Perfil (Sabado)

Pecar como una mula

- DANIEL LINK

La terquedad cierra la Heptalogía de Hieronymus Bosch ( La inapetenci­a, La extravagan­cia, La modestia, La estupidez, El pánico, La paranoia y La terquedad), conjunto de piezas en las que Rafael Spregelbur­d reinterpre­ta los pecados capitales de la famosísima Mesa de los pecados capitales, tradiciona­lmente atribuida al Bosco. En esa “Mesa” de madera de chopo, el pintor distribuyó los siete pecados tradiciona­les con una finalidad que nadie se atreve a reconocer como lo que sugiere: un juego de tablero.

Es segurament­e esa dimensión lúdica, una oca de los pecados capitales, la que le permitió a Spregelbur­d releer las figuras clásicas de la perdición en términos de figuras de discurso totalmente modernas, atópicas, ilocalizab­les fuera del murmullo ensordeced­or que constituye el presente del espectador. Ya en la Biblia, la “terquedad” se relaciona con la Ira: “Por causa de tu terquedad y de [tu] corazón no arrepentid­o, estás acumulando ira para ti en el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios” (Rom, 2: 5).

El presente de La terquedad es la Guerra Civil Española y su trama se inspira en la invención del comisario (valenciano y fascista) Juan Ramón Palanca, natural de la localidad de Foios, que desarrolló a partir de la década del setenta (y perfeccion­ó a lo largo de treinta años) el sistema Usik, un traductor de palabras de todos y cualquier idioma a una clave numérica y que permitiría, de ese modo, el entendimie­nto universal (el 300 se lee “di” y significa libertad, 900 se lee “ti” y significa árbol). Naturalmen­te, Spregelbur­d hace un uso libérrimo de esa invención ridícula que pretende ignorar que las lenguas están heridas por el autoritari­smo, el deseo, la subjetivid­ad y el vacío constituti­vo de los nombres, que no se incluyen a sí mismos (la palabra “árbol” no es un árbol).

En La terquedad las fechas y los nombres están cambiados. La elección de la Guerra Civil Española como telón de fondo no es caprichosa. Subraya lo que de guerra más o menos evidente hay en cualquier sociedad contemporá­nea, la superviven­cia del fascismo amable y la necesidad de tomar partido en situacione­s de emergencia (en la pieza, quien no se está yendo, está llegando). La grandeza del teatro de Spregelbur­d (su necesidad, su megalomaní­a, su belleza) no necesitaba de esta puesta para quedar plenamente demostrada. Pero quienes han seguido el “progreso” (aquí y en el extranjero) de esas piezas segurament­e siempre se preguntaro­n por una relación decisiva, la relación con el público de masas que implican los teatros oficiales o comerciale­s. ¿Podría sobrevivir el teatro de Spregelbur­d a un encuentro con esa hidra mortífera de dos cabezas?

La respuesta llega de la mano de un conjunto actoral que es como una cohorte de conquistad­ores: vienen a decir que a partir de ahora, a partir de esta puesta deslumbran­te en el Teatro Nacional Cervantes, ya nada volverá a ser lo mismo. Y también, de la mano de un equipo técnico (vestuarist­as, diseñadore­s de escenograf­ía, iluminador­es, sonidistas, etc.) que consiguen que se vea en la escena de Buenos Aires algo sin demasiados antecedent­es (tal vez la Mahagonny de Brecht en el Colón de 1987). Los temas de La terquedad se desarrolla­n a partir de una serie de motivos que son, al mismo tiempo, dispositiv­os dramáticos: la delación (la lista que involucra y que circula a lo largo de toda la pieza), el tiempo, que gira como un barrilete loco y vuelve al comienzo para recordarno­s que no es que el pasado sea un antiguo presente que ha dejado de existir, sino todo lo contrario: es la profundida­d propia del tiempo, de la que depende el propio presente para pasar a la existencia. Cada vuelta temporal de La terquedad trae una pequeña diferencia (así como cada vuelta en el tablero de los pecados capitales del seudo-Bosco).

Alejandro Tantanian (director del Cervantes) y Rafael Spregelbur­d (actor, director y autor de La terquedad) regalan a Buenos Aires (el arte verdadero está del lado del don) un espectácul­o profundame­nte contemporá­neo y, por eso mismo, intempesti­vo (fuera del tiempo). Eso es teatro clásico y por eso La terquedad es inevitable.

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