
Otro paso importante ha sido el vivido durante la asamblea de las delegadas de las superioras generales: en el pasado, el Papa les dirigía un discurso y una bendición. Esta vez conversó con ellas, respondiéndoles preguntas, exactamente como hace con los religiosos. Y no se limitó a responder en el momento, sino que creó una comisión especial para discutir el problema del diaconado femenino, que había sido propuesto por las monjas. Una comisión que, por primera vez en la historia de la Iglesia, está formada a partes iguales por mujeres y hombres.
En esencia, Francisco ha intervenido para abrir las puertas, para indicar un camino: ahora es tarea de las mujeres ir adelante. Sin esperar que todo caiga de lo alto, que el cambio deba ser un don debido. Merecido, cierto, pero siempre de difícil realización.
En el fondo, a nosotras las mujeres nos bastaría también incluso continuar incansablemente proponiendo preguntas, preguntando por qué no se escucha nunca nuestro parecer en las reuniones decisivas para el futuro de la Iglesia, como el del Consejo de Cardenales (C9) o las congregaciones generales que preceden al cónclave. En vez de pedir convertirse en clérigos, bastaría con desmontar el clericalismo.