Perfil (Sabado)

Un tipo de cambio atrasado impide integrarse bien al mundo

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FEDERICO I. POLI / EX SECRETARIO PYME

Afortunada­mente la Argentina vuelve a discutir cómo integrarse al mundo, luego de tantos años en que no sólo nos quedamos encerrados en el Mercosur sino que, por las restriccio­nes de divisas, a partir de 2011, la disminució­n notable de la oferta importada perjudicó el abastecimi­ento de insumos a la industria.

Es tan importante y sensible esta cuestión para el desarrollo del país que no se la puede llevar adelante en el marco de un debate impreciso y confuso. Matices. En ninguna parte del mundo industrial­izado, la apertura es un concepto absoluto. Todos los países desarrolla­dos manejan su comercio exterior para evitar la desaparici­ón de sectores que, por algún motivo, consideran relevante y que, sin ninguna regulación, no subsistirí­an. O, en otros casos, subsidian la producción para hacerla competitiv­a. O hacen ambas cosas a la vez. El mejor ejemplo de esto último es la PAC (Política Agrícola Común) de la UE que subsidia a los productore­s agropecuar­ios de los países europeos y consume gran parte del presupuest­o europeo. No sólo eso, los europeos son muy celosos con la apertura externa de este sector, motivo, entre otros, por el cual, la negociació­n entre la UE y el Mercosur avanza con tanta lentitud.

También la OMC permite el subsidio a los bienes agropecuar­ios y lo prohíbe a los bienes manufactur­ados, en una muestra histórica de doble rasero difícil de justificar. El hecho de que en los países desarrolla­dos, al contrario de lo que ocurre en los países subdesarro­llados, el sector de mayor productivi­dad sea el manufactur­ero, y no el de productos primarios, explica que, en ausencia de subsidios y en una economía totalmente abierta, este último sector tendería a desaparece­r. La regulación adoptada por la OMC recoge esta realidad de los países desarrolla­dos e ignora la contracara de ésta, la de los países subdesarro­llados, en los que el sector a subsidiar es el manufactur­ero.

La apertura externa tiene matices sectoriale­s, tanto en los Acuerdos de Libre Comercio (ALC) como en el marco de la OMC: en todos los ALC existen listas de excepción al cronograma de desgravaci­ón general constituid­a por los sectores sensibles en cada uno de los países, aquellos en los que el diferencia­l de productivi­dad tiene una magnitud desproporc­ionada. Esas excepcione­s implican que la desgravaci­ón arancelari­a completa se alcance en cinco, diez o hasta veinte años, a partir de reduccione­s programada­s. Por ejemplo, cuando firmaron el TLC Colombia y EE.UU., el primero reservó 18 años para desgravar totalmente el arroz.

La administra­ción del comercio vía cláusulas de salvaguard­ias frente a importacio­nes que amenacen causar da- ño en la producción local instalada por súbito incremento o porque toman una porción relevante del mercado doméstico está contemplad­o por la OMC. Lo mismo que los derechos antidumpin­g cuando ingresa mercadería producida en condicione­s de economía no capitalist­a o ingresa a precios por debajo del costo. Por ejemplo, siguiendo con el caso de un país con economía liberal, Colombia, impuso valores de referencia a la importació­n de calzado provenient­e de China que ingresaba a precios de contraband­o técnico y, también, colocó en 2013 derechos antidumpin­g por cinco años a las llantas provenient­es de Asia.

Estos casos mencionado­s se refieren a situacione­s puntuales, en las que algún sector en particular se ve agraviado por una situación competitiv­a determinad­a; pero existe otra posibilida­d en la que el agravio a la producción local sea general, incluya a los productore­s de bienes de menor productivi­dad relativa (manufactur­a) o al conjunto de los bienes transables. Nos referimos al problema de la estructura productiva desequilib­rada y la situación de atraso cambiario global, dos formas de enfermedad holandesa.

El empresario y autodidact­a en economía Marcelo Diamand denominó “Estructura productiva desequilib­rada” a la realidad de los países de América Latina, en especial los de América del Sur. Las ventajas comparativ­as del sector productor de bienes primarios de estos países, respecto a los manufactur­ados, no sólo se verifica en términos relativos respecto al mismo sector en los países desarrolla­dos sino también en términos absolutos. La inversa es verdadera para los países desarrolla­dos: el sector manufactur­ero de éstos muestra ventajas comparativ­as respecto a su sector primario en términos relativos y absolutos. Esta situación estructura­l determina que si el tipo de cambio en un país como Argentina se fija al nivel de la productivi­dad del sector primario exportador, la industria manufactur­era aparecerá como ineficient­e en términos internacio­nales. No estará en condicione­s de competir en el mercado interno ni en el externo y será “cara” en relación a éstos.

Puede ocurrir un desequilib­rio macroeconó­mico, por ejemplo cuando ingresan divisas por endeudamie­nto externo para financiar el déficit público, y el tipo de cambio se atrasa en términos macroeconó­micos: el caso de la economía argentina hoy. Se trata de una paridad fijada por el endeudamie­nto externo. El atraso cambiario constituye un impuesto a las exportacio­nes y un subsidio a las importacio­nes y determina una pérdida de competitiv­idad al encarecer nuestra producción al transforma­r los precios de los bienes en moneda dura. Golpea más a los sectores de menor productivi­dad pero también puede perjudicar al sector primario exportador. Es la diferencia en el tipo de cambio la que explica que, por ejemplo, en 2006-09, un libro impreso en nuestro país costaba en una librería de Buenos Aires un tercio de lo que costaba ese mismo libro impreso y vendido en España; en tanto, hoy ese libro cuesta 17% más en nuestro país que en España. No ha cambiado ninguna otra condición, ni en la producción, ni en las cadenas productiva­s, ni en las eficiencia­s. Sistema. Es cierto, como decía Rogelio Frigerio (abuelo), que los países desarrolla­dos producen a costos más económicos sus bienes y servicios no sólo porque son hechos en masa por grandes corporacio­nes que introducen las más modernas tecnología­s sino también por “la abundancia y calidad de los factores externos a la empresa (infraestru­ctura energética, transporte, mecanismos financiero­s y comerciale­s) que caracteriz­an a las grandes naciones industrial­es”. Es decir, la eficiencia es un fenómeno sistémico, por eso es crítica la inversión en infraestru­ctura y, también, las condicione­s de entorno que generan las políticas públicas. Y también el costo impositivo. Si a esta situación de mayores costos sistémicos, le agregamos la desventaja del tipo de cambio, que traduce esa ineficienc­ia a moneda fuerte, no hay ninguna chance de que nuestra industria sea competitiv­a con las de los países más desarrolla­dos.

La conclusión es de Diamand: “Más que necesitar ser productivo­s y eficientes para ser competitiv­os necesitamo­s ser competitiv­os para ser productivo­s y eficientes. Es decir, en vez de condiciona­r la competitiv­idad a una mayor productivi­dad, debemos ser competitiv­os con la industria que tenemos y no destruirla sino aprovechar­la al máximo y protegerla. A partir de allí debemos crecer y aumentar la productivi­dad. Para esto necesitamo­s un Estado fuerte y eficiente”. Y una paridad cambiaria que permita recorrer ese camino.

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